Victor Manuel
Aquél hombre se había vuelto más observador con la edad. Su voz aún conservaba una fuerza por encima de cualquier sentido imprescindible; y allí estaba ahora bien colocado, apuntando hacia el cuadro encantado del salón, en donde el diálogo parecía una jerga allanadora para los estupefactos, que presenciaban la misma obra en un silencio decapitado.
La muchacha murmuraba a su vera un dialecto apasionante, cobijando la minuciosa atención del más interesado. Y mientras yo pegaba el oído para descifrar aquél instante mágico, la joven encendía una atiplada voz iluminando la sonrisa paternal, arreada de la inspiración durante mucho tiempo:
“…Se trata de un formato de 54 x 40; una aguada y técnica mixta sobre cartulina susurrante de un postimpresionismo que nunca lo parece, porque salta de la austeridad a las fauces prendidas que simulan veladuras…Allá el bohío en el centro, y dos custodios flamboyanes en la orilla opuesta del río que les mira ecuánime. Pero antes, este rubicundo ejemplar, con su tronco curvado y muy protagonista en aparente cita fallida, definiendo una triste e insinuada espalda realzando su vestido blanco. La muchacha no es consciente de la belleza alrededor. Está pensativa, agachada y absorta en la interrogante ciudad, detrás de las tímidas montañas del fondo sedoso. El agua comienza en el borde izquierdo inferior, donde apenas asoma la valla grisácea de una entrada que no hace falta verse. El río es de un cristal que parece más pulido debajo de la casa, en un ángulo arqueado que come su base y cala hasta sus huesos, seguramente blancos también; y la brisa agita con refinamiento a las palmas altivas del medio, delimitando el camino hasta las nubes, que con su aguada explícita no pueden cubrir un azul prístino, invadido por el verde pretensioso encima de las cumbres lejanas y un mar difuminado…”
El padre humedece los ojos e imagina el brillo refocilado en el cabello negrísimo de la novia abandonada. Yo le miro de cerca mientras la hija se estaba renovando en el siguiente marco. Parecía que cierto frescor saliera de allí en una tónica atmósfera, como el saludo de un alisio heredado de la creación que se vuelve más cercano y cálido.
Cuando pintaba solía entrecerrar los ojos como un pincel auxiliar más afilado, atenuando los claros tumultuosos que ahora nada le restan, con sus estériles ojos bien abiertos a propósito, en su lacrada obscuridad jaculatoria que, sin embargo, no le impide mirar.