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No, no es que tenga o haya tenido un amigo como Harvey, el invisible conejo inseparable compañero de James Steward en una película de los ´50. Mi amigo, el Conejo, fue un chavo que conocí allá en mis juventudes, cuando era yo un estudiante de arquitectura en el Tecnológico de Monterrey. Lo de Conejo nunca supe quién le puso el mote ni desde cuándo. Era fácil deducir el porqué: No por las orejas sino por la boca; era, digamos que algo “trompudito” y definitivamente le sentaba bien el apodo.

Como tantos otros estudiantes, vivía yo con otros amigos en una casa rentada, linda casa en verdad, donde nos asistían para efectos de aseo hogareño y preparación comestible, dos señoras. Viviendo ahí me llegó una época en que, por razones que prefiero olvidar, mi economía había entrado en un estado tendiente a la precariedad. Para mi fortuna, supe de otro grupo de amigos que también habían rentado una casa para vivir y contratado a una señora para que los atendiera. No era una casa linda como en la que yo estaba, de hecho bastante modesta pero amplia y, tal como la manejaban mis amigos, bastante atractiva en el aspecto económico. Les pregunté si acaso habría un lugarcito para mí y me respondieron afirmativamente. En realidad encantados, un ingreso más no les caía nada mal. Total, era cuestión de “echarle un poco más de agua a los frijoles”.

Llegué pues, a esa casa, no por invitación de sus residentes o preferencia mía, sino por conveniencia económica para ambas partes. Anécdota adicional y representativa: llegué a habitar un cuarto de servicio, que no era propiamente de azotea sino situado en la planta alta, ya que ésta contaba con una amplia azotehuela y, al fondo, apartado de las recámaras, estaba ese cuarto, con modesto baño propio. Era de hecho un cuarto para servidumbre, pero no se usaba para esos fines pues la señora que atendía a los muchachos a diario hacia el recorrido de su propia casa a la de mis amigos. Para mis rarezas personales, estaba perfecto, acepté gustoso y la pasé bien mientras estuve en esa casa.

Ahí vivía un compañero de carrera desde que ambos entramos al Tec, un hermano menor de él, un par de estudiantes no mexicanos bastante anodinos, otro paisano del sureste mexicano medio santurrón… y el Conejo. No voy a decir su nombre, así que aquí me referiré a él siempre como el Conejo. Se me ocurre que también como… Harvey.

Por cierto, el Conejo no era estudiante, ni del Tec ni de lugar alguno; de toda la palomilla era el único que trabajaba. Era algo así como gerente de una empresa sencilla cuyo giro no tiene importancia alguna en este deshilvanado relato.

Harvey y yo entablamos desde el principio una buena relación de cuates. Diría que la mejor entre los que habitábamos esa casa. Con los demás la llevé bien, simplemente bien.
Curiosa relación entre dos personas bastante distintas. Nunca supe sobre el historial académico del Conejo, supongo que llegaría si acaso al bachillerato. Pero ciertamente era empeñoso, trabajador, responsable. Con él nunca hablé de libros simplemente porque no los leía, tampoco de conciertos o de arte, sí en cambio aprecié su disfrute de las cosas simples de la vida. Incluso me pareció un tanto simplón, pero era parte de su personalidad alegre y algo pueril, que además trasmitía y hacía sentir bien a los demás.

De mí no sé cuál sería su síntesis, pero creo que igual me apreció sin mayores vueltas a la tuerca de la complejidad. Le ha de haber caído bien mi carácter serio y reservado, pero sin hosquedades. Y por alguna faceta de mi personalidad hasta me puso un sobrenombre: “Monsieur Aviña”. Afrancesado mote que para el caso fue realmente “Mesié Aviña” y que ya de plano se quedó usualmente en “el Mesié”. Así de simple solían referirse a mí. En esa casa deje de ser Javier y dejé de ser Aviña, era para todos “el Mesié”. Ni me disgustó ni me hizo feliz, me acostumbré a él, era producto de las buenas ondas del Conejo. Por lo demás, no niego que el mote me parecía simpático.

A pesar de que con los cuates de esa casa no tuve la afinidad habida con otros, conocidos en tiempo atrás, puedo decir que la pasé bien. Si en general la mayoría eran bastante intrascendentes, ese ambiente casi banal me cayó bien. Vivía yo una etapa difícil; no mucho tiempo atrás había muerto mi madre, más tarde rompí relaciones con mi padrastro, mis recursos económicos provenían del apoyo de una tía, apenas para lo estrictamente necesario, etc. En realidad no estaba yo como para amistades complejas, por interesantes que pudieran ser. Curioso, a veces la mayor simpleza cotidiana, intrascendente, en tanto que deviene en tranquilidad, es lo que mejor funciona en un momento de la vida.

(Le seguimos mañana)