LA ESCUELA CANTONAL Y LA FÁBRICA DE PUROS

Para el amigo Pastor Aguiar,
que hoy cumple algunos años de vida.

Debido a ciertas vicisitudes de mi familia, cuyas circunstancias no quiero recordar ni creo que a nadie pueda interesarles, yo cursé el ciclo escolar de primaria en tres escuelas. Antes de ello pasé por “parvulitos”, que es como en aquella muy lejana época se conocía a lo que después se llamó kínder garden. Eso fue en una escuela de monjas; aquí en este Grupo publiqué un relato sobre “Mi recuerdo más remoto” que es, justamente, mi primer día de clase el aquel lugar.

Como las monjitas eran muy, digamos que pragmáticas, se sacaron de la manga del hábito un año más, que llamaban preparatoria. Según ellas, donde se preparaba para el ingreso a la primaria. Cursé la tal “preparatoria” y el primero y segundo año. Pero esto es sólo dato referencial, aquí voy a escribir sobre la Escuela Cantonal de Veracruz, donde cursé el tercer año.

Supongo que eso de Cantonal pudiera sorprender aún a algún potencial lector o lectora de México. Sucede que en aquellos tiempos (estoy remontándome a cosa de los años 45-50) la estructura político administrativa de los estados del país incluía la existencia de subdivisiones regionales llamadas cantones, que supongo englobaban a varios municipios. O algo así como condados en U.S.A. Así pues, había escuelas cantonales como parte de aquella estructura que comprendía también a la escolar.

Fui a dar a la tal Escuela Cantonal a instancias de mi señor padre que supongo, sólo supongo, pues nunca supe de sus creencias o descreencias religiosas, nunca estuvo muy de acuerdo con mi asistencia a la escuela de monjitas que, es justo decirlo, impartían enseñanza de calidad. Ello no obstó para concretar su idea de que ya era hora de que yo participara de un medio escolar más severo y digamos que más masculino. La escuela de las monjas era de población mixta y la Cantonal exclusiva para varones.

Aquel cambio fue radical para mí. Ya de suyo mi ingenua apreciación era que el magisterio estaba reservado a tiernas maestras de largo hábito con todo y rosario y, de pronto, heme ahí en un medio en que predominaban severos maestros y profesoras de mirada adusta. Y fueran hombre o mujer, no eran muy complacientes que digamos con la población infantil.
Podría extenderme sobre mi experiencia en la cantonal, pero sólo quiero evocar un hecho que, de tan significativo, se me quedó gratamente adherido a mis recuerdos.

En la acera frente a la escuela se ubicaba una fábrica de puros. La muy famosa y acreditada Fábrica de Puros la Prueba. Ignoro si aún existe. Lo que sí puedo asegurar es que en La Prueba se hacían los mejores puros de México. Allí se procesaban, con tabaco, excelente tabaco, proveniente de la región veracruzana conocida como Los Tuxtlas.

Era pues, básicamente, una galera de torcedores de puros.

Interesantísimo todo el proceso de la hechura a mano de puros. Yo, la verdad, soy un total ignorante en la materia. Pienso que acaso la industrialización llegó también a la rama tabacalera de habanos. No por otra razón se ha de ponderar tanto aquello de los “hechos a mano”.

Pero no es mi intención profundizar en la manufacturación de habanos. A lo que pretendo llegar es a la experiencia que se me quedó entre alguna madejita de neuronas responsable de los recuerdos gratos.

 Era (o es) una especialísima tradición en la producción tabacalera, particularmente en la galera donde los torcedores realizaban su trabajo, la integración de un trabajador que, curiosamente, no hacía puros. Lo que hacía como trabajo era leer. Sí, LEER, vale ponerlo en mayúsculas. Y como Lector se le conocía. Y como tal era altamente apreciado. Leía, obviamente, para los trabajadores y hacerles más llevadera, incluso placentera, su labor que, supongo, no estaba exenta del tedio que da la rutina.

