Saqueos, crueldad y democracia: el brutal fallo histórico de «Piratas del Caribe» con el código pirata Las reglas de los bucaneros distaban mucho de las que se muestran en la saga.

El cine es el cielo y el infierno de la divulgación histórica. Por un lado, acerca a los espectadores épocas desconocidas de una forma atractiva. Por otro, en ocasiones cae en tópicos y errores que desdibujan el pasado con el único objetivo de ganar en espectacularidad y amoldar la realidad al guión. Existen varios ejemplos en largometrajes como «Salvar al soldado Ryan» o «Titanic». Obras que, por otro lado, han hecho más por dar a conocer el Desembarco de Normandía y el «Buque de los sueños» que cualquier libro que podamos hallar en las estanterías de las librerías. Es lo que tiene, en definitiva, la gran pantalla.

Esto es, precisamente, lo que ha ocurrido con «Piratas del Caribe». Saga que, a pesar de que ha logrado dar una visión atractiva de los filibusteros del siglo XVII y XVIII en el Nuevo Mundo, también ha incurrido en severos errores históricos. De entre todos ellos, no obstante, uno de los que más destaca es la descripción que hacen del supuesto código de los ladrones de los mares. Según los guionistas del film, este se correspondería con una serie de normas comunes. Una «ley», como explicaba Keith Richards en la tercera película, ideada por Bartholomew y Morgan y que no se podía transgredir bajo ningún concepto.

La realidad, sin embargo, poco tiene que ver con la visión que ofrece la saga. Tal y como señalan historiadores como José A. Mármol Martínez en su popular dossier «El código de los piratas, ¿Mito o realidad?» o la autora Silvia Miguens Narváez en su obra «Breve historia de los piratas», la verdad es que cada buque filibustero contaba con sus propias normas impuestas por el capitán. En lo que sí acierta de lleno la saga es en que su incumplimiento en el bajel suponía ser severamente reprendido con castigos tales como ser abandonado sin comida ni agua en mitad de una pequeña isla o, en casos extremos, con el ahorcamiento.
Controvertida «democracia»

Para entender el funcionamiento de este código es necesario romper el mito que afirma que en un barco pirata regía la dictadura del capitán. Así lo explican, al menos, Peter Leeson en «The Invisible Hook: The Hidden Economics of Pirates» y George Mason en «The Golden Age of Piracy: The Rise, Fall, and Enduring Popularity of Pirates». En sus palabras, en estos bajeles los marineros no vivían sometidos a una tiranía. De hecho, los autores son partidarios de que el poder de los capitanes era limitado y que permitían a los miembros de la tripulación opinar en varios asuntos de gran importancia.

Así pues, y aunque para Leeson un barco pirata era «la organización criminal más sofisticada y exitosa de la historia», no se mantenía unido sobre el miedo y la violencia. Esto queda claro al observar que muchos miembros de la tripulación se ofrecían voluntarios después de haber servido como marinos, por ejemplo, en la «Royal Navy» inglesa. Siempre en palabras de este autor, era en el ejército, en los bajeles corsarios y en la marina mercante donde una buena parte de los capitanes dirigían a sus hombres como si de un ejército de esclavos se tratase.

Según Leeson, al tener autoridad total sobre la tripulación, no era raro que los capitanes de estos cuerpos se metiesen entre pecho y espalda raciones completas mientras sus hombres pasaban hambre o que, incluso, golpearan a los marineros a su antojo por considerarlos rebeldes. Algo impensable en los buques regidos por piratas. Por el contrario, y siempre según este autor, los filibusteros desarrollaron modelos que llegaron a ser precursores de las primeras democracias occidentales. Afirmación, por cierto, que ha provocado gran controversia en la comunidad académica.

Más allá de que fueran o no los adalides de la justicia social, la realidad es que los piratas adoptaron un sistema de poder dividido y limitado. Los capitanes, por ejemplo, contaban con una autoridad total cuando comenzaban los cañonazos. Sin embargo, una vez que acababan los sablazos era un oficial el que se encargaba de racionar los alimentos, vigilar que no se incumplieran las normas y dividir el botín. Lo más llamativo es que la jerarquía de estos navíos no se establecía por derecho natural, sino que -en la Edad de Oro de la piratería (durante los siglos XVII y XVIII)- era común que fueran elegidos por la propia tripulación.

