El día 30 de abril de 2011 tuvo lugar la entrega de premios del 5º Certamen Don Manuel de Narrativa Corta 2011, en el precioso pueblo de Moralzarzal (Madrid), situado a unos 60 kilómetros de la capital. El  evento tuvo lugar en salón de actos del Centro Cultural.

 El número de participantes fue superior a noventa, entre los que se eligieron ocho finalistas, que fuimos:

Eva Barro García, con el cuento TRATAMIENTO DE CHOQUE

Mª Mar Calvo Menoyo, con el cuento AQUELLA NIÑA QUE SE LLAMABA CELIA
Camino García Balboa, con el cuento LA RENDIJA
Gema Mª Ortiz López, con el cuento CALLES LLENAS DE AUSENCIA

Javier Martín García, con el cuento TRES MIL CUATROCIENTAS PESETAS Y DIECISIETE CÉNTIMOS

José Antonio Millán Carretero, con el cuento YO ME LAVO

José Manuel Noriega Fernández, con el cuento LLÁMAME OLVIDO, y

Blanca del Cerro Gutiérrez, con el cuento EL CORAZÓN ABANDONADO

En primer lugar se hizo la presentación de tres de los miembros del jurado. El maestro Don Manuel y los restantes jurados no pudieron asistir al acto por diversos motivos. Los ocho finalistas fuimos nombrados uno a uno y, tras subir al escenario, se nos hizo entrega de un diploma, agradeciendo nuestra asistencia y nuestra participación. Por último, se nombró al ganador de la 5ª Edición del Premio Don Manuel de Narrativa Corta 2001 que fue D. José Manuel Noriega Fernández, con el cuento titulado LLÁMAME OLVIDO.

Mis felicitaciones desde aquí especialmente a José Manuel Noriega y también a todos los finalistas.

Por último, se nos hizo entrega  de varios ejemplares del libro titulado LLÁMAME OLVIDO Y OTROS RELATOS, editado por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Moralzarzal, compuesto por el relato ganador y los siete finalistas.

Mi más sincero agradecimiento al Ayuntamiento de Moralzarzal por la magnífica y profesional organización de los actos.

A continuación, mi cuento finalista titulado

 

EL CORAZÓN ABANDONADO

Se miraron a los ojos —pupilas mendigando sueños— y se vieron en el espejo del alma —hambre y sed de caricias—, se cruzaron, se reconocieron, se sintieron, se palparon la vida a lo lejos, se enredaron repentinamente el uno en el otro, se absorbieron mutuamente, y todo cambió a partir de ese instante. Llevaban toda una eternidad conviviendo y jamás se habían percatado de sus propios anhelos. ¿Dónde estabas hasta hoy?, pensaron ambos al mismo tiempo. La vida dejó de latir y ellos, tras un cruce de miradas tan rápido como un destello lívido, adivinaron más que supieron que sus destinos quedarían unidos para siempre en un futuro muy lejano, allá donde se encuentran los deseos y las irrealidades con visos de realidad. Lo adivinaron porque sería imposible no adivinarlo. Lo intuyeron con el ansia de los destinos marcados. Lo imaginaron de mil maneras. Fue un roce cansino de ojos y alientos, y un suave batir de párpados, el aire en forma de torbellino alrededor de sus cuerpos, la brisa temblando a lomos de dos silencios tibios, la luz absorbiendo uno a uno todos sus instantes pasados y dejándolos en el reino de los olvidos eternos.

A partir del día cuajado de soles y sombras en el que sus cuerpos se cruzaron, Héctor y Miriam quedaron para siempre unidos por una sola mirada.

