Red de Literatura y Cine
Ya alguna vez escribí en este espacio de C. I. sobre Benjamín de la Selva, mi amigo y compañero de carrera en el Tec de Monterrey, sobrino él del poeta Salvador de la Selva. Rememoré cómo nos conocimos, del recital en el más conspicuo local cultural de Monterrey con la obra del poeta en la voz de Benjamín.
Benjamín estaba también en el internado del Tec y solíamos visitarnos en nuestras respectivas habitaciones. Más él que yo, por la simple razón de que el Benja simpatizó igualmente con mi compañero de cuarto.
De aquellas visitas, dadas en la medida que nos lo permitían los deberes escolares, igual charlábamos sobre intrascendencias de chavos que de literatura. Decir literatura sería tal vez presuntuoso, en realidad lo que yo recuerdo bien, al grado que es lo que más relaciono de mi amistad con Benjamín, son nuestros comentarios sobre poesía. En especial, la de nuestros paisanos Darío el nicaragüense y Díaz Mirón el veracruzano. Habrá que aclarar que buena parte de aquel intercambio de lecturas y comentarios se derivaba, no sólo de lo literario, sino de inquietudes compartidas en que había algo de político y algo de religioso.
Hasta donde yo recuerdo, Benjamín y yo nunca nos enfrascamos seriamente sobre esos temas. Hubo alguna identificación sin gran relevancia, pero identificación al fin, que dio la pauta para afinidades que volcamos en preferencias poéticas.
Los dos éramos antiimperialistas. Los dos un tanto soñadores de una América Latina exenta de dictadores, y con grandes ideales compartidos. A ambos nos complacía el concepto de José Martí encerrado en su frase “Nuestra América”.
Decía Benjamín que Darío, desde su época, había vislumbrado situaciones que se darían en Latinoamérica. Ya se daban unas, acaso otras estarían por venir.
Una vez llegó a mi cuarto con un libro del poeta y me resaltó algunas obras de su preferencia personal, donde Rubén Darío perfilaba ciertas ideas que llamaban particularmente su atención. Uno de aquellos poemas era el titulado “A Roosevelt”.
¡Es con voz de la Biblia, o verso de Walt Whitman,
que habría de llegar hasta ti, cazador.
Primitivo y moderno, sencillo y complicado,
con un algo de Washington y cuatro de Menrod.
Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor,
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.
Benjamín y yo decíamos que para la potencia imperialista no era necesario invadir a país alguno de la “América ingenua”, al menos no físicamente. La invasión ya estaba dada de otra manera y sus testaferros eran los dictadores y militares. Si ése era también el concepto de Darío, pues bien que lo avizoró desde su tiempo como “el futuro invasor”.
Muchos años después habría de demostrarse que, aún en el concepto de invasión física, Rubén Darío no se equivocó, los equivocados fuimos nosotros. En efecto, cuando el ”conflicto” con el general Noriega de Panamá, los marines invadieron de hecho suelo panameño. En realidad no para tomar el territorio y quedarse, sino para capturar y llevarse al general Noriega. Por lo demás, un sátrapa como cualquier otro.
Más allá de la alusión política, a Benjamín le admiraba la frase sobre la América ingenua de sangre indígena “que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. Sólo qué, él así lo decía, lo que le preocupaba era el “aún”.
Un poema que en particular atrajo nuestra atención fue La Gran Cosmópolis, del libro Meditaciones en la Madrugada. Estudiantes como éramos de arquitectura, nos asombraba la frase con que Darío interpreta los incipientes rascacielos de Nueva York. El poeta ha de haber conocido la gran cosmópolis en una época en que ni se había edificado el Empire State, y habla de “casas de cincuenta pisos”. Y plasma además su visión de la profusión de judíos, referidos sin mencionarlos así, sino como los “millones de circuncisos”. Y de las tareas de servidumbre reservadas a la gente de raza negra. Y el drama que se vive “tras la Quinta Avenida”, expresado en la frase reiterada de “dolor, dolor, dolor”.
Acaso hoy, allá en su Nicaragua, Benjamín lo recuerde como yo:
¡Casas de cincuenta pisos,
servidumbre de color;
millones de circuncisos,
máquinas, diarios, avisos,
y dolor, dolor, dolor..!
¡Estos son los hombres fuertes
que vierten áureas corrientes
y multiplican simientes
por su ciclópeo fragor,
mas tras la Quinta Avenida
la Miseria está vestida,
con dolor, dolor, dolor..!
Y sigue así, con ese tono de señalamiento ante una desigualdad brutal y la dramática reiteración del concepto del dolor:
¡Sé que hay placer y que hay gloria
allí en el Waldorf Astoria,
en donde dan su victoria
la riqueza y el amor;
pero en la orilla del río,
sé quiénes mueren de frío,
y lo que es triste, Dios mío,
de dolor, dolor, dolor..!
Rubén Darío era profundamente religioso. Citaba seguidamente a Dios y, entre las censuras a los Estados Unidos, no dejó de deslizar en el poema “A Roosevelt” la siguiente estrofa que, al tono censurable y dramático de La Gran Cosmópolis, agrega una advertencia y la mención magnificada de Dios.
Tened cuidado ¡Vive la América española!
hay mil cachorros del León Español.
Se necesitará Roosevelt, ser por Dios mismo
el Riflero terrible y el fuerte Cazador,
para poder tenernos en vuestras férreas garras.
Y, pues contáis con todo, falta una cosa ¡Dios!
Perecería una contradicción en el fragmento siguiente, también de La Gran Cosmópolis, una mención de la presencia en Nueva York de ese Dios en el que él siempre cree. Acaso la alusión se explica porque personalmente siempre lo advierte en todo y así lo interpreta casi al final, con una adicional visión navideña.
Aquí el amontonamiento
mató amor y sentimiento;
mas en todo existe Dios,
y yo he visto mil cariños
acercarse hacia los niños
del trineo y los armiños
del anciano Santa Clos.
Benjamín y yo no dejábamos de advertir la reiteración del tono reprobatorio, pero en esta penúltima estrofa se matiza sensiblemente no sólo con la mención de lo que de algún modo implica presencia de Dios, también con la dulzona estampa navideña. Ciertamente, el poeta no fue inmune al Spirit of Christmas.
Por lo demás, seguramente Darío admiró a los Estados Unidos en todo lo que valen. Parecería que no quiso abstenerse de dejar esa constancia, aunque para el Benja y para mí, cierra el poema con un tono condescendiente y un final meloso. A menos que no advirtiéramos una suerte de ironía en la mención de los amores del yanki. Y así, con cierta personal, caprichosa, acaso pueril decepción, Benjamín y yo llegábamos al final del famoso poema.
Porque el yanki ama sus fierros,
sus caballos y sus perros,
y su yatch y su foot ball.
Pero adora la alegría.
con la fuerza, la armonía:
un muchacho que se ría
y una niña como un sol.
Si Rubén Darío era profundamente religioso, Díaz Mirón en cambio era ateo, del todo anticlerical. Y orgulloso, sumamente individual, altivo y muy orgulloso. No sería un exceso el personificarlo como soberbio. Soberbia que a Benjamín y a mí nos ejercía cierta atracción.
Además, esa especie de contrapunto entre “nuestros” poetas le daba un especial encanto aaquellos compartidos gustos literarios.
La necesidad de Dios, tan esencial en Darío, en Díaz Mirón es absoluta negación:
El hombre de corazón
nunca cede a la malicia,
¡No hay más Dios que la Justicia
ni más Ley que la razón!
Aunada a su altivez, tan característica en él:
¿Sujetarme a la presión
del levita o del escriba?
¿Doblegar la frente altiva
ante torpes soberanos?
Yo no acepto a los tiranos
ni acá abajo ni allá arriba.
Díaz Mirón escribe sobre su “frente altiva” que no se humilla ni se doblega ante nadie, y menos ante soberanos que califica de torpes. Benjamín y yo interpretábamos especialmente la negación de Dios, o la no aceptación. Vaya si no, leyendo la frase en que el poeta dice “no aceptar a tiranos ni acá abajo ni allá arriba”.
Y qué de su soberbia. Espléndida soberbia que pareciera el mismo Díaz Mirón aceptaba orgullosamente. De hecho en la estrofa siguiente alude a Luzbel, el ángel soberbio.
No esperes en tu piedad
que lo inflexible se tuerza
yo seré esclavo por fuerza
pero no por voluntad.
Mi indomable vanidad
no se aviene a ruin papel,
¿Humillarme? Ni ante aquel
que enciende y apaga el día.
Si yo fuera ángel sería
el soberbio ángel Luzbel.
Pero en honor a la verdad, sesudas reflexiones no nos las hacíamos Benjamín y yo. No analizábamos los textos literariamente, ni los conceptos intelectualmente. Ni de Darío ni de Díaz Mirón. Nos deteníamos en conceptos que nos atraían, por compartirlos racional o temperamentalmente. Disfrutábamos las lecturas y hacíamos comentarios de las ideas de un poeta como del otro. De interpretaciones magníficas, de excesos verbales, de irreverencias altisonantes. Lo hacíamos más con humor juvenil que con capacidad analítica.