Lo más habitual era que la asignación de los saqueos se hiciera atendiendo a las leyes del bajel y de forma relativamente justa. En «La República de los Piratas», el divulgador Colin Woodard llega a afirmar, por ejemplo, que un capitán pirata solo recibía el doble de riquezas que la tripulación, mientras que el mandamás de un barco corsario solía quedarse con un botín catorce veces más grande que el de los tripulantes a los que dirigía. A su vez, cuando surgían dudas con respecto al botín (o a cualquier otro tema) era -en palabras de Leeson- un tribunal elegido por los marineros el que se encargaba de solucionar la cuestión. La máxima era que un buen combatiente no tiene por qué ser un gestor adecuado.

Con todo, también es cierto que la otra cara de la moneda existía. Algo que explica Mármol al incidir en que era habitual que muchos marineros se unieran a las tripulaciones piratas obligados («porque su barco había sido asaltado y tenían que elegir entre hundirse con él o unirse a ellos») o que el capitán tenía que tener éxito en sus expediciones de saqueo para que los marineros le tuvieran respeto. Woodard, pese a todo, es partidario de que en la Edad de Oro abundaban desde los hombres de mar descontentos con el ejército, hasta los esclavos que se unían a los piratas sabedores de que «participaban como iguales en las tripulaciones».
Código pirata

La mayoría de autores (desde Mármol hasta Miguens pasando por el historiador Sergio López García -este último, en su dossier «Black Sails. La edad de oro de la piratería en el Caribe»-), coinciden en que el mito del código pirata común se forjó sobre las normas que regían cada uno de los bajeles filibusteros. Y es que, lo habitual era que cada capitán crease una «Charte-Partie» (un conjunto de leyes) que los marineros que decidiesen unirse a la tripulación debían jurar acatar. Este proceso se llevaba a cabo antes de zarpar para que todos los marineros supiesen de antemano las normas de conducta y los castigos que recibirían si las incumplían.

Según afirma Maura Brescia en «Selkirk Robinson: el mito a tres siglos del desembarco del solitario en la Isla Robinson Crusoe», «los códigos debían ser firmados y juramentados solemnemente por cada pirata a costa del honor, con su mano en una Biblia». Con todo, la ceremonia también podía llevarse a cabo usando armas, cráneos y un crucifijo.

A partir de entonces, era el intendente el que se encargaba de que las normas fuesen cumplidas y de castigar a todo aquel que las transgrediera de manera lo suficientemente severa como para que sirviera de ejemplo al resto de hombres.

A nivel general era común que las «Charte-Partie» incluyeran cláusulas en las que se explicaban los pormenores del servicio, la remuneración que cada pirata obtendría en caso de que se asaltase un bajel enemigo y hasta la compensación que se daría a un marinero que hubiese perdido una extremidad en acto de servicio.

«Asimismo se establecían premios por actos de sabotaje. Aquel que lograse arriar la bandera enemiga y colocar la insignia pirata en su lugar recibiría 50 piastras, el que capturase a un prisionero que proporcionara valiosa información ganaría 100 piastras», añade Brescia en su obra.

A día de hoy es difícil determinar quién fue el primer capitán que estableció un código pirata en su barco. Sin embargo, López García es partidario de que uno de ellos fue Bartolomey el Portugués, un bucanero nacido en Portugal que vivió en el siglo XVII y que creó unas normas para su tripulación que «usarían posteriormente John Philips, Edward Low y Bartholomew Roberts para establecer la futura República de los Piratas en Isla Tortuga y en Nassau». Brescia, por su parte, es partidaria de que una de las primeras descripciones de estas normas apareció en 1678 en «Buccaneers of América», obra escrita por el cirujano naval Alexandre Olivier.

