Red de Literatura y Cine
Mapa para huir de una ciudad agonizante
Una revisión del libro póstumo de Guillermo Cabrera Infante 'Mapa dibujado por una espía'
REINALDO GARCÍA RAMOS
Miriam Gómez, la viuda del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), desde hace algunos años está dando a la imprenta ciertos manuscritos que su esposo dejó sin publicar.
Una labor encomiable, sobre todo porque a ella no debe resultarle fácil ni ligera esa confrontación con el pasado de ambos. Tras la pérdida de todo ser querido, remover las vivencias comunes resulta siempre muy penoso. Además, no sólo se trata en este caso de un hombre que ella amó a plenitud: volver a los papeles y notas del difunto equivale también a evocar la existencia de un individuo multifacético que siempre buscaba sorprender, un escritor dominado por el afán de expresarse de manera insólita, alguien que concebía su vida como una prolongación de sus propios mitos y obsesiones; un individuo que después de muerto nos sigue mostrando aspectos insólitos de sí mismo. Pero entrar de nuevo en contacto con esos recuerdos debe ser para ella un deber grato también, una forma de reconocer y apreciar en su justa medida un legado inolvidable.
Gracias a ese esfuerzo, los lectores y estudiosos podrán tener un conocimiento más completo de la obra de Cabrera Infante, tanto en lo que este consideró terminado como en lo que estaba aún en proceso de definición.
En ese esfuerzo de Gómez por dar a conocer nuevos textos literarios de su esposo se han publicado hasta ahora tres libros: La ninfa inconstante (2009), Cuerpos divinos (2011) y Mapa dibujado por un espía (2013). Los dos primeros fueron recibidos en general con interés y respeto, pero también con mesurado entusiasmo. Ninguno de los dos alcanza los niveles de vigor literario que tienen las narraciones capitales de Cabrera Infante (como Tres tristes tigres o Vista del amanecer en el trópico, entre otras); da la impresión de que son textos en proceso, que aguardaban una revisión final del autor. En el presente artículo quiero referirme al tercero de los libros, Mapa dibujado por un espía, que apareció hace unos meses, publicado por la Editorial Galaxia Gutenberg, de Barcelona, y es en mi opinión el más impactante y trascendental de los tres.
Ante todo, hay que decir que no es una obra de ficción en sí, sino una mezcla de diario y lúcida crónica, unas memorias personales donde Cabrera Infante deja constancia de lo que le ocurrió en Cuba en el verano de 1965, durante lo que sería su último viaje a ese país. De ahí que tenga un enorme valor documental: contiene un testimonio detallado sobre lo que hizo el autor durante esa visita, pero también sobre múltiples aspectos de la vida cotidiana de los cubanos en ese momento, en particular los habitantes de La Habana. Y además, esa visita de Cabrera Infante a la Isla ocurrió en un período decisivo de transformación del régimen castrista, cuando el llamado “proceso revolucionario” se estaba consolidando velozmente como sistema autocrático y dictatorial.
El libro se abre con una Nota del editor, Antoni Munné, en que este señala, entre otras cosas, que ha respetado al máximo la “literalidad” del manuscrito. Aclaración retórica, valga apuntarlo, pues cualquier lector detectará al primer golpe de vista los innumerables errores de todo tipo que lastran el texto. La mayoría de esos obvios errores se podría haber subsanado fácilmente sin alterar para nada la integridad del contenido, pues son descuidos que cualquier escritor comete normalmente en un primer borrador y con toda seguridad Cabrera Infante los habría corregido antes de enviar este libro a la imprenta. Por ejemplo, en la página 159 hay cinco líneas sucesivas en que la palabra “cosechas” se repite cinco veces; en la página 339 hay tres líneas también sucesivas en que la palabra “policía” se repite cinco veces. Tal parecen casos extremos para un manual de incorrecciones de estilo.
También hay faltas de otra índole, oraciones raras, incompletas. Los nombres propios no están comprobados ni uniformados (el dramaturgo Abelardo Estorino aparece un par de veces como José Estorino) y la “Guía de nombres” que figura al final del volumen contiene datos incorrectos, parciales o no actualizados; podría ser más exhaustiva y esclarecedora. Además, en la página 8 Munné alude a “la explosión del llamado ‘caso Padilla’” como si ese acontecimiento hubiera ocurrido en 1968, cuando en realidad el arresto del poeta Heberto Padilla y el escándalo internacional que ese arresto generó sucedieron en 1971 (lo que había sucedido en 1968 fue la publicación del libro de Padilla, Fuera del juego).
