Red de Literatura y Cine
Como todas las madrugadas, Melina se encamina, con paso firme, al cementerio, un descampado al borde del caserío, cercano a Villa Turdera. Se apura, debe volver a la casa para el desayuno. El camino de tierra trepa la loma, que corta el horizonte desnudo, yermo.
Inexplicablemente, de pronto resuenan en el espacio los compases de un tango. Fue un accidente; alguien, lejano, silencia inmediatamente el ruido trasgresor. Pero Melina no interrumpe el iniciado vaivén cadencioso de sus huesos gastados, de sus recuerdos polvorientos.
***
—Tango campero. De los que yo tocaba —se dice. Porque ella integró, en sus veinte, una orquesta de señoritas. Se corrige: no es tanto como suena. Papá la hizo estudiar, en el conservatorio de la esquina, canto y violín. La atiborró de tangos letra, música y leyendas. Iletrado enciclopedista vocacional, ávido de mundos míticos, le contagió el gusto por la música, las historias y leyendas heroicas.
A los veintipico se presentó, una noche, ante la pianista de la orquesta de señoritas que arremetía con tangos y milongas en el bar de Alem, en la recova. Malena –así la llamaron sus padres- cantó un tango.
—No sigas —la interrumpió la pianista—: no cantés tango. ¿Y con el violín cómo andás?
Quedó de violinera. Suplente, temporaria, puesto ganado por simpatía, o lástima. Religiosamente llegaba primera, se sentaba cerca de la orquesta, tomaba café como drogadicta, se iba la última. Algunas veces tocó. La tercer violín estaba sufriendo de incontinencia urinaria. La segundo violín anduvo con un comerciante griego, mientras estuvo en Buenos Aires; se engripó dos veces. Y quedó Melina, le daba vergüenza cuando alguien la recordaba Malena.
Completaba cada noche con una recorrida por Corrientes intelectual: cafés, librerías de viejo. No entendía nada, escuchaba, siempre alguno se sentaba delante de ella y, verborrágico, exponía sobre, por ejemplo, homosexualidad y conciencia política del matarife bonaerense.
Al final siempre se iba sola. “Se estaba guardando” (así hablaba su madre) para el definitivo, tenía que recibirla virgen.
—No es moralina —explicó una vez—, es que llegar usada a la pareja vulgariza, empobrece la relación. Había algo más profundo y tortuoso, pero quién sabe. Ella no.
—Esa, la de la mesa del rincón, sola, es Melina —la presentaban, privadamente, a los curiosos—. Es un bocho, podés hablarle de lo que quieras, sabe escuchar. No busca cama, no es como las otras.
A veces compartía mesa con alguna otra solitaria. No era de su preferencia, pero se entretenía.
—Y dos grapas —pidió una vez la acompañante—. Sin transformarlo en vicio, se acostumbró a la copita diaria, que nunca consintió en que se la pagaran.
Munsen (o algo así) era un marino noruego que periódicamente recalaba en Buenos Aires.
—Es mi cumpleaños —farfulló un mal castellano —, brinde por mí. Era una noche destemplada. El invierno azotaba la recova. Melina, entumecida, brindó. El bar estaba alegre, un poco desbordado. La orquesta reanimaba con pasodobles y polcas. En la mirada del noruego se sucedían nostalgias de fiordos y de planicies heladas. Brindó otra vez
Recobró la conciencia cuando Munsen la penetraba, en el baño del bar. No se resistió, perpleja, ya era tarde. O era hora. Él le prometió escribirle, no olvidarla. Ella –como siempre- no respondió.
La carta de Munsen era tierna, nostálgica. Alguien se la escribió en castellano, pero era él. En dos meses volvía, quería llevarla a Noruega.
La primera carta que Melina escribió en su vida le daba a Munsen una dirección en Turdera. Al final decía “avisame cuando vengas, te voy a esperar a la estación de tren”.
En Turdera, le hizo una tumba prolija, despojada. El veneno lo había puesto rígido. Le costó arrastrar la carretilla por el campo, el cadáver envuelto en arpillera, desde la casa que fuera de sus abuelos.
Pobre noruego. No le guardaba odio. Después de todo, fue sólo mala suerte la que lo juntó, océano por medio, con una mujer cuyo sueño no era precisamente, ser valquiria. Pero le había quebrado el ideal, lo transformó en utopía. La heroína mítica se hizo aventurera mediocre. Y ahí estaba él ahora, pagando el precio de profanar un cuerpo que no le pertenecía. El cadáver, ahí, la eximía a ella de culpa.
Cuando terminó recogió la pala, la puso sobre la carretilla, escupió sobre la tumba y regresó a la casa.
De vuelta en Buenos Aires, la rutina continuó sin variaciones. Siguió tocando tangos, recorriendo Alem, Corrientes. Continuó con el café, abandonó definitivamente la grapa.
Hasta que Leo llegó a Corrientes. La encontró en La Paz. Le habló poco, nada de arte, algo de sueños y pesadillas. Consiguió hacerla hablar, algo de sueños, nunca de pesadillas. Se enamoró de él perdidamente. Pero ya no era virgen, no podía ser de él No podía soportar que él viera la leyenda degradar a anécdota barata.
—Dame tiempo, necesito que me comprendas. A Leo paulatinamente se le fueron agotando paciencia y comprensión.
Una noche Melina informó de una visita a unos familiares en Turdera. Se comunicaría. A la semana, Leo recibió una carta que finalizaba: “avisame cuando vengas, te voy a esperar a la estación de tren”.
* * *
Ya llegaba al cementerio. El viento ejercitaba coreografías alrededor de las lápidas. El sol, todavía bajo, esparcía tenebrosas sombras de almenas. Arrodillada, limpió y emparejó la tierra de la tumba del hombre que le truncó el futuro. La escupió, se levantó y se corrió unos pasos al costado. Arrodillada, limpió la cruz, frotó la chapa y besó la tumba del hombre con quien congeló un presente mítico.
Se levantó, miró la tercera tumba reservada para ella entre las otras dos, giró y se encaminó a la casa.
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