Y los ojos de Héctor buscaban a Miriam entre las calles y las plazas de Moralzarzal, el pueblo en el que habitaban. Y los ojos de Miriam buscaban a Héctor tras las verjas cansadas de tanto encierro, en los pasillos de la escuela, en las esquinas arrebatadas de sombras, desde los balcones repletos de macetas y flores, en los bancos de la iglesia, en los recovecos escondidos a cualquier mirada. Se buscaban ansiosos. Un duelo de pupilas ocultas. Se buscaban a todas horas, sin que nadie se apercibiera, deseosos de ellos mismos, pero únicamente se encontraban en el campo, en el centro de un pinar engalanado de verdes, pinos y más pinos, donde aprendieron a amarse con un amor que reventó creando soles y lunas y estrellas a sus pies. Somos muy jóvenes, se decían, ya verás más adelante, cuando tenga un trabajo, tú vivirás conmigo eternamente y serás mi reina, y tú vivirás conmigo para siempre y serás mi rey, ya verás, sólo hay que esperar, no quiero esperar, yo tampoco, pero debemos hacerlo. Caricias, besos y alguna lágrima.

El pinar verde, del mismo color que sus deseos, donde se reunían a diario, era el marco donde se amaban hasta la saciedad, hasta el delirio, hasta decir basta, que jamás decían. Serás siempre mía, aseguraba él, serás siempre mío, aseguraba ella. Estaremos juntos hasta la eternidad. Y masticaban mil veces la palabra siempre. El amor sonreía y destilaba sobre ellos. Así un día y otro día, acurrucados uno en los brazos del otro, brazos como lianas, hartazgo de deseos, delirio de sensaciones. Dejaremos aquí nuestro amor eterno, dijo él, para tenerlo siempre presente, y si algún día nos separamos, vendremos a este bosque a recogerlo. Y si lo olvidamos, a recordarlo. Y si lo perdemos, a recuperarlo. Permanecerá aquí si nosotros faltamos. Un temblor recorrió el cuerpo de Miriam. No hables de separaciones, dijo ella, estaremos juntos hasta… No podría soportarlo. No podría soportar estar sin ti. Sería la muerte en vida. Y escogieron un árbol pequeño y apartado para grabar un corazón con sus nombres. Héctor extrajo una navaja de un bolsillo y empezó a horadar la piel del pino. Tú siempre estarás aquí, decía él mientras se llevaba la mano al pecho y a continuación al tronco. Tú siempre estarás aquí, repetía ella haciendo el mismo gesto. Las dos letras quedaron grabadas dentro de los corazones, el del árbol, el del interior de cada uno. Y sellaron su pacto de amor eterno con un beso ante el tronco recién grabado con sus iniciales.

Pero la vida es frágil y veleidosa, irrumpe de forma brutal en las ilusiones de los seres humanos y no siempre camina conforme a los deseos que han amasado los hombres.

Poco tiempo después, por imperativos del destino ajenos a sus voluntades, Héctor y sus padres, la pequeña y vivaracha Candelas y el gigantesco y sonriente Fortunato, tuvieron que emigrar a una ciudad extranjera, un lugar enorme en comparación con su pueblo cargado de dulzuras, un sitio plagado de humos y coches, de ruidos y sombras, sin la paz de los pinos, ni la calidez de las montañas, ni el susurro de los prados.

Miriam y Héctor recibieron la noticia de su separación como un trallazo. Y surgió una fuente inagotable de ayes y lamentos.

El día de la despedida cayó como una losa sobre los dos amantes que sintieron como si se estuvieran rompiendo, como si la vida se hubiera detenido para siempre en aquel preciso instante. Regados por una lluvia imparable de lágrimas que dejó empapados hasta sus suspiros, se dijeron adiós ante el pino grabado, ante el corazón con sus iniciales, testigo inconfundible de sus amores, buscándose desaforadamente por todos los rincones de sus cuerpos a punto de partirse. Volveré, no temas, volveré. Te esperaré, no lo dudes, te esperaré. Te encontraré aquí. Me encontrarás aquí. Este corazón es testigo. Júralo, lo juro, lo juro, lo juro... Unas palabras que el viento tragó despacio.

Héctor partió a la mañana siguiente envuelto en una madrugada seca, ahogado en un caleidoscopio de sombras. No hubo adioses, sólo el rumor de dos corazones palpitando cuyo sonido rebotaba en todas las paredes de las casas. Miriam permaneció en el pueblo, encerrada en un silencio pastoso y lúgubre que transformó sus días —y especialmente sus noches— en una cadena de luces marchitas en la que se apretujaban los minutos, las horas y los meses deslizándose suavemente por el tobogán de la desesperación. Y allí se encerró de por vida, en la frustración inútil de un amor lejano.

La gran ciudad, torbellino de luces, un ente hasta entonces desconocido, se abrió ante Héctor con una furia arrolladora. Coches, tiendas, multitudes, autobuses, asfalto, tráfico, mucha gente, mucho ruido, mucho humo, y bailes, cines, restaurantes, bares, mujeres, cientos de mujeres hermosas y atractivas.

Su amor estaba allí lejos, en el pueblo, seguro y tranquilo, bajo el juramento de un corazón, y él lo recordaba con dulzura, y lo añoraba.

Los ojos del joven absorbían el espacio. Se sintió realmente subyugado. La gran urbe fue un verdadero descubrimiento, algo totalmente distinto a lo que había dejado atrás, un tipo de vida nuevo y sugerente. La ciudad atrapó a Héctor entre sus garras poco tiempo después de su llegada y empezó a convertirlo en una marioneta de sí mismo.

El corazón en el árbol, testigo de un amor grandioso, paseaba suavemente por su cabeza, lo veía, lo palpaba, Miriam, repetía, juré que volvería a buscarte, y lo haré, por supuesto, mi promesa está allí, claro que lo haré, no sé cuándo, pero…

Poco a poco, con la lentitud que caracteriza al tiempo que transcurre casi sin transcurrir, Héctor se vio inundado de proyectos nuevos, de amistades nuevas, de actividades nuevas, de lugares nuevos… y de mujeres nuevas. Ellas, las mujeres, se asemejaban a búcaros de porcelana con flores recién abiertas que pronunciaban palabras invisibles y pedían a gritos su presencia. Y Héctor, en un principio, rechazó cualquier tipo de aproximación, pero ellas, tan distintas, tan sofisticadas, tan bellas, insistían, y sus labios, y sus ojos, y sus cuerpos… Héctor sonreía y lentamente olvidaba.

La imagen de Miriam, el pueblo, aquellos campos inmensos y, en el fondo, aburridos, las gentes de allí, tan simples y sencillas, tan diferentes a lo que tenía ahora, el corazón grabado en el pino con sus iniciales, algo tan tierno pero tan manido, incluso absurdo, añagazas femeninas al fin y al cabo que nada significaban en realidad. Ante los ojos del joven se perfilaban las grandes diferencias existentes entre su vida anterior ―un tanto insulsa, ahora lo comprendía― y su existencia actual.

En sus cartas, cada vez más espaciadas, Héctor había prometido a Miriam ir a verla, visitarla, cubrirla de mimos, rodearla de cuando en cuando entre sus brazos, pero jamás lo hizo. Las fauces de la ciudad eran demasiado poderosas, como tentáculos invisibles que absorbían y absorbían cada día un poco más.

Con el correr del tiempo, Héctor inició sus estudios universitarios decantándose por la carrera de Derecho. La universidad donde estudiaba, las personas con las que se codeaba, los amigos, las comidas, las fiestas, las diversiones, las noches en agradable compañía, las bellas mujeres a su alrededor, todo ello constituyó para él el trampolín definitivo por el que saltó hacia el olvido casi absoluto de su vida anterior. Lentamente, muy lentamente, el joven fue instaurando lejanías, no de distancias que eran evidentes, sino de sentimientos.

Pero en su cabeza, en su mente obnubilada y casi totalmente atrapada por otros menesteres mucho más sugerentes, mucho más atractivos que un recuerdo lejano, surgía sin quererlo un corazón grabado, testigo de una promesa. Sin desearlo, aquel corazón estallaba ante él. No quería, Héctor no quería, pero allí estaba siempre constante, el corazón explotaba, brotaba, burbujeaba, se debatía, luchaba por sobrevivir, gritaba con aullidos suaves. Una suerte de conciencia en madera. Y el joven intentaba apartarlo. Y el corazón insistía en seguir instaurado en su cerebro. Ahora comprendía que no podía hacer caso a una tontería juvenil. Aquello había sucedido hacía años, casi siglos. Probablemente, la chica de la que estuvo enamorado ya habría olvidado todo, viviría en aquel pueblo tierno y revestido de verdes, tan bello pero tan poca cosa en comparación con lo que ahora poseía, Miriam, sí, se llamaba Miriam, casi no lo recordaba, y Miriam estaría ahora felizmente casada después de tantos años y de tantas vivencias, tendría un par de hijos, ya le habría olvidado, había transcurrido tanto tiempo…

Pocos meses después de que Héctor finalizara sus estudios y del inicio de su trabajo en un importante bufete, sus padres le comunicaron la terminación del contrato laboral que les había llevado hasta aquel lugar y la decisión de volver a su país, a su querido pueblo, a su Moralzarzal del alma. Héctor no tuvo que pensárselo demasiado y les indicó que prefería permanecer en la gran ciudad donde se sentía plenamente a gusto, donde tenía su vida y el mundo le sonreía. En realidad, la principal razón oculta de su permanencia era una mujer llamada Mónica a quien había conocido durante una de las múltiples fiestas a las que asistía. Morena y dulce, dieciocho años, no excesivamente alta, con el cabello largo y los ojos oscuros, muy similares a otros casi olvidados entre las brumas de la sinrazón. Mónica pertenecía a una familia de la alta sociedad, un buen partido, decían los entendidos en los entresijos de los amores y los desamores, y mucho dinero, susurraban otros. Mónica tenía sonrisa de sirena varada, piel de azucena y labios tan rojos como el ocaso. Mónica le rodeó con sus brazos y el mundo entero dejó de existir. ¿Dónde has estado hasta ahora? parecía decir Héctor repitiendo la misma pregunta que en cierta ocasión se hiciera con Miriam. La vida se transformó en un cúmulo de sueños de algodón con una única y exclusiva protagonista: Mónica.

Pero el árbol, aquel árbol perdido con un corazón grabado y dos iniciales entrelazadas, continuaba su incesante labor de conciencia, y le acosaba por las noches, entre sueños, brumas y pesadillas, como una daga profunda que perforase y barrenase hasta el fondo del alma. Tengo que apartarlo, pensaba, tengo que quitármelo de encima, hacer que desaparezca, no puedo seguir así con esa figura acosándome, he de actuar de algún modo, aquello dejó de existir hace tiempo, ahora todo es distinto, soy un hombre, tengo un amor, un amor verdadero, no infantil como aquél otro, porque aquél ya pasó, y si ya pasó ¿por qué me persigue? Las noches de Héctor acabaron transformándose en agujeros negros agarrotados entre fantasmas y soledades. No puede ser, repetía, no puede ser, esto ha de terminar de algún modo, es insufrible tanta desazón por una tontería infantil. El corazón estallaba ante sus ojos como una pompa de jabón continua, como un martillo aporreando su realidad palpable, como un estilete horadando sus entrañas. Héctor no llegó ni siquiera a percatarse de que aquel runruneo incesante únicamente se resumía en el clamor de su propia conciencia. Y una noche de insomnio y dolor de alma, una más entre sus noches de ardores infinitos, decidió que la mejor forma de finalizar con aquella persecución absurda y sin sentido sería destruir el corazón para siempre. La idea surgió de repente estallando en el borde de su cerebro. En el mismo instante en que reventó, Héctor se sentó en la cama guardándose una sonrisa bajo la almohada, se detuvo a meditar seriamente tal pensamiento y consideró que había tenido una magnífica idea, una idea realmente brillante. Por supuesto, era lo mejor que podía hacer: destruir el corazón que le acosaba. Y así se libraría por siempre de dicha tortura. Supuso y creyó firmemente que la destrucción del árbol supondría el fin de su condena.

Unos días después, con el pretexto de un importante viaje de negocios, Héctor emprendió camino hacia su país y hacia su pueblo. Sentía arañazos en el alma, como una especie de sinsabor oscuro que trasegaba lentamente por su interior, voces entrecruzadas que le decían que iba a hacer bien, que iba a actuar de la manera adecuada, que terminando con aquel corazón grabado finalizarían sus problemas. Jamás pasó por su cabeza la idea de que la conciencia nunca desaparece, nunca se borra, siempre permanece intacta, un latido descomunal y continuo.

Llegó a Moralzarzal a media tarde, entre una cuna de sol a medio desaparecer y un manto de sombras a punto de tragar al mundo. El viento interpretaba una musiquilla impregnada de sensaciones diversas. La gran mayoría de los habitantes del pueblo, conocidos de la familia desde tiempos inmemoriales, habían sido informados por Candelas y Fortunato de la inminente llegada de su hijo y salieron a recibirle. El alcalde, todo sonrisas y elegancia, constituyó un comité de recepción y organizó una pequeña fiesta de bienvenida en la taberna de la Plaza del Ayuntamiento en honor a aquel muchacho que había salido de allí siendo casi un niño y volvía transformado en un hombre de bien, culto, rico y elegante.

Héctor quedó gratamente sorprendido por el recibimiento. Muchos amigos, todos ellos tan cambiados como él mismo, y muchos más conocidos y curiosos, acudieron alegres a la taberna. El alcalde pronunció un breve discurso de bienvenida, los presentes agasajaron al anfitrión, hombres, mujeres y niños, rieron, comieron, bebieron y cantaron a lo largo de una tarde turbia de grises y ocres, como ahogada en un pozo de angustia. Todo fueron sonrisas, reencuentros y parabienes. En el fondo de su alma alborotada, Héctor guardaba la esperanza de no tropezarse con su antiguo amor, porque había vuelto para eso, para eliminarlo de su mente, para suprimirlo y ahogarlo en la piel de un árbol, y siempre es preferible no mirar a los ojos a quien uno desea destruir pues, en caso de hacerlo, no estaba seguro de que pudiera llegar a cumplir su misión. Él no preguntó por Miriam y nadie habló de ella. Tal vez hubiera salido del pueblo hacía tiempo. Probablemente estaría casada, atendiendo a un marido y con dos o tres niños a los que cuidar. Más tarde, amparado en el ahogo negro de la noche, sin testigos y sin ruidos, haría lo que debía de hacer. Nadie lo sabría. Todo quedaría oculto en el secreto de la oscuridad. Y finalmente se marcharía liberado.

Las sombras empezaron a revolotear alrededor de los hombres en forma de mariposas negras.

Una vez en su casa, y cuando Candelas y Fortunato se acostaron tras un día agotador de algarabía y sorpresas, Héctor salió arropado en la capa de la noche para dirigirse al pinar. Entró en el cobertizo situado a la izquierda de la casa, agarró una linterna y un hacha, y salió con un arsenal de silencios a sus espaldas. Sus pasos marcaban recuerdos, un paso, un recuerdo, que él apartaba con la mano como si fueran libélulas a su alrededor, un paso, un recuerdo, y la imagen de Miriam surgía, y se preguntaba sin quererlo por qué la había abandonado, un paso, un recuerdo, imaginando sin llegar a saberlo que ella estaría esperando, y contestándose que no, que no era posible, y se decía que no era así, que no la había abandonado, aunque en el fondo sabía que sí, sabía que había dejado morir su amor, que había dejado de escribir, que había aplastado su pasión, que jamás la había visitado, promesas rotas, juramentos vanos, e intentaba convencerse de que habían sido cosas de chiquillos, pero sabía que no porque, una vez secuestrado por su nueva vida en la lejanía, jamás se había interesado por ella, por Miriam, jamás se había preguntado dónde estaba, qué hacía, que había ocurrido con su vida. Jamás se había preocupado en saber si había herido su alma. La abandonó allí, muy lejos de todo, en  una soledad ilimitada. La dejó sola, desgajada, angustiada, rota, a la espera de la nada infinita. Los pensamientos se abalanzaban sobre él en forma de aludes imparables. Voy a destruirlo, sí, voy a destruir el corazón del árbol para que me deje en paz No es cierto, no es cierto que la abandoné, simplemente seguí mi vida, no podía continuar atado a una promesa, las promesas no son nada, se decía, aunque sabía que en cuestión de amores las promesas lo son todo. Podía haber vuelto, y haberle explicado, pero no lo hice, no pude hacerlo, o no quise hacerlo, el amor es tan frágil…