Nosotros ya en esa época habíamos superado las melcochas leídas en la adolescencia, las cursilerías que, por otra parte, suelen ser el primer impulso para adentrarse en la literatura, particularmente en la difícil lectura de la poesía. Así, ya habían quedado atrás las sensiblerías de Díaz Mirón tipo “mamá soy Paquito, no haré travesuras” o las mieles de Darío como “Margarita está triste la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar”. Pero aunque inclinados como éramos a “descubrir” posturas críticas en temas ajenos a los tradicionales de amores y desamores, no dejábamos de deleitarnos con ciertos ejemplos en que los dos maestros destilaban sus particulares sentimientos sobre venturas y desventuras de amor.
Como ejemplo, muy del gusto de Benjamín, eran las décimas de “Ojos Verdes” de Díaz Mirón. Aquel que empieza…
Ojos que nunca me veis
por recelo o por decoro,
ojos de esmeralda y oro
fuerza es que me contempléis;
quiero que me consoléis
hermosos ojos que adoro,
estoy triste y os imploro
puesta en tierra la rodilla,
piedad para el que se humilla,
ojos de esmeralda y oro.
Ojos verdes que el poeta veracruzano sigue describiendo en la segunda décima:
Ojos en que reverbera
la estrella crepuscular,
ojos verdes como el mar
como el mar por la ribera,
ojos de lumbre hechicera
que ignoráis lo que es llorar…
Y que continúa con ese tono desolado ante la imposibilidad de una mirada de los inaccesibles ojos verdes. Para nosotros, el final era impecable:
Cese ya vuestro desvío
ojos que me dais congojas,
ojos con aspecto de hojas
empapadas de rocío.
Húmedo esplendor de río
que por esquivo me enojas.
Luz que la del sol sonrojas
y cuyos toques son besos,
derrámate en mí por esos,
ojos con aspecto de hojas.
He querido traer estos ejemplos poéticos que compartimos Benjamín y yo. Mas no he de jactarme en sugerir que la literatura fuera exclusividad de nuestra vinculación amistosa.
Fuimos buenos compañeros de Escuela y buenos compañeros de Inter y, por qué noadornarme en esto, buenos platicadores. Igual nos reuníamos en “La Carreta”, la cafetería del Tec, para charlar trivialidades, o en mi cuarto que, en este caso, compartíamos con mi compañero. Trivialidades y temas intrascendentes que nos hacían sentir bien, balancear la presión del estudio, y hacer más llevadera la vida lejos de casa.
Y a veces, cuando el calor regiomontano subía, o subía nuestra irresponsabilidad estudiantil, Benjamín y yo nos íbamos a tomar por la noche algún(os) tarro(s) de cerveza. No teníamos que ir muy lejos, sólo a uno de esos lugares tan comunes en la colonia Roma, próxima al Tec, caracterizados por sus mesas al aire libre, donde por igual se disfrutaban los tarros de cerveza que la brisa de la noche.
Mi amigo Benjamín de la Selva, el sobrino del poeta Salomón de la Selva, simplemente se desapareció. Concluyó un semestre, el Benja se fue a su Nicaragua natal y ya no regresó. Nunca más supe de él.
Hoy, más de cincuenta años después, evoco con satisfacción mi amistad con Benjamín de la Selva. En otro texto rememoré aquella lectura literaria en Arte, A. C. Revivo ahora nuestras charlas sobre Rubén Darío y Salvador Díaz Mirón.
Y hasta extraño también los tarros de cerveza que tomábamos en algún lugar cercano al Tec, en noches cálidas y brisa serena.
J. A. C.
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Infinitas gracias, amigo Pastor. Más aún habiendo robado un ratico a tu turno nocturno, que puedo ser para un descansito. Muy estimulante lo que me dedicas. Igualmente, cordial abrazo.
Pastor Aguiar dijo:
Muy interesante, amigo. Lo estuve dejando para cuando tuviera un rato libre. Pero como no llega el famoso rato, aproveché un lapsus de mi nocturnancia para leerlo sin apuros, disfrutando esas remembranzas sazonadas con los poemas de dos grandes. Gracias y abrazos.
También lo tuve que dejar para otro rato, pero en mi caso fue a la hora del almuerzo, soltando el tenedor para mover el mouse. Si todo lo que expresas es bueno en sí, más me conmovió el final. Mi abrazo de siempre.
Gracias amigo. Si te refieres exactamente al último párrafo...sí, tal ves ahora sea conmovedor, antaño muy refrescante.
Rolando Ambrón Tolmo dijo:
También lo tuve que dejar para otro rato, pero en mi caso fue a la hora del almuerzo, soltando el tenedor para mover el mouse. Si todo lo que expresas es bueno en sí, más me conmovió el final. Mi abrazo de siempre.
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