Nunca dejé de pensar en ella, la poesía. Era una verdadera obsesión. Siempre llevaba en mi bolsillo derecho un libro de poemas, que cambiaba regularmente y leía los mismos versos una y otra vez hasta aprenderlos de memoria. A menudo, los leía en alta voz para sentirlos mejor y así pasaban las horas y los días. Una vez, viajando, después de haber llegado a un nuevo pueblo directamente desde la estación, en una plaza, sentado en un banco, me puse a leer un poema de César Vallejo y después de unos minutos, una persona que no podía ver, porque estaba detrás de mí, recitaba conmigo el mismo poema. Cuando terminé, me di vuelta para saber quién era y descubrí un personaje, más o menos de mi misma edad, vestido con un sobretodo gris y un sombrero, pantalones oscuros y zapatos negros, que me dijo que César Vallejo era su poeta preferido, mientras se sentaba a mi lado, tendiéndome la mano.

Hablamos por una media hora, lo escuché atentamente y descubrí que éramos del mismo país y teníamos un pasado en común. Él estudiaba literatura y yo psicología, en ese entonces. Me preguntó si estaba de viaje y le respondí positivamente y me dijo que él estaba hospedado en una pequeña pensión cerca de la estación, donde además le daban de comer dos veces al día, desayuno y cena y que si no tenía un lugar para quedarme, que podría acompañarlo y seguramente los precios serian favorables. Tome mis cosas y nos fuimos juntos hacia la estación, atravesando un parque.

Mientras caminábamos, me preguntó si escribía y le dije que sí. Escribo poesías y agregó rápidamente que tenía un amigo, que también escribía y que después de cena podríamos encontrarlo. En la pensión, al llegar, nos saludó la dueña y me preguntó por cuantos días me quedaría, le dije que no sabía exactamente, pero que podría ser una semana o más. Me miró sonriendo y exclamó que yo le parecía una persona buena y además simpática. Me alojó en la cámara al lado de mi “amigo” y nos dijo que la comida estaría lista en pocos minutos.

Entré en el cuarto, puse mi maleta en el suelo, observé todo detalladamente, la puerta, el lecho, el espejo y las paredes blancas, la ventana que daba a un jardín y la tarde que moría lentamente. Mi amigo me dejó por un momento para que me acomodase, diciendo que pasaría a buscarme en pocos minutos, ya que a la patrona le gustaba la puntualidad, sobre todo a la hora de cena. Pasaron pocos minutos y golpeó la puerta y fuimos juntos por largo pasillo hasta el comedor, donde había un grupo de personas listas para comer.

Nos sentamos y la dueña me presentó como el nuevo inquilino y agregó que era un poeta. Una joven sonriendo me pidió que le recitase una poesía y otros de los comensales la siguieron en su petición. Sin pensarlo, recité una de mis poesías que hablaba de una mesa, el pan, la comida, las flores que la decoraban y terminaba diciendo que compartir el pan era siempre un gesto de amor. Algunos aplaudieron, otros pidieron que siguiera, pero la patrona, nuevamente sonriendo, dijo que tendríamos tiempo para escuchar otras poesías y que era mejor comer, agradeciendo a los presentes, al pan y la comida por esta magnífica posibilidad de compartir fraternamente los sencillos alimentos que su cocina podía brindarnos en esta ocasión. Comimos en silencio una ensalada, una sopa de verduras y un plato de arroz y al terminar la cena, cada uno de los comensales retiró de la mesa sus platos, dejando todo listo para el desayuno, que como decía la patrona: mañana será sin duda un día mejor.