Héctor llegó al pinar con una herida de luna en la frente y buscó con desesperación el árbol pequeño y un poco apartado donde estaban grabadas las iniciales de los nombres de sus amores juveniles. Lo encontró. El pino había crecido transformándose en un árbol grandioso, pero allí estaba el corazón testigo de su infortunio. Al pasar la mano por la corteza, un temblor de tinieblas le recorrió el cuerpo entero, pero no se dejó avasallar por las manadas de pensamientos que surgían arrollando su cerebro, tan tumultuosos que parecían cataratas arrasándole. Depositó la linterna en el suelo. Inmerso en una locura ilimitada y sin otra idea en la mente más que la destrucción, agarró el hacha con las dos manos y empezó a descargar golpes uno tras otro, convirtiendo furiosamente en trozos lo que en su tiempo había sido el gran homenaje a sus amores. Al compás de los hachazos, cada vez más cargados de furia y desesperación, su cerebro repetía: “Ya no me perseguirás, ya no me perseguirás más”. Enceguecido por tan vandálica acción, Héctor no sintió ni escuchó el sonido de unos pasos acercándose. Continuó su labor como un acto de desesperanza absoluta, con una sensación de liberación total. Ahora dejarás de perseguirme. Mientras tanto, el cielo sumiso desplegó un silencio sobrecogedor que encerró al mundo en una especie de campana infinita carente de ruidos. El único sonido del universo parecía ser el del hacha cayendo una y otra vez sobre el árbol que, a medida que transcurría el tiempo, iba quedando reducido a trozos informes de madera. Y Héctor continuó su fatídica labor durante horas hasta que, bañado en un sudor pegajoso, con el cuerpo destrozado y las manos llenas de heridas, acabó por hacer astillas el tronco y las ramas de aquel árbol convertido en obsesión. Héctor no vio, porque no podía ver nada a su alrededor, que unos ojos oscuros vigilaban todos sus movimientos. Una vez finalizada su misión, en el momento en que acabó por completo con el tronco y las ramas del pino, tomó asiento junto a la pila de madera a la que había quedado reducido el árbol y cerró los ojos. En ese preciso instante, recibió un fuerte golpe en la cabeza y perdió el sentido.

Un pedacito de madrugada se filtró con suavidad por sus pestañas. Sentía los párpados como losas calientes. Quiso moverse y no pudo. Quiso hablar y no pudo. Comprendió que tenía las manos y los pies atados con unas bridas de nylon o algo similar, y un trozo de cinta americana le cubría la boca. Le dolía el cuerpo entero. No entendía lo que había sucedido, dónde se encontraba, por qué le habían inmovilizado en el suelo, qué estaba pasando y, sobre todo, quién era el causante de aquel terror. Abrió los ojos.

El cielo se iba transformando paulatinamente en claridades fugaces.

Ante él se delineó una silueta grisácea que aparecía envuelta en los vidriosos colores del amanecer. Parecía un espectro, o un fantasma, o tal vez algo peor. La silueta vestida de negro le miraba fijamente con unos ojos turbios que encerraban un rastro de locura incierta. El cabello enmarañado, la sonrisa torcida, los labios agrietados, la cabeza bamboleante y unas manos huesudas y secas que se asemejaban a garfios atenazados.

― Hola, amor mío―murmuró la figura―. ¡Cuánto tiempo sin verte!

