Estoy en el aeropuerto de Ámsterdam, esperando el vuelo para Bolonia, que sale a las 20,40. Es decir en 3 horas.  Tengo tiempo y hago mis cosas. Respondo mail, observo las personas, pienso y en la medida del posible, respondo a mis propias preguntas. Con los años, nos encerramos un poco en nosotros mismos, sentimos, evocamos recuerdos, mientras la vida continua y tratamos de entender y entendernos. Un deporte poco practicado por los jóvenes, que tienen aparentemente más prisa. A mis años me encuentro en un vacío. Las jóvenes no me miran y las señoras de mi edad miran a los jóvenes. De nada me sirve dedicarme a correr detrás de fantasmas que para mí no existen y por eso, mi relación con la gente en los lugares públicos es siempre la de un observador y siguiendo las personas, percibo por un lado vanidad y por el otro miedo.

Estoy sentado donde termina una de esas correas sin fin che transportan a las personas y las veo pasar inmersas en su mundo. Muchos miran alrededor, muchos quieren descubrirse mirados. Una voz repite continuamente “mind your step” y desgraciadamente no puedo sentir las voces de la gente que pasa. No escucho esas conversaciones que todo llevan consigo mismo, pero intuyo algunos sentimientos y estados de ánimo. Siento por un lado la prisa, el cansancio, las preocupaciones, deseos y ansias. Alrededor mío hay un grupo de personas, hombres y mujeres concentrados en sus ordenadores, tableros y teléfonos y la relación que se entabla es intermediada por la tecnología y a distancia. El juego se ha desplazado desde el mundo inmediato a un universo distante e imperceptible para el observador y lo único que constatamos son algunas expresiones y emociones.

Una señora de unos 45 años, con sus anteojos consulta absorta el teléfono. Otra más joven lee algo siempre usando el teléfono. Un hombre, ya calvo, tiene su ordenador de pequeñas dimensiones y usa con afán el teclado. Sus mundos son paralelos. Están juntos y sin embargo separados por distancias enormes y barreras. Unas filas más allá una joven habla por teléfono. Lo hace en español con acento andaluz. No sé con quién charla, pero sonríe. Tiene las gafas en la cabeza, una blusa blanca y pantalones negros. Sus zapatos son negros y con la suela blanca. Todo hace juego y lleva un anillo en el anular de la mano derecha. Fuera de ella, nadie habla, nadie se mira o saluda. No hay ningún contacto y compartimos el mismo diminuto espacio. Las actividades son menos evidentes, por no decir ocultas y todo esto sucede, mientras una niña juega con la correa sin fin, corriendo en la dirección opuesta, como si intentase oponerse al pasar del tiempo.

Son ya casi las 18,10 de la tarde, dentro de poco oscurecerá. El cielo está nublado y hace un poco de viento. Hemos superado la mitad de octubre. No este, sino el próximo fin de semana, se cambia el horario y oscurecerá a las 17.30. La mortalidad aumenta durante los meses invernales y muchos ancianos mueren por problemas a las vías respiratorias. Quizás pierda otro amigo durante la estación fría y el sol se pone lentamente en el oeste, anunciando que la noche está llegando. Pero el regreso es siempre un partir y cada noche anuncia un nuevo día.