El Santuario de Vaélico estaba situado sobre la garganta de Alardos que le servía de foso. Su fundación databa del S. V a. de C. y su población alcanzó los tres mil habitantes en tiempos de Augusto.

Este cuento, jamás contado, comienza una noche de plenilunio del mes de septiembre del año 350 a. de C. durante la fiesta del verano que se celebraba para dar gracias a los dioses y, en especial, al dios local Vaélico (relacionado con el lobo) por las cosechas y nacimientos, tanto de animales, como de personas.

El pueblo se reunía en la plaza porticada y alrededor de una hoguera hecha con la leña de las podas de sus frutales. Tenía un altar, pero se encontraba sin la figura pétrea de su dios porque un rayo la había destruido y, en su lugar, habían colocado una rústica figura de madera. Hacían ofrendas y sacrificaban corderos y cerdos para comérselos con buen pan y no menos buena sidra que fabricaban con manzanas del Valle de Candeleda. De las zonas altas de la Sierra de Gredos bajaban pastores con sus familias para asistir a la fiesta. Uno de estos pastores no tenía familia y bajaba solo con sus mastines. Venía desde Garganta la Olla y una repentina tormenta le sorprendió en una hondonada. Rápidamente el lugar se hizo intransitable llenándose a borbotones de agua. Temiendo por sus vidas comenzaron a subir hacia una gruta donde se guarecieron de aquel torrente. El agua casi llegaba a tocarles y huyeron despavoridos hacia el interior tropezando y dándose golpes pues la oscuridad era total. Los perros aullaban y se quejaban y el pastor perdió el conocimiento con uno de los golpes que se dio en la cabeza. Cayó al suelo y rodó hacia el interior de la gruta. Cuando se despertó se dio cuenta que estaba solo. Llamó a sus mastines y no escuchó respuesta alguna. Todo estaba húmedo y olía a moho. Desorientado por la oscuridad y ese penetrante olor, no actuaba con lucidez. Se incorporó con cuidado para no golpearse de nuevo con las rocas del techo y, apoyándose en ellas con las manos, comenzó a caminar en dirección desconocida. Siguió llamando a sus perros. Al parecer, habían huido dejándole atrapado en un laberinto de galerías. Cansado, desesperado y muerto de frío, se recortó contra un saliente para descansar confiando en que, cuando amaneciera, podría vislumbrar la salida. Acurrucado dormitaba cuando escuchó que resoplaban en su cuello. La sangre se le heló y apretó su cabeza entre las piernas esperando lo peor.

Mientras tanto, los mastines habían saltado al agua y, nadando, habían salvado sus vidas llegando poco después al castro de El Raso. Cuando vieron los vecinos que el pastor no venía con ellos, se preocuparon y algunos salieron en su busca siguiendo a los fieles canes que les guiaban. Al fin llegaron a la gruta. El agua ya había bajado. Encendieron las antorchas y penetraron en ella. Los perros aullaban sin cesar temerosos de seguir a delante. Los pastores no comprendían como no habían visto nunca esta gruta tan grande y, temiendo extraviarse, dejaron señales con las antorchas. La humedad era tremenda y ya chapoteaban sus pies en un fango resbaladizo. Uno de los perros comenzó a ladrar desaforadamente e hizo retroceder a todos pues, lo que vieron a través del resplandor de las antorchas, les dejó sin aliento. ¿Era el pastor, o una alucinación causada por su miedo? No se movía, estaba a cuatro patas y sus ojos brillaban. Poco  a poco se fueron acercando con las antorchas por delante. Los perros aullaban echándose junto a él y lamiéndole los pies. "¿Los pies? No, ¡las patas! - gritaron todos viendo que se transformaba en lobo pétro. Su cuerpo se convirtió en piedra rosada con ojos negros de azabache y mirada terrible que espeluxnaba. En vez de salir despavoridos, se quedaron mirando largo rato esta transformación de su amigo el pastor y pronto comprendieron que aquello era una señal de su dios y que no podían ignorarlo.

"¡Es Vaélico!"  Gritó un pastor. "¡Es Vaélico que quiere que le adoremos!" Gritó contagiado otro. "¡ Hay que llevarle al altar de El Raso!" Dijo el tercero y, el cuarto y, el quinto. Así pues, entre todos, agarraron la figura y, con gran esfuerzo, la sacaron de la gruta transportándola hasta el castro.

Aunque aun llegaron de noche, el pueblo ya dormía. La depositaron sobre el altar en lugar de la de madera y, rendidos por el esfuerzo, se tumbaron sobre el pedestal y se quedaron dormidos. A la mañana siguiente, un rayo de sol iluminó al nuevo Vaélico que apareció refulgente ante las atónitas miradas de los vecinos de la ciudad Vettona. Entonces, los pastores narraron lo sucedido y el pueblo entero, reunido en torno a la figura del gran lobo, conmovidos, rezaron durante todo el día

Cuando llegó la noche, los mastines del pastor desaparecieron adentrándose en la sierra en diversas direcciones. Ya no tenía a su dueño y debían localizar al ganado, agruparlo y defenderlo de las alimañas. Así lo hicieron y cuando ya estaba encerrado en la cerca comenzaron a aullar a una luna llena que blanqueaba los campos pidiendo que volviera aquel pastor que les había abandonado a su suerte. Tanto aullaron y tan lastimeramente, que contagiaron a todos los perros y lobos del lugar formando un coro estremecedor que traspasó las montañas. Los pobladores de cien leguas a la redonda salieron de sus casas despavoridos y una nube oscura se interpuso tapando la luminosa luna. Entonces los canes enmudecieron. Las gentes no comprendían lo que estaba sucediendo, pero la tensión era palpable. No había ser humano ni animal que no sintiera miedo. De pronto, como si se resquebrajara el cielo y la tierra, el resplandor de un rayo ramificado en mil serpenteantes brazos, inundó el paisaje. Le siguió el trueno como el estallido de un volcán que hace saltar por los aires piedras, árboles y casas. Todos corrieron de acá para allá sin rumbo. Nadie sabía donde guarecerse y qué hacer. Enseguida se desató una tormenta de agua y granizo que inundó las cosechas, arrancó los frutales y anegó las viviendas.

Cuando todo pasó, en el castro de El Raso se encontraron a su dios transformado en el pastor que, atravesado por el rayo, yacía sobre el pedestal rodeado de sus perros muertos.

Por eso los arqueólogos que excavaron anteayer este castro, no obtuvieron reliquia alguna que confirmara la autenticidad de este cuento...