Alejo Urdaneta
Lo infinito
(Un extracto del libro: Forma e intenciones del lenguaje, de Alejo Urdaneta, publicado en julio de 2009 por Ediciones Giluz.
Caracas, Venezuela)
“Todo hombre es libre de ir o de no ir a ese terrible promontorio del pensamiento desde el cual se divisan las tinieblas. Si no va, se queda en la vida ordinaria, en la conciencia ordinaria, en la virtud ordinaria, en la fe ordinaria o en la duda ordinaria; y está bien. Para el reposo interior es evidentemente lo mejor.
Si va a esa cima queda apresado. Las profundas olas del prodigio se le han mostrado. Nadie ve impunemente ese océano. Desde ese momento será el pensador dilatado, agrandado, pero flotante; es decir el soñador. Un extremo de su espíritu lindará con el poeta y el otro con el profeta. Cierta cantidad de él pertenece ahora a las sombras. Lo ilimitado entra en su vida, en su conciencia.
Se convierte en un ser extraordinario para los otros hombres, pues tiene una medida distinta que la de ellos. Tiene deberes que ellos no conocen”.
Victor Hugo: Shakespeare
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En todos los caminos que se abren a la percepción y el conocimiento, el ser humano advierte que hay un tono de perfección en la idea, la forma y la armonía de la palabras que pretende componer; y sin embargo percibe también que más allá de la limitación formal hay otra categoría. Ha descubierto dentro de sí mismo lo sublime, algo superior que le produce la sensación de lo informe e ilimitado: el caos, o lo infinito, puede llamárselo. Se desconcierta ante lo que ha llegado a su percepción consciente pues valora su propia insignificancia; pero todavía reflexiona y esas sensaciones de angustia y vértigo son puestas bajo el control de su razón, para señalarle que posee la superioridad moral sobre lo ilimitado; y entonces asume el dominio y logra que lo infinito entre en el hombre y se aposente en su ambigua naturaleza. Ya la idea no le es extraña y esa nueva percepción de lo inalcanzable queda en su conciencia. Los dualismos se conjugan en la unidad sintetizada: Nóumeno y fenómeno se entrecruzan, razón y sensibilidad se tocan, y para hablar de lo inefable e infinito, y comunicarlo (o querer comunicarlo), no puede servirse de la lengua cotidiana. No es posible trascender con el lenguaje sus propios límites para decir lo absoluto, porque ese límite es el mundo, y todo lo que exceda esa realidad queda en lo místico; pero el hombre, y todavía más el artista, extiende su poder hacia la cima inalcanzable, y quiere comprender con su esfuerzo espiritual todo el mundo, inclusive el que se escapa de su percepción. Recurre entonces a las reservas ocultas que sólo mueve el inconsciente, y con los giros poéticos del ingenio puede participar del infinito por un instante que se extiende y sostiene en el espíritu por todas sus emociones, para hacer de ese instante de deslumbramiento su propio sentido de lo inabarcable. Ya el arte y la palabra rompieron sus diques formales y se confunden con la res extensa cartesiana.
Los procesos inconscientes que logran la creación de la obra de arte están cargados de la sensación imprecisa de lo infinito. Ese impulso creativo fue llamado por Alejo Carpentier el horror al vacío, a la superficie plana. El escritor cubano coloca en el arte barroco la presencia de lo inabarcable, y lo dice desarrollando en concepto esa indeterminación: núcleos proliferantes que se expanden llenando el espacio. Un arte en movimiento que se observa en las obras calificadas dentro del espíritu barroco, como lo hacen la arquitectura o la escultura barrocas con obras como Éxtasis de Santa Teresa, de Lorenzo Bernini, en la que el mármol de la túnica que cubre a la santa en el éxtasis místico-amoroso, toma la apariencia del movimiento y se muestra en dobleces convulsivas, que representan los espasmos del cuerpo de la mujer sufriente de pasión y que espera ser penetrada por la flecha del ángel iluminado.
