LA CIUDAD DE LOS ESPEJOS

A la Ciudad de los Espejos acudían visitantes de la más diversa procedencia. Gente común y corriente, nunca se supo de arribo de monarcas, presidentes de naciones, estrellitas de Hollywood, o gente aún más inútil. El territorio, su atmósfera, su singular ambiente, todo era propicio para la convivencia de los asiduos o esporádicos viajeros que llegaban a aspirar sus aires de fraternidad. No de estadistas convencionales, pero sí de vocación, fue lugar preferido. Y no sólo analistas de ciencia política; teóricos de las más diversas disciplinas y actividades ahí se daban cita. Sede, pues, de conspicuos testigos de la historia. Los más trascendentales momentos de la época se abordaron, se analizaron, se resolvieron. No hubo problema que aquejara a la humanidad que escapara a la atención de los visitantes. Ahí se vivió la invasión de Bahía de Cochinos y  la muerte de Salvador Allende, la caída de Saigón y el asesinato de Kennedy, el mayo francés y el octubre mexicano en el 68. En ese territorio, que ni figuraba en los mapas, se compuso un mundo que nunca supo que en aquel lugar inimaginable, muchos grupos de notables se reunían para teorizar sobre la solución de sus problemas. No tendría la notoriedad del Salón de Sesiones de la Organización de las Naciones Unidas, pero el recinto principal de las grandes reuniones en La Ciudad de los Espejos tenía también un sello distintivo que sus  visitantes habrían de identificar como testigo mudo de sus propias sesiones. En efecto, se hizo representativo un gran mural cuyo tema era “El Desarrollo de la Humanidad”. En el extremo izquierdo destacaba la figura de un hombre primitivo; en el derecho, símbolo de una era, la de un astronauta, la histórica imagen de Neil Armstrong. Mas, sin la solemnidad de los diplomáticos internacionales propios de la ONU, en este lugar los concurrentes no sólo discurrían sobre los grandes temas del mundo, por igual se festejaban, época de por medio, las peleas de Cassius Clay, los goles de Pelé, los triunfos de Valenzuela. Por otra parte, la representación oficial de esta singular Ciudad, era todo un modelo de anfitrión: la calidez del trato, la recepción amable a todos los visitantes sin distingo alguno, era ejemplar; no digamos los placeres de la mesa brindados. De ahí que lo más apreciable para los visitantes era sin duda la calidad gastronómica que degustaban en su estancia. Exquisiteces comestibles de corte internacional, rociada generalmente con buena cerveza mexicana, hacían inolvidable el viaje. En ocasión de la visita del general Charles de Gaulle a la ciudad de México, circuló la anécdota de que el chef del presidente López Mateos se “fusiló,” para la cena de gala, un platillo que este singular lugar ofrecía al más común de sus propios visitantes.

La Ciudad de los Espejos ya no existe. Desapareció de la faz de la tierra quién sabe cuándo, quién sabe cómo, quién sabe por qué. En efecto, la vieja cantina-bar de las calles Pino Suárez y Mesones, de tan sugestivo nombre, desapareció. Hoy es referente de época para numerosos ciudadanos de la capital de México, anecdotario de burócratas retirados, evocación de viejos nostálgico. Y tema para que publique en "Cuentos de Hoy", algún miembro sin demasiada imaginación.