Red de Literatura y Cine
Una de las mejores películas en la historia del cine cumple cuarenta años sin perder la vigencia.
La primera escena de “El Padrino” es inolvidable: el sepulturero Bonasera le pide a don Vito Corleone que tome venganza de unos muchachos (no italianos) que han deshonrado a su hija. Don Corleone, quien acaricia un gato y habla en susurros, lo escucha impasible y le dice que no puede hacer eso. Que si viniera como amigo y no lo tratara de forma tan “irrespetuosa”, tal vez, quién sabe.
Deja libre por un momento al gatito encima del escritorio y se acerca al funerario, susceptible, reclamándole porque ni siquiera lo ha llamado “Padrino” durante la entrevista.
El viejo Marlon Brando, sobra decirlo, está soberbio en su caracterización de Don Corleone: aparentando más de veinte años (en realidad tenía sólo 47), con el pelo engominado peinado hacia atrás, el bigotito ralo y elegante smokin acomodado en algunas libras de más. Pero sobre todo, por sus gestos, la forma de hablar a media lengua, y esa aura trágica que sitúa a su personaje más cerca de un héroe griego que de un capo de la mafia siciliana.
Esa primera escena, que transcurre en un cuarto a media luz mientras afuera se celebra la boda de la hija de don Corleone, define de forma vigorosa no solo la personalidad del Padrino (rústico campesino siciliano devenido jefe del imperio del crimen en Nueva York), sino la estructura de todo el filme, uno de los mejores en la historia del cine, que pese a haber cumplido 40 años no pierde su lozanía, ni su vigencia.
“El Padrino”, del director Francis Ford Coppola (rodada cuando este todavía estaba en la treintena), está basada en el libro homónimo de Mario Puzo, publicado en 1969, quien además de vender sus derechos al cine por 35.000 dólares, también colaboró en el guión junto a Coppola, con honorarios de 100.000 dólares y un pequeño porcentaje de los beneficios que recibiera la película. Libro y filme son el retrato de don Vito Corleone, un inmigrante siciliano que llegó a Nueva York a los 12 años y se convirtió en el paradigma del gángster implacable con sus enemigos, pero de valores incorruptibles con la familia. Un mafioso a la antigua que se permitía enriquecerse con el negocio del juego, pero no con el de la droga, pues sus ‘valores’ le impedían que se les vendiera alucinógenos a los niños en la puerta de los colegios.
Brando personificó al Don que no se manchaba el smokin de sangre a la hora de matar, forjador de una dinastía, la de los Corleone, basada en la unión de la familia y la lealtad.
“El Padrino” está dirigida como una perfecta sinfonía (no por gusto el padre de Francis, Carmine, quien dirigió la banda sonora, fue un respetado director de orquesta), y cada escena está estructurada con la precisión de un matemático. Es el caso de las secuencias paralelas en que Michael se convierte en padrino del hijo de su hermana, Connie. Mientras el sacerdote bautiza al pequeño en la tranquilidad de la iglesia, la cámara sigue minuciosamente los planos de los asesinatos de los principales jefes mafiosos, rivales de Michael, que a partir de ahora se convertirá en el nuevo Don.
El proceso psicológico en el que Michael Corleone (uno de los papeles mas sólidos en la carrera de Al Pacino, solo igualado por el de “Tarde de perros”) pasa de ser un joven introvertido que llega de pelar como un héroe en la Segunda Guerra Mundial, al jefe del clan Corleone es uno de los mayores logros del filme.
Los otros son, a saber: un guión al que no le sobre nada, el sabio montaje de William Reynolds y Peter Zinner (artesanal, como antes de la edición digital), la música de Nino Rota -épica y nostálgica a la vez-, y un reparto de grandes actores entre los que estuvieron acompañando a Brando, además de Al Pacino: James Caan en la piel de Sonny Corleone; Robert Duvall, como Tom Hagen (el ‘Consejero’), y una muy joven Diane Keaton como Kay, la esposa de Michael Corleone.
