He olvidado (siempre se me olvida algo) mi reloj en casa, pero estoy cierto que son poco menos de las doce del día. Ni me apuro para llegar a clase, seguro que cuento con tiempo suficiente para pasar a la cafetería a tomarme un capuchino y, con suerte, encontrarme con Eugenia, Edgar y Delia, tal como el pasado viernes. Llego a la cafetería, no los veo, ni a ellos ni a nadie conocido, presumo que es más tarde que lo que supongo y bajo al salón de clase. Tampoco encuentro a nadie de mi grupo, ni siquiera esperando en el pasillo, adentro del salón reconozco al grupo que toma clase justo antes que nosotros, ni señas de que se apresten a salir. Me pregunto si esta vez “se me hizo temprano.”

Deambulo por el edificio, salgo de él, entro de nuevo, vuelvo al salón de mi Taller, el mismo grupo de la clase anterior continúa adentro. Voy a la cafetería, nadie conocido… ah, sí, reconozco a una dama que Delia me presentó el pasado viernes, me acerco a ella, le pregunto por Delia, amablemente me responde que su amiga suele venir “hasta las once y media”. El “hasta” me cae como patada en la espinilla, me sale el gandul que llevo dentro y le digo, -supongo que casi vocifero-, que cómo que “hasta” las once y media, si deben ser bastante más de las doce. La mujer me mira azorada, no me dice ni una palabra, da la vuelta y se va con cara de “ya le reclamaré a Delia por haberme presentado a este loco.”

Abandono el edificio sin intención alguna de volver. No entiendo absolutamente nada y ello me provoca una inquietud indescriptible. Ahora deambulo por las calles, no he querido abordar transporte alguno, simplemente camino y camino sin ton ni son. Hoy no desayuné, tengo hambre y hambre de comida principal, no de desayuno. Vaya suerte, estoy a la puerta de uno de esos restaurantes de cadena que hoy proliferan por todas partes. Entro al restaurante, me parece extraño que haya poca gente, tomo asiento, viene la mesera y le pregunto por la comida del día, me contesta que aún no les dan la información de la comida pero que puede ir a investigar si aún se sirve desayuno. Después de mi examen de conciencia por mi reacción con la señora de la cafetería no digo nada, dejo que se aleje la mesera, me levanto y abandono el lugar con un ánimo próximo al apanicamiento.

Vago por quién sabe qué tantas calles, quién sabe por qué tanto tiempo. Trato de organizar mis ideas y lo único que me queda claro es que toda esta parafernalia comenzó desde que llegué al edificio de la Universidad de la Tercera Edad a tomar mi clase de Creación Literaria.

Mi caminar sin rumbo por las calles me ha llevado a “Plaza Universidad”. Entro al centro comercial, una señora le pregunta a un vigilante porqué está cerrada la Tienda Sears, la respuesta me espeluzna nuevamente: “mire señito, la tienda abre hasta las once”. Nunca pensé que una palabra me podría desestabilizar de tal manera.

Salgo a la calle, camino por la avenida Universidad y llego a la esquina donde se ubica el Metro División del Norte. Justo junto a la estación hay un muy conocido Banco y observo una considerable fila de personas frente a su entrada aún cerrada. No necesito escuchar de persona alguna la maldecida palabra, yo mismo me digo que el banco abre hasta las nueve de la mañana.

Decido regresar a casa.

En la misma estación del Metro emprendo el regreso. He perdido la noción del tiempo transcurrido. En el camino me asaltan mil pensamientos, me distraigo tanto que me paso dos estaciones, lo advierto, salgo del vagón, tomo el sentido correcto y llego a la estación más próxima a mi casa. Salgo del Metro, llego a mi calle, me aproximo a mi edificio y advierto que el coche del vecino que con puntualidad inglesa sale a las ocho de la mañana aún está estacionado.

Bola, nuestra perrita maltesa me recibe con el regocijo de siempre. Mi esposa ha trabajado varias horas de la noche en su computadora y ahora duerme. Bueno, con Bola sí hablo y le cuento mis desconciertos, me ve con sus ojos expresivos y mueve la cola alegremente. Ah, qué dicha hablar con Bola, al menos debo considerarla como el único ser que no ha de tacharme de demenciado.

Me acuesto, me adentro en un sopor somnoliento no por sueño sino por cansancio. No sé cuánto tiempo estoy así hasta que me saca del sopor una algarabía de pájaros. La típica algarabía de las aves que saludan el despertar de un nuevo día.

Ciertamente, no tengo nada de sueño, pero ante lo inexplicable decido tratar de dormir. Todo lo que empieza debe terminar y quiero suponer que esto que no sé si es pesadilla, alucine o, -ya me lo dijo un médico-, una “obstrucción carotídea”, también tendrá fin. Dormir puede ser una bendición, un viaje a través de un túnel largo y oscuro que no sé dónde me llevará. Ya he tomado la decisión y, a final de cuentas, que se haga la voluntad de Dios. (O la del Diablo).

He ingerido una pastilla de diazepám, sé que su efecto vendrá pronto. Así es, mi mente se comienza a cerrar, mi vista a nublarse. Observo en mi despertador digital que los números saltan de las 6.17 a las 6.16; pero mi última visión es la de un libro que descansa en el buró junto a mi cama y que se titula “Viaje a la Semilla”.

Y ya no alcanzo a escuchar que de su interior surge, estentórea y sarcástica, la carcajada de Alejo Carpentier.

J.A.C.