El día que mi marido llegó a casa con una sonrisa de oreja a oreja y un ramo de flores, pensé que algo gordo pasaba o pasaría.

Sin consultármelo había comprado un trozo de campo en medio de la nada, lejos de todo, y con bichos merodeadores asegurados.

Me negué rotundamente. Le ordené que fuera a rescatar el dinero. Me enfadé, pero él no paraba: “No seas así, que es una urbanización con casitas de madera, muy bonitas, hay gente y todo …” machacón como un taladro. No sé cómo, bueno si lo sé pero es privado, me convenció.

Mes y medio después, por el puente de Todos los Santos, le sumamos las vacaciones pendientes y con víveres para un año, nos fuimos a “la casita”.

Por fuera estaba bien, pero cuando entré.  ¡Era de película!. Una preciosidad. Mantas de lana, cojines, flores y frutos secos de adorno. Aturdida, cogí el paquete que me daba. Otro regalo, un ordenador pequeñito de color azul monísimo, me quedé con la boca abierta. Resulta que hasta Internet había. Alelada como estaba no me enteré bien cuando dijo que así no me aburriría al quedarme sola. Me informó  también del sistema de alarma y vigilancia, por lo que no había nada que temer.

Después de cenar, magníficamente por cierto cocinó él, dejó caer, como al descuido, que sería mejor que nos acostáramos pronto porque al día siguiente quería madrugar para ir a cazar.

¿Cazar?, si como mucho lo único que había matado  en su vida había sido una araña le dije, y que  si iba a  llevarse el cuchillo jamonero como arma.

Más sorpresas. De un armario sacó una escopeta de las de verdad, con cartuchera y cartuchos, de los que hacen daño. Se me fue la luz de los ojos y caí redonda al suelo.

Dos o tres copas de coñac después, más relajada y algo piripi, le dije que vale que fuera a cazar y se trajera un oso. Lo utilizaríamos de alfombra.

Lo último que recuerdo haber oido fue: “Duerme tranquila, y si necesitas algo le das al timbre de la alarma, lo dejo en tu mesita”.

No sé a qué hora me despertaron unos ruidos, creyendo que era Pablo roncando,  estiré el brazo para atizarle pero no lo encontré.

Me senté de golpe en la cama. Los ruidos provenían del techo, eran aterradores, cadenas y pies arrastrándose, y voces siseantes. Me entró un sudor frío y un temblor por todo el cuerpo que hasta se movía la cama. Tenía la boca estropajosa, el coñac claro, me invadió el  terror. Una, extrañamente serena neurona, me recordó el sistema de alarma, me lancé sobre el chirimbolo de la mesita y apreté, hasta que una voz metálica, que no me tranquilizó nada, me preguntó que pasaba. No tengo ni idea de lo que dije pero sí de lo que me contestó: “No se mueva, tranquila, ahora vamos”.Sí, tranquila. Me tiré al suelo y me escondí debajo de la cama.

No sé cuanto rato estuve allí, hasta que entraron tres vigilantes,

bastante cachas, por cierto, me aferré al cuello del más cercano. Uno de los otros dos indicó con el dedo hacia arriba, asintiendo el tercero, abrió la trampilla del techo y se introdujo por ella.

Mi marido avisado por los vigilantes, entró llamándome a gritos. Lo miré despectiva y acusadoramente abrazando más fuerte al vigilante (cachas).

Una gran carcajada nos sobresaltó a todos. El guardia del altillo asomó la cabeza, enseñándonos una preciosa ardilla, más asustada que yo, que al parecer vivía allí aprovisionada y todo.

El estallido de risas fue sonado. Los vecinos se habían acercado a mirar. Deseando matar a mi marido,  haciendo acopio de la poca dignidad conservada, cogiendo mi ropa, me vestí en el baño, y dando las gracias a todos salí afuera y me senté en el coche. Pocos instantes después nos fuimos.

Dejó de existir para mí durante unas dos semanas, en las que medio pensé en el divorcio,  hasta el día que leí en el periódico el anuncio de la venta de “una parcela con casa”.

Cuando regresó aquel día, le dije hola casi sonriendo. Fue el principio del fin de mi silencio.

Dannu.