LA SED

Desperté sobresaltada y con una sed terrible. Me senté en la cama
sacudiendo la cabeza e intentado situarme. La luz de la luna que entraba por la ventana y las campanadas dando las horas me ayudaron.

Estaba en Valdemorejos. El pueblo en el que habían nacido, mis padres, tíos, abuelos, bisabuelos, todos, menos yo. Lugar en el que, desde que recordaba, pasábamos las vacaciones de verano.

Me levanté para bajar a la cocina a beber agua, olvidando que la cama era tan alta como una mesa, así que en vez de bajar, me estampé contra el suelo dándome un buen porrazo y provocando el consiguiente estruendo.

Permanecí inmóvil escuchando, hasta que oí que los acompasados ronquidos de mi tío Julián continuaban resonando en toda la casa.
No por nada, porque mi tío era una bellísima persona, vamos la mejor de todo el pueblo y más, pero con un pronto… que tenía aterrorizada a toda la familia. El no era un hombre de normas, tenía pocas, pero sagradas.

Si estaba dormido no se le podía despertar bajo ningún concepto, a excepción de tres cosas: enfermedad grave o muerte de un animal, bueno si era algún familiar también se podía, incendio de la cuadra o de la casa y otra borrachera de D. Julián, Párroco del pueblo, que dicen que era cosa digna de verse.

No me puse las zapatillas para no hacer ruido y bajé las escaleras aferrada al pasamano de hierro para no caerme por los desiguales escalones.

Entré en la cocina, donde afortunadamente no hacía falta encender la luz, ya que la ventana era enorme y la luna de agosto daba claridad a la estancia cosa que se agradecía porque así no había que tocar el interruptor que conoció tiempos mejores y sólo acercarte ya te atizaba un calambre de los que te tumban

La nevera era de la época, de la época en que la compraron. Mi tío decía que para qué iban a comprar otra si aquélla conservaba las cosas tan bien. Lo malo era que cada tres días había que darle con el mazo de amasar y el cucharón grande de la sopa para quitarle a golpes el hielo que se formaba, no sólo dentro, sino también por fuera.

La abrí. Tuve suerte, se encendió la luz. Me agaché para coger la jarra del agua del último estante de la puerta. De pronto sentí un aire gélido en la nuca, justo en el medio, donde se forma el hoyuelo.

Mi mano se paralizó. Me quedé sin saliva en la boca, sentí como el estómago dejaba su lugar habitual pasando a formar parte directamente de mi garganta. El corazón se instaló en mis sienes, Mis piernas adquirieron vida propia y con una firmeza envidiable se aferraron a mis pies inmovilizándolos.

En un rápido y fugaz momento de lucidez pensé en que debía girar la cabeza para intentar averiguar qué era lo qué estaba pasando, pero como ya he dicho fue muy rápido y casi ni me enteré del mensaje enviado por mis neuronas.

El momento se eternizó. Andaba ya barruntando en que alguna cosa debería hacer, cuando una garra se posó con fuerza sobre mi hombro.

Bueno, ahí ya perdí el mundo de vista. Me encomendé a Santa Eufemia, Patrona del pueblo, me despedí mentalmente de todos mis seres queridos y decidí entregarme a mi destino fuere el que
fuere, con tan sólo10 añitos.

Una vez dispuesta a entregarme a mi suerte y dándome ya todo igual quise mirar al monstruo de la garra, pero un horrible grito volvió a paralizarme.

Cerré instintivamente los ojos, no sé porqué. Porque de cerrar algo hubiera debido cerrar los oídos. Pero claro, era la primera vez qué me pasaba algo así y actuaba por puro instinto.

Intenté moverme y no pude. La garra me mantenía inmovilizada. Una mano, la que usé para intentar coger la jarra, se me había quedado pegada a la goma de la puerta de la nevera, debido a la capa de hielo. De la otra me olvidé. Sí, sí, me olvidé ¿qué pasa? a vosotros me gustaría veros en semejante trance.

Estaba en una situación desesperada. No podía moverme, no podía gritar, no podía nada de nada. Empecé a sudar. Me entraron unas ganas enormes de llorar y lloré, a raudales, con los mocos resbalándome cara abajo, pero me daba igual. ¡Total, me iba a morir!

En estas cavilaciones estaba cuando oí el vozarrón de mi tío Julián:

- ¿Qué coño pasa ahí abajo?

¡Santa Eufemia querida! Mi salvación bajaba por la escalera dando unos golpetazos tan fuertes que aún no podía comprender cómo la garra no me soltaba.

Tío Julián encendió la luz, soltó un taco, de los gordos, por el calambrazo, y el muy, el muy… mira no sé ni cómo llamarle empezó a reír, pero con unas carcajadas qué…¡ qué me dio un coraje! .

Plantándome en la cabeza su enorme mano, me espetó:

- Pero ¿qué haces con la nevera abierta y el rastrillo de la
hierba encima del hombro? ¿No ves que te vas a desgraciar mocosa?

Lo miré pensando que se había vuelto loco. No le entendía. Se acercó a mí y con suavidad levanto la garra, enseñándome el rastrillo. Me abrazó riendo preguntándome si estaba asustada. Asentí con la cabeza y en medio de hipos y mocos se lo conté todo.

Sonriendo me abrazó y me explicó lo que había pasado. Al entrar en la cocina había dado un golpe al mango del rastrillo apoyado en la pared, que cayó lentamente hasta darme en el hombro. También tenía respuesta para el grito y el aire gélido.

Era tan sencillo que hasta yo me reí. El aire gélido, que ahora, a tiempo pasado, era más bien un airecillo, lo produjo el rastrillo al caer. El grito lo había dado yo, y eso fue lo que le despertó a el.

Brindamos con un par de vasos de agua y nos fuimos a dormir.

Daría.
Juncosa, agosto 2011