Mientras se preparaba “El Padrino”, las ventas del libro se iban disparando, hasta el punto de que antes de estar lista la película el libro ya había vendido medio millón de copias en su edición de tapa dura, y diez millones, en la presentación de bolsillo.
La Paramount, la compañía que produjo el filme, había designado dos millones de dólares para realizarla, pero ante el éxito del libro, Coppola y Albert Ruddy, el productor, convencieron a los ejecutivos de que desembolsara una cantidad mayor.
Coppola y Puzo desecharon la primera versión del guión (poco arriesgada) y se sentaron a trabajar una más literal de la novela, que se convirtió en la radiografía de la Cosa Nostra de origen italiano a fines de los 40, en EE.UU.
Pero la verdadera epopeya fue convencer a los ejecutivos de que le dieran el papel a Brando. Decían que ya su nombre no atraía al público y que sus últimas películas habían sido un fracaso. Es verdad que estaban hablando del exitoso protagonista de “Un tranvía llamado deseo”, “Nido de ratas” y “¡Salvaje!”, todas íconos de los 50, pero para los implacables ejecutivos del cine eso son pequeñeces: solo cuenta el sonido de la taquilla.
La tenacidad de Coppola (y del propio Mario Puzo quien había confesado haber pensado en Brando como Vito Corleone, mientras escribía “El Padrino”) revirtieron la mala hora de Brando. El otro candidato para quedarse con el personaje era Sir Laurence Olivier, pero el actor inglés lo rechazó por motivos de salud. Eso le dejó el camino despejado a Marlon Brando, quien demostró estar todavía en plena forma para darle un nuevo aire a su carrera.
El otrora joven y rebelde actor que encandiló a la generación de los 50 se vio por primera vez en el dilema de tener que hacer una audición para un personaje. Pero no fue una prueba convencional a la que se sometió. Albert S. Ruddy, el productor de “El Padrino”, la recuerda así: “Marlon se limitó a darse unos toques de maquillaje negro bajo los ojos, se hizo unas mechas grises en el pelo y se lo peinó hacia atrás, se dibujó un bigote, y se rellenó los mofletes con papel higiénico. Se quedó ahí sentado, dando sorbos a una taza de café y fumándose uno de esos puros italianos, sin hablar, tan solo poniendo diversas expresiones y ahí estaba don Corleone. Los de la Paramount quedaron impresionados al ver la prueba”.
El resto es historia. A Brando lo pusieron en manos de Dick Smith, un genio del maquillaje, quien no solo lo hizo envejecer, como el personaje requería, sino que logró un convincente arrugado de la piel con la aplicación de látex líquido alrededor de los ojos y en otras zonas donde se precisara el efecto. Es por ello que casi al final de la película, cuando Brando se ha convertido en abuelo chocho y consejero de su propio hijo, aparece casi irreconocible, como un verdadero anciano. Y no hay que olvidar que era un actor de solamente 47 años.
Luego está el asunto de la flaccidez y de la pérdida de tejido facial, para las cuales Smith diseñó una dentadura que tenía una banda de metal que se ajustaba al maxilar inferior de Brando y que modificaba su cierre bucal. Le añadió una sustancia gomosa en la mandíbula, para simular una papada, le tiñó el pelo de castaño oscuro y lo retocó con tonos grises. Todo lo “demás” lo puso Brando, y resultó una de las interpretaciones más impresionantes y convincentes de su carrera: el patriarca de una de las cinco familias más poderosas que controlaban la mafia en Nueva York. Una actuación que desmiente al director español Fernando Trueba cuando en declaraciones recientes afirmó que Brando era el “culpable de muchas de las enfermedades del cine contemporáneo”.
Para demostrar que no, hace falta darle un nuevo “pase” (como dicen en Hollywood) a esta sombría reflexión sobre la sociedad norteamericana que es “El Padrino”. Una película que pese a contar una historia repleta de crímenes y venganzas, también será recordada (contradictoriamente) por exaltar el respeto a la familia y sus propios códigos morales, dentro de los cuales el más fuerte es el apego y la lealtad a los demás miembros del clan.
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