Jacinta está feliz, hoy su marido y sus hijos le han dicho que la acompañaran a la Misa del Gallo. No quiere entrar en soberbia, pero lo ha conseguido, eso sí, después de muchos años de plantar en la mesa a toda su  familia para celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Su marido se ha convertido en un, casi, casi, ateo, y sus hijos después de la primera comunión comenzaron a escaquearse y no volvieron a la iglesia Ella no pudo con ellos, luchó con coraje y predicó grandes reprimendas que no llegaron a producir cambios. Como cada navidad insiste y se lamenta de la poca fe que demuestran. Su marido, con retintín, se queja de que los deja abandonados en medio de la cena. Ella le replica, lagrimeando, que son unos egoístas pues, después de tantos años, no son capaces de hacerle el regalo de ir con ella, no se lo merece es una buena madre y esposa. Y ocurrió el milagro de la navidad, su marido le dio la razón: Avisaré a los demás e iremos juntos—dijo emocionado—, parece mentira, sabes que eres nuestra debilidad.

Es la respuesta a sus plegarias, ¡Cuánto ha luchado siempre! Cuando su hija mayor le comunicó que se casaba, lloró y lloró hasta la extenuación para que  cejase en la idea de casarse por el juzgado.  Consiguió que se casara por la iglesia, pero nada más. Ahora con nietos sigue con la misión de hacerlos católicos, los lleva al catecismo. Su nieta mayor la sigue con su hermano más pequeño a misa todos los domingos, y los dos pertenecen al coro de la iglesia. Creo que a estos niños los llevo por el buen camino—piensa cada día.

Su hija y su yerno, hay que reconocerles algún mérito, nunca le niegan el que les inculque el amor a la religión. A veces los malos pensamientos le vienen y le murmuran: Jacinta serás boba, ellos encantados, te los dejan el sábado y el domingo y con la disculpa de ir a recogerlos ya comen en tu casa.  No importa, los adoro— se contesta ella. Pero su hija una vez le advirtió: En cuanto sean mayores y no quieran ir, a mí no me pidas ayuda.

Ha preparado una bonita mesa y mejor cena, esta vez se ha esmerado más de lo acostumbrado, todos están contentos. Brindan con champán por otra navidad juntos y cuando ella informa que es el momento de irse, nadie protesta, tampoco hacen bromas y su marido se viste con la corbata de las celebraciones.

En la calle el frio espabila el alma, a ella le sobra la bufanda, es el calor de la felicidad. Po el camino saludan a los vecinos que extrañados los miran. Sus hijos van hablando como cotorras y ella fuertemente asida al brazo de su marido. En la iglesia todos los bancos están ya ocupados no les queda más remedio que acomodarse a la entrada, hay muchísima gente, mejor, más emotivo será para su familia. Esperan impacientes, sus nietos están ya con los demás niños del coro. El sacerdote y párroco, Don Manuel, ya es mayor, pero un buen sacerdote, lleva en aquel barrio muchísimos años y su lucha ha sido siempre la educación de los niños y el bienestar de gente obrera  sin recursos. Siempre está dispuesto a ayudar, nunca se queja y no pide nada para la iglesia. Es sabido por todos que ha sido amonestado por su diócesis.

¿Qué le ocurre hoy a Don Manuel?, le cuesta pronunciar las palabras ¿Está enfermo? Jacinta  echa un vistazo a su marido, está sonriendo. Mira a sus hijos, también ríen disimuladamente y se dan codazos entre ellos. ¡Señor que se comporten, que no me amarguen la navidad!  Don Manuel además de hablar cada vez peor, camina por el altar inseguro ¡Y si le está dando un ataque! Jacinta da un codazo a su marido y éste le hace seña de que se tranquilice.

Deriva su atención hacia los niños. Cantan que parecen ángeles da gusto oírlos, mi hija los mira embobada ¡Ay que felicidad!

En esto se oye un coral ¡Ohhhhhhhhhhhh!, son los niños. Jacinta anonadada contempla al sacerdote que  está extendido en el suelo. El monaguillo intenta levantarlo. Las niñas del coro tienen sus ojos espantados del susto y sus manos en la boca para no seguir gritando. Los niños se ríen descaradamente, su nieto es el más pequeño de todos y se ha puesto a observar el espectáculo  en medio de los que quieren levantar a Don Manuel para  no perderse nada. Un silencio sepulcral cambia la misa de tono. Distintas rondas de toses consiguen  que parezca el pasillo de un hospital, además las gentes se obligan para que las risas no se les escapen y es todo una farsa del disimulo. ¡Qué vergüenza la de Jacinta, para una vez que su familia está allí! Después del mal trago el sacerdote entró en espiritualidad y acabó la misa en un santiamén. Jacinta, abochornada, no era capaz de retomarla.

A la salida del templo todo son comentarios: ¡Pobre hombre, ya está mayor!  ¿Pero cómo se le ocurre beber en este día? ¡Una vergüenza!

Su marido y sus hijos, mientras dura la espera de salir  los niños, hacen como si no pasase nada. Su  nieto sale gritando:

—¡Abuela, abuela, menudo porrazo se dio Don Manuel!

—Si mi amor, debió de tropezar con algo — dice Jacinta muy seria.

— ¡Qué va abuela! Le pregunté que le había pasado y me dijo que el Niño Jesús es muy juguetón y le ha puesto la zancadilla. Pero como hoy es su cumpleaños no le castigará.

Las carcajadas de todos inundaron el atrio, solo Jacinta quería llorar. Su marido cariñosamente le abraza por los hombros, la acerca a él y al oído le susurra:

—No te disgustes, que es bueno saber que los sacerdotes son humanos y les gusta celebrar la navidad.