¿En qué consistió entonces el trabajo de este editor? El propio Munné admite que el texto contiene numerosas “repeticiones, construcciones forzadas e incluso incorrecciones, fruto de la escritura apresurada y conscientemente provisional”. Pero una cosa es respetar la integridad del contenido de un original, y otra muy distinta es presentarlo a sabiendas con todas sus faltas gramaticales, de redacción y de estilo. Está muy bien que no se haya cambiado ni omitido nada de la narración en sí, pero los errores obvios de lenguaje y de estilo deberían haberse reparado. Habría sido un gesto muy amable y justo para con el autor y habría permitido una lectura mucho más serena y agradable.
Después de esa Nota del editor aparece un extenso “prólogo” del propio Cabrera Infante en que este describe a un personaje llamado Aldama, caracterizado por el narrador como un sinuoso agente de la policía política cubana que estaba encargado de vigilar a los funcionarios de la embajada en Bruselas. Dicho “prólogo” está en mi opinión muy logrado como narración en sí, la imagen de Aldama se queda impregnada en la imaginación del lector, pero el texto no se integra al resto del libro, o se integra a regañadientes; más bien parece un fragmento de otra versión de estas memorias; tiene un tono más emparentado con el de un thriller y se lee como un pasaje de novela de espionaje.
El propio editor señala que existen apuntes para otra variante de estas memorias y dice que Cabrera Infante (con su conocida propensión a la ironía) la titulaba Ítaca vuelta a visitar. Es muy posible que el autor haya trabajado paralelamente en esa o en otras variantes de estos recuerdos y que en esas otras concepciones haya querido reconfigurar los hechos dentro de un marco de aventura policial, al estilo de un Dashiel Hammet o Le Carré (de ahí el título, Mapa dibujado por un espía, que sugiere un roman noir, género que él admiraba). En cualquier caso, lo cierto es que la historia de Aldama tiene una factura literaria muy distinta a la del resto del libro y, tal como figura en esta edición, se lee como algo casi totalmente independiente.
La verdadera médula del libro se inicia inmediatamente después de ese “prólogo” y a partir de ahí la narración avanza con gran fluidez y unidad hasta el final del volumen, como un solo texto corrido en tercera persona, en el cual la palabra “él” corresponde al propio Cabrera Infante. La acción comienza en 1965 y en Bruselas, donde el autor se desempeñaba entonces como representante diplomático del régimen de Fidel Castro. Ese año, cuando estaba por tomarse unas vacaciones de verano, el narrador recibe un aviso de que su madre está muy enferma en La Habana y se teme lo peor, de lo cual deduce que en realidad ella está agonizando o ya ha fallecido. Decide volar de inmediato a la capital cubana y hacer una visita que debía durar tan solo unos días. Recordemos que esto ocurre cuando Cabrera Infante ya había recibido el Premio Biblioteca Breve por su novela Tres tristes tigres y aguardaba de un momento a otro la aparición del libro: tras su viaje a Cuba tenía que regresar pronto a Europa, para el lanzamiento de la edición y las actividades de promoción que ya estaba preparando la Editorial Seix-Barral de Barcelona.
En la descripción de ese viaje “a la semilla” y ese reencuentro suyo con La Habana, una ciudad de la que había estado ausente tres años, así como en el relato del entierro de su madre y los incidentes de esos días, el autor hace gala de sus dotes de narrador ameno, preciso, factual, sin rebuscamientos. No muestra una “ausencia de estilo”, como dice el editor, sino un control premeditado de la expresión. Capta con nitidez el acontecer externo, el color local, pero esa observación lo inquieta, y por momentos lo sobresalta, a medida que descubre que la realidad cotidiana que lo rodea no le resulta alentadora. No reencuentra el panorama urbano que él recordaba (y que en gran parte inmortaliza en sus obras narrativas), sino un pavoroso espectáculo de desgaste, escasez material y desánimo. En la página 61, poco después de llegar a la ciudad, se sienta en la terraza de sus padres en El Vedado, uno de los barrios habaneros más agradables y mejor conservados, y tras contemplar el panorama apunta, aludiendo al final a una famosa película de Hollywood:
“Vio venir más gente y se ajustó los anteojos. Observó el paso regular pero cansado, los brazos fláccidos a un lado, el aire lacio, y todos le parecieron como agobiados por un pesar profundo. Podía ser el sol de las tres de la tarde, pero siempre había habido sol en Cuba y esta gente eran de todo: cubanos viejos, de mediana edad y jóvenes. Y todos caminaban igual. Ya supo qué parecían: ¡los zombies de Santa Mira en la ‘Invasión de los muertos vivientes’!”
