Aquella tarde de copiosa lluvia, Liberación Hernández, del mayor partido de oposición; Unitario Jiménez, diputado del gobierno en funciones y Síndico Rojas, de la Unión Generalísima de Síndicatos Apócrifos, tomaban café con fina repostería en un salón de protocolo de una Institución Autónoma (no se sabe aun si dicha Institución es una verdadera Institución y menos todavía si es ciertamente autónoma). El caso es que tomaban café con fina repostería en presencia, claro está, del Presidente de la Institución, licenciado Justo Correctivo y del Presidente de la Comisión Parlamentaria de Asuntos Incongruentes, licenciado Confucio Benavides.

La señora Liberación tomaba el café con parsimonia inglesa y deslizaba los bizcochos por la gran ranura de su boca en forma impresionante, de una sola vez. Unitario tomó la palabra, mientras Síndico tragaba como huérfano.

- Señores, lo que nos trae aquí es algo muy importante. - Respiró profundo, adoptando postura de senador romano - Debemos llevar al señor Presidente de la República una propuesta coherente del nuevo Plan Fiscal que al país le urge implementar, para seguir adelante con el modelo actual de desarrollo.

Justo se quedó con un gran sorbo de café paralizado en la boca, como si hubiera ingerido un purgante. El parapléjico semblante de Confucio no dio a entender nada, solo siguió bebiendo sorbitos de café, con la boca llena de galletas.

Unitario desplegó el contenido de una carpeta sobre la gran mesa de excelente cedro que ocupaba buena parte de la habitación. Todos se inclinaron con las tazas en la mano, con caras de enorme interés.

- En este momento, - dijo muy serio, palpándose el enorme vientre - el país necesita ingresos que superen el déficit que arrastramos. El Producto Interno Bruto es inferior a los gastos del Estado, los programas de desarrollo están paralizados y la inversión en general no cubre las expectativas deseadas.

- Entonces, hay que conseguir dinero a como sea. - Dijo Síndico, después de deglutir una pequeña delicia de chocolate.

Unitario lo miró con una efusiva sonrisa, cual si aquel dijera lo que él hubiera querido decir.

- Ya era hora de que el gobierno reconociera que nuestras instituciones están muy limitadas en su gestión - Dijo el anfitrión del encuentro.

- Señores, lo que se pretende es salvar al país. La deuda interna hace peligrar el equilibrio del Estado. ¡Si no actuamos ahora - y aquí Unitario se puso muy dramático - la situación pudiera desembocar en un caos social!

- Mientras los obreros y los empleados públicos no se perjudiquen, lo demás está legal. - Dijo Síndico con aliento a café.

- Don Unitario, por favor, muéstrenos lo que usted trae ahí. - Dijo Confucio algo tembloroso.

Aquel se infló y empezó a mostrar papeles uno por uno. El montón de coloridos gráficos y el mar de cifras no calmó los ánimos. Después de mucho mirar sin ver nada, la atmósfera se puso peor.

- Don Unitario..., ¿no trae usted alguna propuesta concreta... alguna solución que su partido haya definido ya? - sondeó Confucio.

- El resumen de este análisis, - interrumpió doña Liberación - porque con todo esto tardaremos un siglo en llegar a un acuerdo.

Más inflado y con una sonrisa Colgate, Unitario sacó de un rincón de su maletín otro manojo de papeles grapados por una esquina y con el membrete de Casa Presidencial.

- ¡Esta es la solución a la crisis que se avecina, estimados señores!

Doña Liberación se puso unos anteojos parecidos a lupas.

- Hemos analizado la posibilidad - arremetió Unitario - de darle otro enfoque al impuesto territorial, siempre bajo el principio de que los que tienen más, paguen más...

- ¡Eso! - interrumpió Sindico detrás de su bigote de escobón - ¡Hay que joder a los ricos!

- Pero, ¿no es que su sindicato tiene una quinta de recreo en Guanacaste, otra en Puntarenas y varios apartamentos donde tienen su sede sus comités provinciales? - preguntó con sorna don Justo.

Síndico se atragantó con un palillo de queso.

- Bueno, esas propiedades son de los trabajadores públicos y de sus familias, así es que más bien deben quedar exoneradas de todo pago...

- ¿De veras? - preguntó sarcásticamente Confucio - ¿Es que acaso los trabajadores públicos no deben dar el ejemplo a todo el país? Porque yo no he visto jamás a una humilde familia costarricense disfrutar de una de esas quintas...

- ¡Idiay! dejémonos de esas varas y continuemos con el análisis. - Intervino molesto Unitario.

Algo enojado, Síndico fue a servirse más café, pero ya no quedaba, por lo que engulló otro palillo a pura saliva.

Don Justo movió su calva hacia la puerta, hizo una seña y una mujer con el pelo recogido en un moño detrás de la cabeza y con un gracioso uniforme celeste, entró con una humeante cafetera. Detrás de ella, un negrito alto y flaco colocó otra bandeja cubierta por un paño en el centro de la mesa, mientras un hombre, con el rostro curtido de los campesinos, inició un rápido y efectivo aseo. Todos esperaron a que concluyera la maniobra para seguir con la discusión.

Una vez que salieron los empleados, descobijaron la bandeja y la atacaron. Los bocadillos empezaron a disminuir, mientras las tazas de café diluían el banquete. Don Justo los miraba tragar, satisfecho de contribuir como buen anfitrión, alegrándose a la vez por hacerlos cómplices de su derroche.

