Red de Literatura y Cine
Publicado por Isabel Gómez Rivas
Ustedes los habrán visto en más de una ocasión, porque los ejemplares de esta especie no se esconden, todo lo contrario, si algo les encanta es dejarse retratar en sus nidales: son los periodistas bibliófilos. Estas aves de presa, también conocidas como los quebrantahuesos de la selva informativa, reciben con insospechada hospitalidad al vulgar plumífero volátil que trae el encargo de documentar su hábitat doméstico.
Disfrazados por una vez de mansos gorrioncillos, posan para la foto delante de unas ostentosas estanterías, invencibles aunque soporten el peso de miles de libros. Y no están todos los que son, por supuesto, porque los treinta mil volúmenes —quién los podría contar o fichar, explican, pero, a ojo de buen cubero, treinta mil por lo menos— desbordan la capacidad de cualquier domicilio.
Así que se ven obligados a abrir sucursales; ponen un piso a sus amantísimos o alquilan una cercana nave industrial, a donde es posible acercarse rápidamente en la terrible eventualidad de una urgencia bibliográfica. Procuran, eso sí, guardar siempre a mano las obras de consulta imprescindibles; y no extrañaría el caso del que acarreó a su despacho en la redacción del periódico los cuarenta y dos tomos en sesenta y cinco volúmenes de la Historia de España de Menéndez Pidal si no fuese porque los tochos son los apoyos del escritorio: ni siquiera con la ayuda de los ingenieros de caminos, canales y puertos, han logrado los naturalistas desentrañar el misterio de cómo se puede coger uno de los ladrillos sin que la mesa se desplome.
Si la historia patria es, presuntamente, la gran obsesión del periodista-bibliófilo castizo, la historia francesa lo es de algún pájaro de más altos vuelos. Este acaricia con fruición la colección completa de la primera edición de L’Encyclopédie y se estremece un pelín cuando pasa las páginas del Bulletin du Tribunal criminel révolutionnaire. Sea para olvidar tantas cabezas rebanadas por la guillotina o para moderar un poco el afrancesamiento, siempre un poco sospechoso en estos lares, su biblioteca guarda cientos de ejemplares escritos por o sobre Winston, que con esa familiaridad llama a Churchill, uno más de la familia, como quien dice. A William todavía no se atreve a tutearlo, pero, por favor, que nadie piense que faltan las baldas shakespearianas en su librería. Nuestra taxonomía no estaría completa sin incluir al ferviente lector de los maestros de la Antigüedad. «¡Plutarco, Plutarco!», clama, «Plutarco y una botella de Château Margaux». Ese profeta del apocalipsis que aguarda a las hordas de infieles, a las turbas revolucionarias y a los batallones de imbéciles atrincherado en su biblioteca con una escopeta del 12 cargada con cartuchos de posta lobera apoyada en la pared. El detalle de la escopeta, más que el gusto por el de Queronea, delata al clásico periodista en estos cotos.
Dado que el viejo Plutarco está secuestrado, ¿no habrá por ahí uno nuevo? Porque esta pandilla de rancios está pidiendo a gritos un Plutarco redivivo que escriba las vidas paralelas de cualquiera de ellos y la de Mesonero Romanos. Porque don Ramón, con el permiso del célebre bibliopirata Bartolomé José Gallardo, es el paradigma del periodista entregado a todas las variantes que puede adoptar la perversión bibliófila. Acumuló miles de ejemplares en un gabinete de mucho ringorrango que conocemos hasta el más mínimo detalle gracias al grabado que hizo Juan Comba y a la descripción de Manuel Bosch, ambos publicados en mayo de 1882 por La Ilustración Española y Americana, que consideraba sin duda aquel escenario digno de la admiración de sus lectores.
La biblioteca ocupaba dos habitaciones contiguas comunicadas por una puerta sin hojas. En la primera, geografía y viajes, lingüística, bibliografía, literatura española moderna y literatura extranjera. «Dos antiguas butacas de gutapercha y un pequeño velador, cubierto siempre de periódicos y de las últimas publicaciones literarias, completaban el mueblaje». La segunda estancia, el despacho propiamente dicho, guardaba las joyas más preciosas: la Colección de Autores Españoles de Rivadeneyra, los volúmenes de poesía y antiguo teatro español, una montonera de archivadores con los manuscritos de sus Escenas matritenses y del Manual de Madrid, más una colección de autógrafos de poetas y «los tomos de infinitas publicaciones periódicas, artísticas y literarias». La escenografía incluía candelabros de plata para iluminar el cuarto, una escribanía del mismo metal sobre el escritorio y grabados de tema histórico decorando las paredes. Mesonero colgó, además, los retratos que hicieron de él José de la Revilla y Rosario Weiss muy cerca de los bustos de Lope de Vega, Cervantes, Moratín y Quintana; debía de hacerle unas cosquillitas muy ricas en la vanidad aquello de colocarse en el mismo panteón que los grandes. Porque, nadie se engañe, aquello era un panteón y no extraña que los herederos terminasen queriendo deshacerse de él. Se las apañaron muy bien y por aquellos trastos sacaron veinticinco mil pesetas del año 1942 al Ayuntamiento de Madrid, que abrió con ellos un pequeño museo en las instalaciones que un día ocupó la Hemeroteca Municipal en la plaza de la Villa. «Realmente aquí no viene nadie», decía en 1967 el director, exagerando un poco, porque el año anterior el mausoleo había recibido cuatro visitas. Hoy, el escritorio, algún armario, los retratos, el tintero sin tinta y la salvadera sin polvos secantes se pueden ver, si alguien tuviese el extravagante antojo, en el Museo de Historia de Madrid en la calle Fuencarral, donde sirven para ilustrar el mal gusto que tenía para amueblar la aburrida burguesía decimonónica.
Jack el Decorador preguntaría: ¿Y qué se puede escribir mientras uno es vigilado por las cabezas de yeso de Lope y Cervantes que adornan las estanterías donde el bibliófilo entierra a las momias de la historia de la literatura amortajadas en cordobán? Mariano José de Larra contesta: Mesonero Romanos era un escritor de «cierta tinta pálida, hija acaso de la sobra de meditación, o del temor de ofender, que hace su elogio, pero que priva a sus cuadros a veces de una animación también necesaria. Esta es la única tacha que podemos encontrarle». Fígaro calzó el comentario en medio de un artículo que quería ser de bombo, porque, al fin y al cabo, el Curioso Parlante era compañero y amigo. Seguramente lo intentó de buena fe, pero no pudo evitar el alfilerazo con el que prendía no una crítica menor, sino una impugnación total al costumbrismo soso y bienqueda del colega, que veneraba el criterio de autoridad de los nombres grabados en oro en el lomo de sus libros tanto como el orden establecido. Está por saber qué es primero, si la bibliofilia engendra al cronista oficial de la Villa y Corte o es el moderantismo biempensante el que termina abarrotando una topera con una colección de mamotretos, pero la ecuación es infalible.
Larra no fue de los que escribía artículos recocidos en su despacho: «¿A quién no le habrá sucedido repetidas veces abrir un libro, leer maquinalmente y no poder establecer entre lo escrito y su cabeza ninguna especie de comunicación, cerrar el libro y no poderse dar cuenta de lo que ha leído? En estos casos, que muy a menudo me suceden, suelo echar mano del sombrero y la capa, y no pudiendo fijar mi atención en una sola cosa, trato de fijarla en todas; sálgome a la calle, éntrome por los cafés, voyme a la Puerta del Sol, a Correos, al Museo de Pintura, a todas partes, en fin». Él, en la calle; y en casa, muy pocos libros, como descubrieron los funcionarios que, después del pistoletazo, entraron en el piso de la calle de Santa Clara para hacer el inventario judicial de todos sus bienes. Todo lo anotaron: los muebles de caoba, los colchones de lana, el quinqué de bronce, el espejo con marco dorado, el barreño grande de Alcorcón y la tinaja de El Toboso, las camisolas de batista y el camisolín con chorrera, la saboneta, los alfileres de oro y la sortija de topacio, el paraguas de gro morado… El listado fue reproducido por Carmen de Burgos en su biografía de Fígaro, quien juzgaba que «da idea de una acomodada medianía, de un modesto desahogo; ni vive con estrechez ni principescamente», pero se abstuvo de hacer ningún comentario sobre los libros que había reunido, le debió de parecer mejor no llamar la atención sobre una biblioteca más que pobretona. El afrancesado tenía a mano, por supuesto, volúmenes de historia y literatura francesa, pocos, algo de Voltaire, Marmontel, Lamennais, La Rochefoucauld y Montesquieu; un romancero y seis tomos de las obras de Quevedo, acompañados de las poesías de Martínez de la Rosa, el Panorama matritense de Mesonero y las Memorias originales del Príncipe de la Paz componían prácticamente toda la sección de literatura española, ¡toda!; y a algunas comedias y óperas súmese un método para aprender inglés. Esos eran todos sus libros, algunos en holandesa, los más en rústica, y muchos folletos y pliegos que ni se había preocupado por llevar a encuadernar.
Alguien podría decir que su temprana muerte le impidió hacer la biblioteca de treinta mil volúmenes que todo gran periodista termina reuniendo. Cierto, y ahí estaría el quid, o por lo menos así lo entendió el mismísimo Mesonero Romanos: «Mientras que el intento de Fígaro fue principalmente la sátira política contra determinadas épocas y personas, el Curioso Parlante se contuvo siempre dentro de los límites de la pintura jovial y sencilla de la sociedad en su estado normal, procurando, al describirla, corregir con blandura sus defectos. Esto va en temperamentos, y el de Larra distaba lo bastante del mío para conducirle al suicidio […], mientras que a mí ¡Dios sea loado! me ha permitido emprender, a los quince lustros, las Memorias de un setentón».
La historia de la profesión tuvo aquí la deferencia de comenzar con dos arquetipos antagónicos para que todo quedase bien establecido y claro desde el principio, para que pudiésemos distinguir a los pájaros de la misma pluma y la misma escribanía que Mesonero sin necesidad de asomarnos a sus bibliotecas.
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