Unos días más tarde se dispone a regresar a Bélgica. Cuando ya estaba en el aeropuerto, a punto de abordar el avión, recibe una llamada de Arnold Rodríguez, el viceministro de Relaciones Exteriores, quien le comunica oficialmente que no debe embarcarse en ese vuelo, porque al día siguiente está citado a una importante reunión con el ministro de ese ramo (el también escritor Raúl Roa). El autor acata las instrucciones que le da Rodríguez, no sube al avión y a la mañana siguiente acude a la cita, pero se encuentra con que el ministro está ocupado y no lo puede atender: la reunión que había impedido su regreso a Europa no se celebra ese día ni en los días subsiguientes. Una situación que haría las delicias de Milan Kundera o de cualquier otro narrador de Europa Oriental que haya vivido en carne propia las siniestras artimañas del estalinismo.
En ese instante definitorio el libro se agiganta de golpe y se convierte en un documento estremecedor. El narrador se da cuenta enseguida de que aquella llamada no había sido una ocurrencia casual ni un capricho de nadie, sino que respondía a las órdenes de alguna instancia del gobierno que quería retenerlo en la Isla. Y no le cuesta mucho trabajo sospechar que esas órdenes provenían de la Seguridad del Estado, la institución de Inteligencia a la cual todo el aparato estatal obedecía sin chistar. En ese momento, el narrador se reconoce como un ciudadano vulnerable más, sujeto a un peligro real e inmediato. Llevaba varios años viviendo en Europa como diplomático, amparado por esa condición y favorecido por esos privilegios, alejado de los incidentes diarios del país, y ahora se da cuenta repentinamente de que el ambiente político interno de Cuba se había transformado por completo, que había ocurrido una reducción brutal de la dignidad civil y que ahora bastaba una vuelta fortuita de los dados sobre el tapete arbitrario del poder absoluto para que las perspectivas inmediatas de cualquier individuo cambiaran de golpe:
“¿Qué cargos había contra él? ¿De dónde provenían las acusaciones directamente? ¿Hasta dónde llevarían las sospechas y cuánto tiempo tardarían en convertirse en cargos reales? No lo supo entonces, pero por primera vez desde el triunfo de la Revolución tenía miedo y comprendió lo que era ser una víctima del poder totalitario.” (págs. 182-183)
En ese momento comienza su recorrido por dependencias y oficinas del aparato estatal, con la esperanza (y, en gran medida, la ilusión) de aclarar su situación, reinsertarse en la “normalidad” o al menos recobrar cierto prestigio político ante las autoridades del país. Esas gestiones lo llevan a descubrir muy pronto que está atrapado en un limbo sin ley, una tierra de nadie en la que el gobierno coloca a todo el que considera no fiable o “apestado”. La sustancia primordial de este libro radica, a mi modo de ver, en esa lucha que él emprende entonces, como individuo desamparado, a la manera de un personaje de Kafka, reclamando equidad o simplemente explicaciones lógicas de su situación. Pero en ese proceso, Cabrera Infante llega también muy pronto a la determinación de que, si logra salir otra vez de Cuba, romperá con el castrismo y se irá al exilio. Como sabemos, cierto tiempo después logró abandonar el país, se instaló finalmente en Londres y jamás regresó a su tierra natal.