Después de hacer cuanta calistenia lingual le hizo falta para desprenderse de los residuos de la exquisita repostería, don Unitario pasó una servilleta por sus gruesos labios y volvió a arremeter con su propuesta:

- Con solo subir un cinco por ciento el impuesto territorial, alcanzaremos el equilibrio en la balanza de pagos desde fines de este año.

Nadie pareció entender.

- Lo que quiero decir - explicó luego de ver las caras de todos detenidamente - es que el aporte obtenido con este cinco por ciento de aumento, cubrirá un déficit equivalente al quince por ciento de la deuda.

Confucio se rascó la cabeza y doña Liberación se corrió sin querer la sombra del ojo izquierdo.

-¿Cómo es posible que un cinco por ciento cubra un quince por ciento?

- Según nuestros cálculos es factible.

- ¿Quién los hizo?

- Nuestro grupo de expertos de SERFIPEMELSA.

- ¿Y quién es ese grupo?

- Servicios Financieros Perico Melcocha S.A.

- ¿Y a cuánto asciende la deuda? - Indagó Síndico todavía mascando.

- A cien mil millones... - dijo con cierto temor Unitario.

- Pero entonces, ¿a qué viene tanto escándalo por cien mil millones de colones? - Interrumpió don Justo.

- No, de colones no..., de dólares. -Aclaró Unitario.

- ¡No sea bárbaro! - exclamó con énfasis Confucio dando un salto.

- ¡Eso no lo conseguiremos ni vendiendo el Valle Central! - Gritó Síndico.

- No exageremos... - Trató de apaciguar Unitario, queriendo retomar el control del debate.

- ¡A lo que este gobierno ha llevado al país! - Se quejó Liberación.

- ¡No, es el bipartidismo cruel el causante de este deterioro! - Gritó ahora Síndico.

- Vea, don Síndico, siéntese y cálmese, que ustedes los sindicatos han mamado de la ubre de esta vaca como cualquier político. - Dijo don Justo.

Síndico lo miró desafiante, pero se sentó, ubicándose más cerca de la bandeja. Confucio hizo un gesto con los brazos sobre la mesa como si se hubiera ido la luz y anduviera a tientas.

- A ver, don Unitario, ¿cuál es el resto de su propuesta?

- Otro aumento, pero del tres por ciento, al impuesto sobre la renta. De ahora en adelante, este impuesto se aplicará a otros sectores que antes no tributaban, como profesionales, vendedores, costureras y hasta los misceláneos. Por otra parte, se aumentarán los impuestos indirectos.

Confucio puso los ojos de Homero Simpson.

- Sigo sin entender eso de que un cinco por ciento cubre un quince por ciento.

- ¡Y dale otra vez! - se incomodó Unitario - Por Dios, don Confucio, entienda de una vez que si los volúmenes de recaudación de los impuestos territoriales y de la renta son muy superiores al monto de la deuda, es factible que el cinco por ciento de estos, satisfaga el quince por ciento de aquella...

- Pero ahora usted habla del cinco por ciento y hace un momento mencionó que solo aumentaría el tres por ciento el impuesto sobre la renta.

Don Unitario se llevó las manos a la cabeza.

- Don Confucio, entienda que esta propuesta es la salvación para Costa Rica. No podemos esperar, porque el tiempo se nos acabó.

- ¿Y por qué hemos llegado al punto en que no podemos analizar más a fondo para resolver esto? Da lástima ver que un gobierno tenga la triste solución de continuar estrangulando a los gobernados con más impuestos. Que toda medida que sirva para disminuir los gastos del Estado, reducir su tamaño y hacerlo eficiente, no haya resultado.

El licenciado Confucio había tomado las riendas de la reunión y hablaba desenfadadamente.

- Es cínico querer mantener la fórmula causante de errores y de corrupción aumentando tributos, porque lo que quieren es ganar un voto de confianza a la fuerza para seguir con lo mismo. Por tanto, si pagamos ahora, seguiremos pagando más mañana.

Todos escuchaban con la boca abierta. Unitario sintió que le quitaban la porción del piso sobre la que estaba parado.

- No podemos mantener este derroche demencial, esta enfermiza ineficiencia y además, pedir más impuestos, porque lo que hacemos es condenar al país a la bancarrota, hipotecando el futuro de nuestros hijos y que la gente pierda la fe en la democracia. Si queremos salvar al país, - continuó su apología con vehemencia - tenemos que bajar los impuestos y las tasas de interés; defender el pleno empleo, en vez de protegernos contra el desempleo; condenar el clientelismo... en fin, señores, construir un Estado que funcione y reconocer cuándo procede un cambio oportuno y necesario.

Don Unitario recogió los papeles y los metió en su portafolios sin ordenarlos. Un profundo silencio se adueñó de la sala.

- Señores, debemos presentar una nueva propuesta al señor Presidente que tenga más coherencia. - Dijo al fin, como si se arrepintiera de algún delito.

- Creo que es lo más prudente. - Sentenció el licenciado Justo y los demás asintieron complacidos.

Entonces, acompañados esta vez por una jarra con agua del grifo, los reunidos comenzaron a obrar, literalmente a obrar, con cordura. 

 

 

 Es cínico querer  

 

 

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