La tradición, según sé, se originó en Cuba, dícese que los Partagás la implantaron. Y por igual el Lector daba cuenta de las noticias que publicaba el periódico, que pasajes de obras famosas de la literatura universal. Tiempos eran en que el Parnaso Literario lo habitaban Alejandro Dumas, Víctor Hugo, E. Zola, Salgari, Dostoyevski, Stendhal… Y con ellos Rojo y Negro, Los Miserables, El Conde de Montecristo, Crimen y Castigo… Es de ponderar que los torcedores de puros eran grandes escuchas y bien que llevaban cuenta de sucesos y personajes de aquellos relatos que se les trasmitían en la modalidad de episodios diarios. Alguna vez leí que de la lectura de Dumas, y ciertamente de su personaje más célebre, se originó el bautizo de los habanos más famosos del mundo: los Montecristo.

Mención especial merece comentar que, hasta donde yo sé, José Martí fue él mismo Lector de tabaquería. “Tribuna avanzada de la libertad” llamó al lugar que ocupaba el Lector. Altamente significativa fue su relación con el gremio de tabaqueros en general y en particular con los torcedores. De ellos opinaba que trabajaban… “con la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan”… “trabajadores de hojas de tabaco y de hojas de libros”.

Dicho todo lo anterior, regreso a mi Escuela Cantonal para aclarar que en La Prueba, la fábrica de puros ubicada en la acera de enfrente, también se realizaba la hermosa tradición que he mencionado.

Entre ambos edificios obviamente no mediaba gran distancia., simplemente el ancho de una callecita y un tramo de espacio abierto, toda vez que la Cantonal estaba ubicada en medio de un parque. Así, cuando los caprichos del sentido del viento eran favorables, con la complicidad de los grandes ventanales del salón de clases, total y permanentemente abiertos dado el calor veracruzano, nos era dable escuchar al Lector y saber de las aventuras de Los Tres Mosqueteros, o las desventuras de la Dama de las Camelias. Felices tardes en que la literatura de altos vuelos suplía a la insulsa clase de nuestra profe.

Hermoso recuerdo para un viejo que gusta de vez en cuando viajar al mundo de lo que ya se fue.
En cuanto a mi historia personal diré que aquel año en que estuve en la escuela cantonal fue un “annus horribilis”, expresión que alguna vez utilizó la reina Isabel para también sintetizar un lapso anual significado por los problemas principescos generados por Carlitos y Diana. “Annus horríbilis” en parte por mi escaso gusto de estar en aquella escuela, acaso no tanto por la escuela en sí, sino por su referente con lo que llamé vicisitudes familiares.

Pero baste sólo decir que las tales “vicisitudes” evolucionaron positivamente en cuanto el señor que fue mi padre salió de nuestras vidas, casi paralelamente a mi adiós a la escuela cantonal terminado el ciclo escolar.

Al siguiente año, por materna decisión, continué mis estudios en el Colegio Cristóbal Colón, de tipo particular y lo mejor del puerto. Allí, en el ilustre C. C. C. concluí la primaria y seguí con la secundaria y bachillerato. Ocho años que habrían de dejarme gratas satisfacciones e inolvidables recuerdos.

Muchos años después, cuando el Colegio Cristóbal Colón creció en su estructura, contaba con modernas y amplias instalaciones, y llegó a fundar la Universidad del mismo nombre, volví a ser parte de su organización. Esta vez en calidad de catedrático de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Cristóbal Colón.

Pero grato o no tanto, mi paso por la Escuela Cantonal de Veracruz fue una fase significativa de mi infancia. Es, qué duda cabe, parte de las huellas que permanecen imborrables.

Como el recuerdo del Lector de la fábrica de puros.

Huellas que allí están, allí se quedaron para siempre, allí se ven siempre que uno vuelve la mirada para atrás hasta encontrarlas.

No sin cierta extraña, contumaz, indefinible nostalgia.

(J.A.C.)
26-VII-13