Esa sensación de “no persona”, de haberse convertido de pronto en un individuo menospreciado y desprotegido, la habían tenido ya muchísimos otros cubanos, pues las tendencias intolerantes y represivas del gobierno y del sistema unipartidista habían empezado a manifestarse desde años atrás. Aún estaba fresco el recuerdo de “PM” (un documental de 1961 sobre los bares que todavía existían entonces en algunos barrios populares de la capital), el cual había sido prohibido por las altas esferas, acusado de mostrar aspectos de la realidad que el gobierno quería ocultar o ignorar. La prohibición de ese breve cortometraje realizado por el hermano del autor, Sabá Cabrera Infante, y por Orlando Jiménez Leal, había desencadenado una polémica en los círculos intelectuales sobre las libertades intrínsecas del arte y había motivado las connotadas reuniones de 1961 en la Biblioteca Nacional entre la dirigencia castrista y ciertos artistas y escritores, las cuales apaciguaron los ánimos momentáneamente, pero no dieron lugar a modificaciones sustanciales en el discurso autoritario del régimen ni en su política de excluir a todo aquel que no mostrara sumisión.
La prohibición de “PM” estuvo relacionada con otro hecho que afectó directamente al autor: el cierre de Lunes de Revolución, un semanario cultural que el propio Cabrera Infante dirigía y que durante años se ocupó de temas de arte y literatura cubana y extranjera, y se hizo eco de obras que se apartaban de los postulados del realismo socialista propugnados por el gobierno.
Uno de los aspectos admirables de estas memorias es que el autor deja buena constancia de la terrible disyuntiva en que se encontraban los intelectuales y artistas de su generación: la de acatar o criticar. En el libro se describen varios abusos del gobierno y se alude a la responsabilidad que debió incumbir a los intelectuales y artistas reconocidos, quienes estaban llamados a juzgar los hechos y servir de conciencia crítica, pero también se admite que era muy difícil o imposible provocar en la práctica un cambio en el rumbo de los acontecimientos. Cabrera Infante describe esa disyuntiva en varios pasajes de este libro con franqueza y no intenta edulcorar la realidad en ningún sentido. Alude a las tendencias intolerantes del gobierno y menciona algunos de los hechos que revelaban esas tendencias, como el cierre (ese mismo año de 1965) de las Ediciones El Puente, un proyecto no estatal que había servido de vehículo a un numeroso grupo de escritores muy jóvenes de la primera generación surgida después de la toma del poder por Fidel Castro en 1959. En la página 344, por ejemplo, el autor apunta entre otras cosas que “la Revolución (…) hacía casi imposible la vida a los antiguos miembros del grupo El Puente”.
En Mapa dibujado por un espía se deja constancia también de otros desmanes y excesos del gobierno que en 1965 ya estaban en pleno auge, como la discriminación contra los homosexuales, instigada por los organismos políticos del castrismo en los centros de estudio y de trabajo del país. Esa fobia del castrismo contra los homosexuales había empezado mucho antes, casi desde el principio del nuevo régimen: en 1960, durante el Primer Encuentro de Poetas Cubanos en Camagüey, organizado por Rolando Escardó, el General español Armando Bayo, quien era entonces un personero del gobierno, lanzó en público diatribas contra la homosexualidad (por suerte, la pintora Loló Soldevilla estaba presente y tuvo el coraje de responderle). Pero el carácter represivo del gobierno no cesó nunca de acentuarse. Una de las medidas más notorias y dañinas del castrismo se había adoptado en 1964, un año antes de la visita del autor a Cuba, cuando se crearon las UMAP, Unidades Militares de Ayuda a la Producción, campos de concentración adonde fueron enviadas miles de personas a la fuerza, por el solo hecho de tener creencias religiosas o ser gay, o por no patentizar obediencia incondicional al régimen.
Entre los escritores y artistas que eran amigos del autor de este Mapa había muchos gays. El libro contiene varias escenas en que estos acuden a casa del narrador para darle noticias de esa persecución; se mencionan, entre otros sucesos escandalosos, las asambleas de “depuración” de homosexuales en varias universidades. Ante esos hechos, el narrador aconseja siempre a sus amigos que actúen con cautela, les pide que no adopten en público ninguna actitud de oposición ni de crítica. Así lo admite en la página 86, donde cuenta una visita que le hacen varios escritores amigos suyos, entre ellos Arrufat, Calvert Casey, José Triana y Piñera (este último había estado encarcelado en 1961 por homosexual). Cuando Arrufat le anuncia durante esa visita que “pensamos hacer una manifestación a Palacio con cartelones y todo”, para protestar contra la persecución de los gays, el autor responde:
“No se debe hacer ninguna manifestación pública. (…) Se trata ya de una manifestación pública contra una medida del Gobierno. Es decir, de un acto contrarrevolucionario. Además de que el pueblo le dará la razón al Gobierno. Aquí, todos, revolucionarios y contrarrevolucionarios, padecen del mismo complejo machista y están absolutamente en contra de los homosexuales, sean quienes sean.”
