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Harvey estaba enamorado de una chica de Monterrey. Todos lo sabíamos, a todos nos lo había dicho. A saber cómo la había conocido, lo cierto es que se trataba de una “niña bien” que, obviamente (obviedad de ese tiempo) vivía en la Colonia del Valle, sede residencial de los riquillos, al menos en esa época. Se llamaba Alfonsina, pero el “Conejo” se refería a ella como la Alfonsiniapas. “”De cariño” decía él. Era su manera de darle un toque de humor a su peculiar enamoramiento. Sobre los avatares de su cortejo, y los permanentes rechazos de la niña de la Colonia del Valle, mi memoria me traiciona pues seguramente el Conejo nos los compartió. Para el caso, lo evidente es que la chava aceptaba las reiteradas llamadas telefónicas de Harvey, eso me consta. Y también evidente sería que se daban de tal manera, que las esperanzas del Conejo no se desalentaban. Sana intención de la Alfonsiniapas de no herir a Harvey. Error de él por no saber interpretarlo, asido a aquello de que “la esperanza muere a lo último”.

Conocedor de la vida nocturna bohemia de la ciudad, Harvey sabía de unos estupendos trovadores. Ellos amenizaban las veladas del bar del hotel Ancira hasta medianoche y luego se dedicaban a serenatear. Al Conejo se le ocurrió llevarle serenata a la Alfonsiniapas con ese trío, y nos invitó a todos para que lo acompañáramos en el romántico numerito. Todos sin excepción aceptamos.

Vaya si lo recuerdo. Llegamos a la Placita Hidalgo y al hotel Ancira. Para variar era invierno, -diciembre o enero-, y hacía un frío de seis grados bajo cero. Una nadería, supongo, para los que viven al norte de U.S.A. pero para nosotros, nacidos en tierras tropicales, aquello era un frío que nos hacía temblar. Razón de más para ingresar al bar del hotel a degustar unos bebestibles y esperar que se desocuparan los trovadores, Harvey hizo el trato con ellos y nos dispusimos todos a “viajar” hasta la Colonia del Valle. Y en verdad era todo un viaje, la distancia entre donde nos encontrábamos y la zona residencial de la Alfonsiniapas era considerable.

La peculiaridad de la anécdota es que al Conejo también se le ocurrió que el viaje lo haríamos a bordo de… ¡una calandria! Para quienes no sepan que es eso de calandria he de aclarar que las que quedaban, o quedan en México, provienen de hace más de un siglo, en que eran un vehículo común como medio de transportación. No sé qué nombre se les dio en otros lares, pero para el caso lo importante es describirlas. Mi desvalida sesera lo hace de la manera más elemental: carruajes abiertos, con dos asientos ubicados uno frente al otro, y tirado el carruaje por un jamelgo. Tiempos eran en que, dentro de los atractivos turísticos de Monterrey, en esas desvencijadas calandrias se hacían paseos por el centro regiomontano.

Negociación especial tuvo que hacer el Conejo con el cochero para hacer el viaje hasta la Colonia del Valle. Luego entregó a los trovadores una botella de brandy y otra a nosotros, “para el frío” del camino y… ¡a casa de la Alfonsiniapas!

Ciertamente se sentía un frío de la chingada. Pero entre que vestíamos como esquimal, el calor emanado de nuestra efusividad, y el estimulante brandy, lo toleramos estoicamente. De veras, difícilmente recuerdo un frío como el de esa noche, sufrido prácticamente a la intemperie, en ese carricoche tirado por un cansito jamelgo. Y entre su cansino trotar y de que hicimos como una hora para llegar a la residencia de la Alfonsiniapas, pues vaya gélida anécdota derivada de una ocurrencia más del Conejo.

Felizmente llegamos a la casa de la Dulcinea de nuestro Quijote. Felizmente porque nadie se convirtió en paleta helada. Felizmente porque todos estábamos alegres (algo habrá que acreditar al producto Domecq) y sinceramente compartíamos la dicha del Conejo que se ilusionaba con que la original serenata le abriría felices expectativas.

Se dio la romántica serenata, la verdad el trío de trovadores la hizo de lo mejor. Las canciones ni las recuerdo, lo usual en este tipo de eventos sentimentales. Lo que sí recuerdo fue que Harvey, quien además de cursi era medio excéntrico en menesteres como el de la ocasión, pidió al trío que rematara con “El día que me quieras”, el famoso tango de Gardel. La excentricidad no la menciono por la elección, sino porque Fragoso pidió que, a media canción, nos encaramáramos todos de vuelta en la calandria, pero que el trío siguiera cantando. La idea era que las melodiosas notas y el mensaje de “El día que me quieras” se fueran diluyendo, con un supuesto toque romántico, a los amados oídos de la Alfonsiniapas.

Si hablamos de efectividad de la peculiar serenata, valió madres. Al día siguiente la niña de la Colonia del Valle le llamó a Harvey, le agradeció gentilmente la serenata… y eso fue todo. Jamás correspondió al amor de mi amigo el Conejo.

En el período que compartí vida cotidiana con el Conejo y demás fauna, es que empecé a trabajar. Fue en una compañía constructora que tenía un importante Taller de proyectos arquitectónicos. Por cierto, ubicada en uno de los edificios principales del centro de Monterrey de aquel entonces. Decidí entonces dejar la casa de aquellos cuates y me fui a rentar un cuarto de servicio en una casa familiar. Me quedaba a pocas cuadras de la Compañía en que me integré a las “fuerzas productivas”. Fui haciendo méritos en el trabajo, ya disponía de plata segura cada mes, no mucho después me casé.

Mi amigo y yo nos volveríamos a ver en dos o tres ocasiones. Distintos los tiempos, distintas las circunstancias.

Distintas también las personas. El Conejo y el Mesié habían quedado muy atrás.

J. A. C.