Un terror sin fronteras ni esquinas quedó reflejado en los ojos de Héctor. Tenía ante sí a un ser extraño, lívido, una especie de sombra surgida de lo insondable. Lo que veía era el esqueje de un recuerdo. Sin retirar la mirada de su cuerpo, la figura alargó una mano para acariciarle el rostro.

― Te he echado tanto de menos… tanto… No lo podrías imaginar jamás.

De aquellos ojos turbios empezaron a brotar lágrimas, un torrente imparable de tristeza.

― Y ahora ya te tengo a mi lado, por fin juntos, amor mío, por fin, ahora, cuando ya nada es posible, qué pena, amor mío, qué pena, cuando ya nada es posible. Porque tú lo estropeaste. Lo estropeaste todo, sí, lo estropeaste con el olvido más absoluto, y me dejaste aquí, sola, con nuestro corazón grabado.

Aquella mujer, aquella silueta delgadísima, como un suspiro, con los ojos perdidos, los cabellos enmarañados, las mejillas prominentes, la voz temblorosa, el cuerpo encogido, aquella mujer era Miriam. Tan distinta a lo que él recordaba.

― Nuestro corazón grabado, ¿recuerdas?, donde juramos ser uno del otro por siempre. Te estuve esperando ¿sabes? Te esperé durante mucho, muchísimo tiempo, porque lo juramos, ¿recuerdas?, teníamos un juramento, tu amor, mi amor, nuestro amor único en el mundo, y un juramento es inviolable. ¿Sabes que un juramento es inviolable, amor mío?

¿Qué había sucedido con Miriam? Héctor intentó gritar pero la cinta que cubría su boca le impedía cualquier palabra limitándolas a una serie de sonidos incoherentes. ¿Dónde estaba la muchacha a la que tanto había amado? Héctor intentó levantarse pero se encontraba inmovilizado de pies y manos, y atado a un árbol. ¿Qué había ocurrido? Aquel espectro que tenía delante era la encarnación de la locura. Sus ojos, sus labios, su cuerpo hablaban de una absoluta demencia.

― Y ahora te tengo aquí. Por fin a mi lado, cuando ya todo es imposible. Tú lo hiciste imposible.

Nadie le había dicho una palabra de aquel horror, nadie le había informado de la locura de Miriam, todo había permanecido en secreto. ¿Por qué ese silencio? ¿Cómo era posible? ¿Sería él el culpable? No, por supuesto que no, o sí, Dios mío... ¿Dónde estaba la niña que arrullaron sus brazos? ¿Por qué la olvidó? ¿Por qué la abandonó? Unos dedos huesudos acariciaron el aire.

― Quería tenerte a mi lado ―continuó la voz como hablando a la nada―. A mi lado por última vez.

El espectro que encerraba el cuerpo de Miriam permaneció mirando al infinito. Los ojos de Héctor proclamaban su deseo de hablar, de defenderse, de explicar sus razones.

― Junto a nuestro pino, junto a mí, a mi lado, porque nos vamos a marchar ―sus labios sonrieron en una mueca espantosa―. Nos vamos a marchar para siempre. Juntos tú y yo. Tal y como juramos un día ¿recuerdas?

Héctor pensó: “¿Dónde nos vamos a marchar? Déjame darte una explicación. Déjame hablar. Déjame decirte lo que pienso, lo que siento, lo que ha sucedido, lo que sucedió.” Pero ella parecía ajena a su presencia, a su sufrimiento, a cualquier elemento alrededor que no fuera ella misma y su locura.

― Me gusta el pinar, ¿sabes? He venido todos los días desde que te marchaste. Todos sin faltar uno. Y he acariciado nuestro corazón, el corazón que nosotros grabamos, ¿recuerdas?, y que tú abandonaste. No yo. Yo no lo abandoné. Venía a besarlo, a besarte a ti en él. Por eso me gusta tanto el pinar, o me gustaba, porque sin nuestro corazón ya no me gusta. Tú te fuiste, tú te llevaste nuestro amor, y ahora has venido a destruirlo.