En general, Cabrera Infante describe esas tendencias represivas del gobierno con natural alarma, dentro del círculo privado de sus amigos, pero no parece percibir plenamente la gravedad de esos hechos como indicios de un vuelco permanente en la política del sistema, ni destaca la dramática importancia que tendrían esos abusos como precedentes para la evolución a largo plazo de la justicia social en el país. Toma nota de la represión como si esta fuera un aspecto más del acontecer cotidiano, un incidente localizado en el tiempo; no caracteriza esos actos represivos como lo que eran en realidad: violaciones de los derechos fundamentales de la persona humana que a la larga afectarían medularmente la calidad del régimen.
En el libro se reproducen varias conversaciones que el autor tuvo sobre estos temas con diversas personas durante su permanencia obligada en La Habana. En esas conversaciones se expresa la delicada situación en que se encontraban en ese momento los intelectuales y artistas cubanos: se daban cuenta con perplejidad de las tendencias represivas cada vez más violentas y extremistas del castrismo, pero se sentían desarmados ante una realidad dominada por la demagogia, el dogmatismo, el discurso autocrático y la militarización de toda expresión política.
En las páginas 247-248, el autor cuenta una visita que le hacen la activista Martha Frayde y su pareja, Beba Sifontes. Se encontraban presentes en esos instantes Virgilio Piñera, Antón Arrufat y Oscar Hurtado. A todos, Frayde (cuyo nombre de pila aparece sin la “h” en el libro) los increpa en estos términos, y recordemos que en este libro la palabra “él” identifica al narrador, es decir, al propio Cabrera Infante:
“—¿Por qué no son ustedes más militantes? (…) Es a ustedes los intelectuales a quienes les toca llevar la bandera de la militancia. (…) La verdadera militancia, que es cuestionarlo todo y pedir explicaciones al Gobierno por lo que hace mal. (…) Lo que ustedes tienen que hacer es enfrentarse con la realidad. (…) A que no se atreven ustedes a asumir sus responsabilidades como intelectuales que son.
—Ya eso lo hicimos una vez —dijo él— en la Biblioteca Nacional y fuimos derrotados ruidosamente por el enemigo. Ahora no queda más que vivir sin el menor ruido posible.”
Más adelante, en las páginas 297-298, el autor recuerda otra conversación que sostuvo con Arrufat en La Habana durante esos días, y constata esa impotencia política de su grupo con más dramatismo aún:
“Antón había estado en lo cierto, [al decir] que a Cuba le esperaban días oscuros y que no quedaba más que protestar antes de que todo se hundiera en la tiranía más feroz. Él pensó en su viaje y le dijo a Arrufat que tenía razón pero que él no creía que se podía hacer nada, que había que aceptar el futuro como un destino inexorable.”
Pero la escena más dramática en que el autor se enjuicia a sí mismo en ese contexto y enjuicia de contragolpe a algunos de sus allegados figura en las páginas 230 a 233, donde relata una conversación que sostuvo en “un café de la calle Galiano” con algunos escritores que eran sus amigos entonces (Edmundo Desnoes, Jaime Sarusky, Luis Agüero y Ambrosio Fornet). Refiriéndose a los jóvenes cubanos de esos días, “locos por la música moderna sobre todo americana”, Fornet comenta:
“—¡A esos no hay quien los venza!
—Sí —dijo Desnoes—, no son como nosotros, una generación vencida.
—Nosotros —dijo Sarusky— no somos una generación vencida, somos una generación comprometida.
—¿A lo Sartre? —preguntó Luis Agüero en sorna.
—A lo Revolución Cubana —dijo Sarusky, como poniendo punto final a la conversación.
—Yo no sé qué somos —dijo él— si una generación vencida o una generación vendida.”