En todo caso, los códigos más famosos y recordados a día de hoy son los de Bartholomew Roberts y John Phillips. «El Código de conducta pirata de Bartholomew Roberts [está formado por] una serie de artículos escritos en 1721 y [que están] basados en el Código de los Piratas de su predecesor Bartolomey Portugués. […] Este presentará las normas de conducta de la tripulación a bordo de su navío, junto la repartición de los bienes conseguidos con la finalidad de mantener la convivencia», señala, en este caso, López García. Miguens recoge en su obra cada una de las normas que formaban esta «Charte-Partie», cada una más curiosa que la anterior.


El código de Roberts

1-Todo hombre tiene voto en los asuntos del momento, tiene igual derecho a provisiones frescas o licores fuertes en cualquier instante tras su confiscación y pueden hacer uso de ellos a placer, excepto que la escasez haga necesario, por el bien de todos, su racionamiento.

2-Todo hombre será llamado equitativamente por turnos, según la lista, al reparto del botín (sobre y por encima su propia participación); se le permitirá cambiarse de ropa para la ocasión pero, si alguno defrauda a la compañía por valor de un dólar de plata, joyas o dinero, será abandonado a su suerte en el mar como castigo. Si el robo fuese entre miembros de la tripulación, esta se contentará con cortar las orejas y la nariz al culpable y lo desembarcará en tierra, no en lugar deshabitado, pero si en algún sitio donde se de por sentado que encontrará adversidades.

3-Nadie jugará a las cartas o dados por dinero.

4-Las luces y velas se apagarán a las ocho de la noche; si después de esa hora algún miembro de la tripulación se inclina a seguir bebiendo, puede hacerlo sobre cubierta.

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5-Mantener sus armas, pistolas y sables limpios y listos para el servicio.

6-No se permiten niños ni mujeres. Si cualquier hombre fuera encontrado seduciendo a cualquiera del sexo opuesto, y la llevase al mar, disfrazada, sufrirá la muerte.

7-En batalla la deserción del barco o sus camarotes será castigada con la muerte o al abandono a su suerte en el mar.

8-No se permiten las peleas a bordo, pero las disputas de cualquier hombre se resolverán en tierra, a espada y pistolas.

9-Ningún hombre hablará de dejar su modo de vida hasta que haya aportado 1.000 libras. Si para conseguirlo perdiera una extremidad o quedara impedido para el servicio, se le darán 800 libras extraídas del inventario común y por heridas menores, en proporción a su gravedad.

10-El capitán y su segundo recibirán dos partes del botín; el maestre, contramaestre y cañonero una parte y media, y el resto de los oficiales una parte y un cuarto.

11-Los músicos tendrán descanso el sábado pero los otros seis días y noches ninguno, a no ser por concesión extraordinaria.


Castigos

En caso de incumplir el código pirata, el transgresor podía ser castigado de múltiples formas. Las sanciones podían ser de todo tipo, sin embargo, las más habituales son descritas por López García en su mencionado dossier. Si la infracción era grave, lo más habitual era entregar al marinero a las autoridades más próximas, «en Jamaica o en la Habana».

También era habitual el «marooning», una práctica que sí se representa de forma adecuada en la saga «Piratas del Caribe». «Era un castigo que se le imponía a aquellos piratas, bucaneros y filibusteros que incumplían el Código Pirata. El “marooning” consistía en abandonar al individuo en una isla dejado a su suerte con una botella de agua, un poco de pólvora, arma y una bala para que se suicidara», completa el experto.

Brescia, por su parte, añade que si el castigado usaba esta bala para volarse la tapa de los sesos, su arma «quedaba maldita para siempre». En todo caso, aquellos que resistían el destierro podían ser recogidos por otros bucaneros o por las autoridades locales, que les consideraban desertores y les trataban como tal.

Mármol, por su parte, describe otros castigos en su completo artículo: «Usualmente el homicida era arrojado al mar atado a su víctima, mientras que otras veces se le dejaba en un islote rocoso para que se ahogase cuando subiera la marea».

En sus palabras, también se daban otros castigos menores que se basaban en la «privación de la parte del botín, el paso por la quilla, obligación de subir al palo mayor con mal tiempo y los latigazos». Aunque este último no solía aplicarse en demasiadas ocasiones. «Para las rencillas entre miembros de la tripulación, se hacían duelos a sable o a pistola, comúnmente hasta que uno de ellos resultaba herido», añade.

1-¿Cada pirata contaba con su propio código en su barco?

Aunque las reglas establecidas no eran muy diferentes, cada pirata esgrimía su propio código. Cada nuevo tripulante debía aceptar ese código y firmar, a modo de contrato, con su letra o marca. Era un requisito imprescindible a la hora de ejercer el derecho a voto en las asambleas, en las que se acordaba de qué manera se realizaría la expedición, la ruta a seguir, donde conseguirían vituallas y medicamentos, qué podría aportar cada uno o qué deberían robar y, según el aporte de cada uno al fondo común, cómo se repartirían las ganancias. Según contó uno de ellos, el pirata Alexander O. Exquemelin, en su libro Bucaneros de América, se pactaban aun las recompensas y premios a los heridos y mutilados, en dinero o en esclavos, dependiendo el valor si fuera brazo o pierna derecha o izquierda. Por ejemplo, la recompensa por la pérdida de un ojo, eran cien pesos o un esclavo. También juraban solemnemente no quedarse con una sola alhaja o bien no declarado, a quien resultara descubierto se le imponía un castigado y era separado del grupo.

2-¿En algún momento hubo un código común a todos los piratas?

A pesar de las características de cada uno, en 1721, el pirata galés Bartholomew Roberts, un año antes de su muerte, dictó un código que podría tomarse como general. Por medio de once ítems o artículos, instauraba pautas de conducta y ética. Por ejemplo, todo hombre tiene igual derecho a provisiones o a licores, a menos que la escases imponga un racionamiento; cada uno será llamado a solas y equitativamente para el reparto del botín o para imponerles castigo en el caso de robo, en que será abandonado a su suerte fuera del barco; nadie jugará por dinero; velas y luces se apagarían a las ocho de la noche y el que quisiera seguir bebiendo debería hacerlo en cubierta; no se permiten niños ni mujeres, cualquier hombre que fuera descubierto seduciendo al sexo opuesto a quien hubiese llevado al mar, disfrazada, sufriría la muerte; la deserción será castigada con la muerte o abandono; no habrá peleas a bordo, toda diferencia debe ser resuelta en tierra a punta de espadas o pistola; los músicos tendrán descanso solo los sábados, ningún otro descanso de día ni de noche los otros seis días de la semana.

3-¿Se solía cumplir el código pirata?

No siempre. Uno de los grandes casos de desobediencia, fue la de las piratas Anne Bonny y Mary Read. A los dieciséis años Anne Bonny se escapó de su buena familia irlandesa, se enamoró de un marinero, James Bonny, que pronto se apropió de la fortuna y plantaciones del padre de Anne. Huyeron en un pequeño barco y se instalaron en Bahamas, tierra de piratas gobernada por uno de los más importantes Woods Rogers que contrató a Bonny como informador y lo puso a viajar. Anne se enamoró del pirata Jack Rackman o Calicó. Cuando el gobernador de la isla la acusó de adulterio, vestida de hombre, Anne se embarcó con Calicó y se dedicaron a la piratería. Cierto día, robaron un barco alemán entre cuya tripulación surgió un muchachito delicado y hermoso con el que Anne estableció vínculos afectivos. Rackman la dejó quedarse con él pero pronto, celoso, pidió explicaciones y supo entonces, que se trataba de una mujer, Mary Reed. Vestidas de hombre y actuando como tales, siguieron con Jack hasta que el barco fue capturado. Fueron condenadas a muerte y al fin liberadas y se les perdonaron delitos, entre ellos el de incumplir el código pirata, porque, estando Anne embarazada, ambas increparon fuertemente al juez: “Abogamos por nuestros vientres, señor”.

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