Cuando entré en la habitación, una terrible sensación de soledad la invadía. Un silencio perturbador e inamobible. Nada se movía. Ni debía moverse. Pero me sentía extraño en mi propia habitación, lo que me produjo aun más pánico. En mi mundo, en mi propia casita, en la representación física de mi personalidad, de mi mente, me sentía extranjero, rechazado. Me sentía fuera. Dejé la mochila, la cual cayó de una forma estridente contra el suelo. Un suelo de parqué. Frágil, brillante, valioso. Un suelo que no sentía mío. Poco a poco me dió la sensación de que donde yo pisaba un fuego ardiente abrasaba, produciéndome un dolor irreparable. Me rechazaba como el perro que ladra al extraño. No me quise quitar los zapatos. Poco a poco, ese ardiente quemazón paró. No el dolor.

Abrí la ventana para airearme, pues estaba sudando, lo cual no ayudaba a mi estado de nervios. Un fuerte viento me golpeo la cara, mientras la puerta se cerraba de un portazo. Mi miedo se incrementó. Tampoco ayudó a mi calma el golpazo. De pronto, noté como de mi mejilla caían gotas de sangre. Una sangre que se deslizaba, mientras un agudo dolor me impedía moverme. ¿Qué me había producido tal herida? Empezé a buscar por el cuarto y lo que encontré me produjo asombro, pues una hoja cubierta de la sangre más roja, manchaba y tapaba la carta de Aina. ¡Que solo me sentía desde su marcha! Era una carta que guardaba con todo cariño, pues mi relación con ella había sido de lo más especial. Pero ahora mi sangre la manchaba, tapando todas las letras a su paso. Era exagerada la cantidad de color rojo que cubría el papel. Me lavé la herida, pero la sangre no cesaba de huir de mi cuerpo. Una herida superficial, pensé. Intenté abrir la puerta, pero la figura del muñeco calavera que tanto adoré en su tiempo me paralizó de horror. Ese movimiento de cabeza, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Esos ojos grandes y oscuros, fijos en mi mente, en mis recuerdos ya para siempre. Esa indiferencia en sus facciones y en la postura que adoptaba. Me producía un terror impensable. ¡Blanco como los muertos era el maldito muñeco! Intenté no mirarlo, mas no podía apartar mis ojos de los suyos. Me hipnotizaba con sus movimientos. Tuve la sensación de que sonreía por mi sufrimiento, que adoraba lo mal que lo pasaba. Algo cayó, provocando un estruendo en la habitación. Eso me ayudó a desviar la mirada. Un montón de libros habían caído, Kafka, Shakespeare, Goethe, incluso uno de J.D. Todos esos libros se habían abierto en el final de sus historias. Así por ejemplo, Gregor moría, y era barrido, mientras Julio César era asesinado, y Werther se suicidaba por su amor no correspondido. El de J.D. había dañado gran parte del parqué, provocando el destrozo del libro y del propio suelo, y desgrrando muchas de sus páginas. El fuerte viento volvió a golpear, provocando mi desequilibrio. Me di contra la esquina de la estantería, creándome un enorme daño en la cabeza, y un gran charco de sangre. Me retorcí de dolor, pero nadie podía ayudarme, pues el viento silbaba demasiado fuerte para que la calle me escuchara, y no había nadie en casa que me pudiera socorrer. Estaba solo. Y era rechazado por mi hogar. El dolor era intenso, y me debilitaba a cada segundo que pasaba. No tenia fuerzas para abrir la puerta, el teléfono estaba apagado. Nada me podía socorrer. El cuarto empezó a ser mi pesadilla. Libros cayéndose, hojas afiladas, fuerte viento, sensación de soledad. Todo eso y más acabó por convecerme de que debía marchar. En un esfuerzo sobrehumano, y gastando mis últimas fuerzas, agarré el pomo de la puerta y lo giré, en pos de huir de aquel infierno. Mas la puerta no podía abrirse, pues un puñado de libros impedían su apertura. Intenté apartarlos, pero me fue inútil.

El dolor era ya muy intenso, y la sangre una constante. Destrozado, aterrorizado y sin fuerzas, caí al suelo. Solo tuve tiempo de mirar al muñeco que sonreía mientras giraba la cabeza, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha...