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       Muy cerca de la casa en que vivíamos se encontraba un panteón. Tenía por nombre El Carmen. Parece ser que se hizo a finales del siglo XIX, cuando aquellos lares no eran otra cosa que sembradíos o tierra virgen. Con el paso del tiempo creció la ciudad de tal manera que en los tiempos de este anecdotario el tal panteón estaba en medio de una zona totalmente poblada. Explicación pertinente para contar la anécdota.

       Un día se le ocurrió al Conejo proponernos a todos los de la casa una visita al panteón. Pero no para conocerlo, ni siquiera como curiosidad, sino para introducirnos hasta el fondo y volver a salir… ¡a las doce de la noche!

       Lo planeó muy bien. En algún momento del día debíamos entrar todos, cada quien con un pequeño objeto personal (unas llaves, unas monedas, un “chunche” cualquiera) y dejarlo escondido en un lugar predeterminado al fondo del panteón. El pacto era ir en grupo, exactamente a las doce de la noche, y que cada quién entrara a recoger su objeto. Desde luego, desde las seis de la tarde cerraban el panteón, por lo que el Conejo negoció con el vigilante nocturno que, previa una generosa propina, abriera el acceso y nos dejara ingresar a medianoche.

       Todos aceptamos el reto y todos fuimos en el día a depositar nuestro objeto. Mas no todos cumplieron el pacto; un centroamericano de plano dijo que “se rajaba” y alguien más, menos honesto, alegó que debía estudiar para un examen. (Y el cretino cobardón se dio el lujo de decir además que “no estaba para bromas pendejas”)

       Y se realizó la  original cuanto macabra “diversión” elucubrada por el Conejo. En punto de las doce de la noche allí estábamos en la puerta del panteón los “valientes” de la casa. El entrecomillado es muy coherente pues, la verdad, confeso o no, creo que todos teníamos un buen de miedecillo.

       El cementerio era una verdadera “boca de lobo” y de lúgubre aspecto, cual corresponde a cualquier panteón que se respete. Ya no digamos en la noche.              Recordemos que estoy escribiendo sobre uno mexicano, acá no son como los de U.S.A.

       Cada uno de nosotros se había provisto de una linterna, toda vez que era casi imposible cruzar el panteón sin romperse la crisma por alguna caída debida a un tropezón con algún elemento sepulcral ya que, debo reiterarlo, nuestros panteones abundan lo mismo en simples lápidas que en verdaderos mausoleos, distan años luz de ser lo sencillísimos y ordenados que son los estadounidenses.. La pálida luz de nuestras sencillas linternas, jugaba como un elemento más de espeluzne en ese ambiente sombrío, oscuro como “boca de lobo”.

        Cada quién como pudo llegó adonde había dejado su objeto personal y lo recogió. Pero si algo queríamos era salir cuanto antes, así que todos, sin excepción, salimos corriendo sorteando tumbas y fúnebres monumentos hasta llegar a una callecilla central que conducía al acceso. Realmente corrimos como alma que lleva el diablo en pos de la salida. Fue como el “Maratón de la Mieditis”. Yo llegué a la salida en segundo lugar. Jamás en mi vida había corrido tan velozmente.

       Bueno, tal vez en otra ocasión lo había hecho.

       Y fue también derivada de una ocurrencia del Conejo “para pasar el tiempo”.

       “En una noche de frío, de duro cierzo invernal”, como dice la canción de mi paisano Agustín Lara, departíamos todos agradablemente en la sala de la casa. Si al calor de unos brandys, no lo recuerdo. En todo caso, no se requería de ese estímulo para alentar la imaginación lúdica del Conejo. La ocurrencia esta vez fue que saliéramos todos a “dar la vuelta a la manzana”. Lo cual no tiene nada de original, lo original fue que la diéramos... ¡en calzoncillos!

       Esta vez hubo consenso unánime. (Yo creo que sí hubo el calor de unos brandys). Así que enfundados en paños menores le dimos la vuelta a la manzana, obviamente a 100 km/h. Fue otra vez un “Maratón de la Mieditis”, ahora no porque se nos apareciera un alma en pena, sino una patrulla con policías. Con la corredera, digna de una Olimpiada, ni el frío sentimos aún en “paños menores”, y la verdad que lo hacía y bastante. Por su parte, el Conejo no le hizo honor a su apodo y fue el último en llegar a la casa, resoplando además como búfalo.