La literatura también tiene su especial sentido de lo infinito, su propio barroco. El conceptismo y el culteranismo literario español dan fe de la presencia del espíritu barroco en las letras. Quevedo, en el Conceptismo, y Góngora, en el Culteranismo, son las figuras más importantes de ambas vertientes. El culteranismo, representado por Góngora, se preocupa, sobre todo, por la expresión, mediante el recurso de latinizar el lenguaje y el abundante empleo de metáforas e imágenes. La latinización del lenguaje se logra fundamentalmente mediante el uso intensivo del hipérbaton y el gusto por incluir cultismos y neologismos. Pero sobre todo se destaca el uso de la metáfora como la base de la poesía culterana. El encadenamiento de metáforas o series de imágenes propone la huida de la realidad cotidiana para instalarnos en el universo idealizado de la poesía.
¿En que momento se hizo barroca la expresión literaria? La literatura representa al ser humano en su circunstancia vital: la vida en sociedad, los conflictos interpersonales, el poder político como contraposición del individuo. Hasta el siglo XIX los principios estéticos de la obra literaria respondían a la norma fundamental de la armonía, y el escritor era espectador de su entorno que realizaba su propia existencia en la obra del ingenio. Trágicamente cambió el sentido de la relación humana y el arte exigió al artista participación, y de ese nuevo escenario surgió un arte imperfecto y pujante, que excedía los límites regulares de la expresión. El lenguaje literario introdujo una desarmonía fecunda que comprendía la esencia del hombre nuevo, y así Balzac describió a la sociedad de su tiempo y lo hizo con el desbordamiento de las formas, hasta llegar a crear un mundo distinto y propio de una comunidad determinada. La desarmonía de este universo heterogéneo trajo después a Kafka y su expresión absurda y dislocada, y con Proust y Joyce el espíritu agitado dio lugar a un lenguaje barroco y exhaustivo. La fría lucidez del clasicismo fue sustituida por un caluroso modo de sentir y decir.
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Nada del barroco con su enrevesamiento de formas e ideas puede ser objetado, si sabemos que un monje de San Millán de la Cogolla, en La Rioja, hace más de un milenio, puso en el margen de un manuscrito en latín lo que parecía una jerga incomprensible. En ese lugar, hoy patrimonio de la humanidad, se escribieron las primeras palabras en castellano. El monje hallaba dificultades en la comprensión de un texto latino y anotó en los márgenes su traducción en la lengua romance, un latín popular que, evolucionado, hoy conocemos como el castellano.
En ese momento se inauguraba un idioma distinto, pero no era una improvisación lo que hacía el monje, pues esa lengua venía tomando forma e idea por muchos siglos, al lado del puro latín amenazado de corrupción por el atrevimiento del Abad.
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Todas estas formas de comunicación buscan el infinito de la expresión verbal, más allá de la perfección y equilibrio armónico del clasicismo. Y en esa misma línea, barroco es también Shakespeare en su comedia Sueño de una noche de verano.
Pero todavía hallamos en las obras del presente esa tendencia del espíritu. Muchas de las novelas de Alejo Carpentier están fundadas en la tendencia expresiva del barroco. Baste citar El Siglo de las Luces o Los Pasos Perdidos como ejemplos magníficos de la presencia avasallante de lo infinito. También Gabriel García Márquez ha trazado su mundo barroco y ha enlazado esos núcleos proliferantes con el realismo mágico, tan notable en la novela Cien Años de Soledad. De igual manera, las novelas de William Faulkner contienen todas las características del barroco. Es la expresión literaria que necesita llenar lo incompleto, cultura de la voracidad de las ideas que rodean los temas, lo intertextual que se presenta como las nervaduras de una catedral que prolifera más y más en su compleja estructura.
Las palabras son abstracciones y designan experiencias del hablante; y cuando el hombre desea expresar lo que hay de privado y exclusivo en tales experiencias, es necesario recurrir a un lenguaje que el vocabulario y el discurso ordinario no pueden transmitir. Se impone entonces la tarea consciente de dar a la palabra común un sentido más puro. La combinación de las palabras purificadas permite al escritor develar el nivel simbólico de la experiencia que, aún siendo común a todos, tiene valores plurales de significación. Con ello, el escritor construye realidades sensoriales y concretas, penetradas por el sentido de lo inefable y el misterio del espíritu.