Reconocer esos aspectos de sus vivencias de aquellos días y describirlos en este libro con impresionante voluntad documental y admirable honestidad, constituye a mi modo de ver un mérito excepcional del autor.
* * * * *
Antes de concluir, es preciso añadir que no todo es drama político en estas páginas. Esos cuatro meses que el autor pasa en La Habana no están exentos de actividades placenteras, paseos, conquistas donjuanescas y cenas o meriendas en restaurantes y clubes que aún funcionaban en la capital cubana, así como reuniones con viejos amigos (por ejemplo, con Carlos Franqui, quien lo recibe en el patio de su casa, en un descampado, para poder hablar con libertad, pues temía que sus palabras fueran captadas por micrófonos que la Seguridad del Estado había colocado en todas partes). Esas reuniones con los amigos, esos paseos y encuentros sociales, y por supuesto las conquistas amorosas que el narrador describe con fruición, revelan que en 1965 La Habana conservaba todavía una buena parte de sus encantos y que aún ofrecía estímulos y espacios para la vida personal. Pero Cabrera Infante describe esas distracciones bajo una luz que por momentos resulta sombría, como si percibiera en el horizonte la nefasta tormenta que ya se avecinaba. En la página 157 lo hace constar:
“Estaba en su país pero de alguna manera su país no era su país: una mutación imperceptible había cambiado las gentes y las cosas por sus semejantes al revés: ahí estaban todos pero ellos no eran ellos, Cuba no era Cuba.”
Al relatarnos esa etapa de su vida, el autor abandona por suerte casi todas sus tendencias a la fabulación caprichosa y a la efervescencia verbal, se olvida de los juegos de palabras que caracterizan su estilo en otros libros y se entrega plenamente a una evocación sin adornos de su experiencia individual. Al hacerlo, y reproducir con frialdad lo que vivió, sufrió y temió en esas semanas de frustración e incertidumbre, describe un proceso que transformó para siempre su existencia y toda su actuación intelectual y política a partir de entonces. Pero sobre todo, y aquí radica en mi opinión el valor más destacado de este libro, captura con magistral brillantez el momento histórico por el cual Cuba atravesaba en 1965.
En suma, lo que Cabrera Infante nos presenta en estas páginas es un réquiem por La Habana, el lugar sensual, fervoroso y lleno de energías sorpresivas que aparece en sus mejores obras narrativas y que en 1965 iba perdiendo cada día un poco más de su vigor real, como un enfermo incurable. El tono luctuoso de este libro nace, desde luego, en el fallecimiento de la madre del autor, pero crece y se proyecta hasta alcanzar niveles trágicos cuando se describe lo que estaba ocurriendo en el resto del país. En los cuatro meses que se ve obligado a pasar en La Habana, recorriendo sus calles y visitando sus cafés, parques y sitios nocturnos, el autor se da cuenta de que todo ese mundo entrañable, esa hermosa aglomeración urbana, fuente de azar y de sueños, producto de siglos de autenticidad y afirmación, estaba agonizando, se preparaba para desaparecer, asfixiada bajo los designios totalitarios que ya se estaban adueñando de toda la nación.
Julio de 2014
REINALDO GARCÍA RAMOS
REINALDO GARCÍA RAMOS (Cienfuegos, 1944) publicó su primer poemario, Acta, con las Ediciones El Puente en 1962. Salió de Cuba en 1980. Entre sus libros de poesía se destacan El buen peligro (1987), Caverna fiel (1993), En la llanura (2001), Obra del fugitivo (Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza, 2006) y El ánimo animal (2008). Es autor de una novela testimonial, Cuerpos al borde de una isla; mi salida de Cuba por Mariel (2010). Rondas y presagios, una compilación de sus poemarios, apareció en 2012 por la Editorial Silueta, de Miami.
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Gracias a Reinaldo García por sus excelentes comentarios y por empujarnos a la obligada lectura de esta obra que, sobre todo para los cubanos, es parte importante de una página de nuestra memoria histórica, a menudo falseada y en el peor de los casos olvidada. Para poder comentar sobre nosotros mismos y tener el derecho a hacerlo como se debe, hay que recopilar los testimonios y las obras de los actores de esos momentos tan dramáticos como nefastos. Solo así andaremos por una senda en la que no se repitan.
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