Miriam plegó los labios y se lamió una lágrima.

― ¿Por qué lo has destruido, amor mío? ¿Por qué? Nuestro corazón era tan bello, lo había besado tantas veces, tantas, amor mío, no podrías imaginar cuánto esperé tu vuelta ―la locura reventaba en los labios de aquella mujer que hablaba y hablaba sin coherencia―, pero tu amor estaba aquí dentro ―se tocaba el pecho con el índice de la mano derecha― y nadie me lo podía arrebatar, nadie salvo tú mismo. ―Los ojos de Miriam deliraban entre los pinos y los montes absorbiendo la esencia de la madrugada―. Ha sido una pena... Estoy muy triste. Yo te hubiera seguido esperando eternamente, con tu deliciosa imagen en el fondo de mis entrañas, las que tú dejaste secas con tu adiós. ―La mujer se balanceaba de un lado a otro con la mente perdida y el alma ensangrentada―. No comprendo por qué acabaste con nuestro maravilloso amor, no comprendo por qué. ―Un rayo de luz pareció atravesar su cerebro obnubilado―. Y como tú acabaste con nuestro amor, y con nuestro árbol, y con nuestro corazón, yo también voy a acabar con nuestro árbol, con nuestro corazón y con nosotros para siempre porque el mundo, ahora ha dejado de existir, y ya no merece la pena.

Héctor miró a Miriam aterrorizado sin llegar a comprender sus palabras.

― Voy a hacerlo, amor mío.

La mujer permaneció largo rato mirando al infinito, a la tierra que reventaba de verdes, al amanecer que se colaba difuso por las nubes. Héctor gesticulaba pero ella parecía ignorar todo lo que tenía alrededor. Parecía estar sola. Como siempre.

― Voy a hacerlo porque lo tengo que hacer ¿sabes? Es mi último deseo y mi última voluntad al igual que fue tu deseo y tu voluntad acabar conmigo.

No, no es cierto, no es cierto, no quise acabar contigo, ni conmigo, ni con nuestro amor, no es cierto, escúchame, déjame hablar, pensó Héctor moviéndose desesperadamente.

Miriam se levantó indiferente, sin dirigir ni siquiera una mirada a su antiguo amor, y empezó a caminar hacia la cima de la montaña. Sus pasos crujían. Héctor se preguntó qué haría. ¿Iba a dejarlo allí, atado, en medio del monte? Quiso gritar y gritar, quiso desatarse, salir corriendo, abalanzarse sobre ella, pero nada pudo hacer porque las ligaduras se lo impedían. Miriam se volvió hacia él.

― Te he echado tanto de menos… tanto… como no te podrías imaginar.

La mujer caminó unos pasos, crujido de desesperación.

― Adiós, amor mío ―susurró con suavidad, pero él no oyó su última frase.

Miriam sonrió con una tristeza infinita a la vez que introducía la mano derecha en el bolsillo de su falda negra y sacaba un puñado de papeles y un mechero. Se agachó, y con movimientos pausados ―no tenía ninguna prisa― depositó su carga en el suelo seco por el otoño, formó un montículo de hojarasca y lo encendió. Sus ojos siguieron la estela de chispas hasta que prendieron y empezaron a extenderse sin control.

Héctor gritó y gritó y gritó sin voz. Las llamas fueron besando lentamente las hojas, y las ramas, y los troncos, y formaron un amasijo de locura a la vez que tragaban sus palabras, las de él, las de ella, mientras los pasos de Miriam se alejaban muy despacio monte arriba tarareando una canción de madrugada.

El pinar se vio enredado en una brasa inmensa que devoró su propia esencia a lo largo de varios días y varias noches. Todo tembló alrededor en una tiritera inigualable y monstruosa, un soneto recién inventado por una mente desquiciada, un soneto de muerte, humo y destrucción. Y allí quedaron enterrados para siempre cientos de pinos y gritos, los cuerpos de dos amantes y un corazón abandonado.

 

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