Allá por los primeros días de febrero del palindrómico año 2002, cuando Augusto Monterroso despertó un poco más y sufre un infarto al miocardio. Un dinosaurio estaba ahí. No que fuera un tiranosaurio o un diplodocus, visión que ciertamente hubiera colapsado lo mismo a Monterroso que a usted y a mí; pero… ¡era un dinosaurio!

En realidad se podría decir que un dinosaurito, acostado cuan largo (o chico) era, junto a los pies del famoso escritor. Tito Monterroso pensó que estaba soñando o que una extraña fuerza energética extrapolaba a su realidad lo que él alguna vez había creado como ficción literaria. Pasó su mano sobre su rostro, sobre sus ojos, restregó sus cabellos, hasta que finalmente cobró plena conciencia de que estaba vivo, despierto, inserto en la realidad del inicio de un día más.

En tanto, el dinosaurio, dinosaurito, porque no tenía mayor estructura que un perrito caniche, también se despertó, emitió un bostezo, giró su cabeza y fijó su mirada en la faz asombrada de Monterroso. Sostuvo por segundos esa mirada, que el gran Tito descubrió plena de ternura, y luego se movió para acercarse a Monterroso quien no hizo esfuerzo alguno para evitarlo. El Dino – llamémosle así – olfateó el rostro de Tito Monterroso quien no se asustó, simplemente lo dejó hacer en tanto seguía descubriendo a ese ser venido quien sabe cómo ni de dónde. Y si algo por demás significativo encontró en esa fugaz incursión de descubrimiento, fue la mirada del Dino, emanada de los ojos más nítidos, serenos, tiernos. Los asoció mentalmente con los del perro excepcionalmente leal y cariñoso que tuvo en su juventud.

Monterroso pasó la palma de su mano sobre el cuerpo del Dino y descubrió una textura insólitamente tersa. La piel de un tono jade. Pareciera un peluche hecho con terciopelo verde.

No quiso despertar a su esposa, la también escritora Bárbara Jacobs.

Tito Monterroso ya sabía que su esposa le diría “te lo dije”, recordando lo que ella le vaticinó cuando él escribió El Dinosaurio. En aquel entonces, 53 años atrás, Bárbara expresó: “Algún día se va a aparecer un dinosaurio en esta casa”, y ahora Tito recordaba que él le respondió, presuntamente irónico: “Primero desaparecerá el PRI de la casa presidencial”.

Monterroso sonrió al recordar aquella anécdota de su vida de pareja. Pues sí, pensó, primero desapareció el PRI de la casa presidencial y llegó el día en que apareciera un dinosaurio en esta casa. Concluyó que su esposa Bárbara no sólo era una excelente escritora sino tenía, adicionalmente, facultades de pitonisa.

Y tal como lo imaginaba ocurrió. Bárbara Jacobs se despertó, sin el menor asomo de sorpresa vio a Tito y al Dino, se dirigió a su esposo y le dijo: “¡Te lo dije!”. Arrellanó su cabeza en la almohada y siguió durmiendo.

Augusto Monterroso se levantó, abandonó la recámara y encaminó sus pasos a la cocina. Detrás de él lo siguió el Dino, con un andar un tanto vacilante, como el de un niño que empieza a dar sus primeros pasos por cuenta propia.

Tito preparó su desayuno y el de su esposa. Comenzó a darle al Dino “probetes” de cuanto alimento encontró en la cocina para conocer sus gustos gastronómicos. Al cabo de una veintena de degustaciones descubrió que simplemente le fascinaban el arroz y los frijoles. Y en cuanto a las bebidas, el agua de tamarindo.

Bárbara Jacobs llegó poco después para desayunar con su esposo. Para que desayunaran los tres, pues Monterroso ya para entonces había encargado por teléfono a una tienda cercana los tazones destinados a la comida y bebida del Dino. Ya se ocuparía más tarde en salir a escogerle un “mantel”.

“¿Y cómo vas a bautizar a tu Dino?”, preguntó Bárbara.

“Ah, lo he pensado bien mientras preparaba el desayuno”, contestó Monterroso.

“¿Y?”

Augusto Monterroso sonrió verdaderamente satisfecho. Pareciera que acababa de poner punto final a un nuevo cuento. Contestó:

“Se llamará Titino”.

Ahora fue Bárbara Jacobs la que rió ampliamente.

”Vaya, vaya, así que ahora mi vida la comparto con Tito y Titino. Buena idea y título para un cuento: “Mi vida con Tito y Titino”… o algo así”.

Tito y Titino emitieron al mismo tiempo un hmmm por parte del escritor y un grrrrr por la del Dino, que Bárbara quiso interpretar como señal de aceptación y simpatía.

“¿Y crees que nos traiga buena suerte tu Titino?”... preguntó Bárbara.

“Puedes estar segura que será un buen año” respondió enfáticamente el célebre escritor.

*

Lo fue. Poco después Monterroso realizó un viaje a España a recoger el Premio Príncipe de Asturias en Letras. Dentro de la satisfacción y júbilo que aquel suceso le representó, no pudo dejar de sentir el golpe de la nostalgia por aquel pequeño dinosaurio que, como un cuento de ficción sembrado en la realidad, había llegado a su vida. Supo entonces hasta qué punto se querían mutuamente.

Definitivamente, el “año Titino” fue un buen año. En agosto Alfaguara publicó “Pájaros de Hispanoamérica” una antología de 37 textos escritos por Monterroso años atrás, homenaje a escritores como Ernesto Cardenal, César Vallejo, Rulfo, Borges, Cortázar, Onetti, Salazar Bondi… «Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aún del mismo».


*

Los Monterroso - Jacobs vivián en una casona de Chimalistac. Muchos, muchos años atrás, Chimalistac había sido un sencillo pueblecito cercano al Distrito Federal. Por aquella época había que hacer todo un viaje de la ciudad capital al tranquilo y hermoso pueblo. Ahora, devorado por el crecimiento urbano, era el vestigio de un México quedado muy atrás. Chimalistac, además, conservaba un encanto especial, seguía siendo hermoso y tranquilo, un remanso de paz excepcional en la enorme y caótica ciudad de México.

Allí se localizaba la residencia de los Monterroso – Jacobs. Hermosa casona que guardaba una atmósfera de lo antiguo, las comodidades de la vida moderna y jardines en que se integraban la belleza natural y una paz casi monacal. Lugar predilecto de Augusto y Bárbara para el descanso y la intensa y cotidiana plática literaria.

Desde el día de su “aparición” el Dino Titino se convirtió en inseparable compañero de Tito Monterroso. Lo seguía a todo lugar de la casa adonde el famoso escritor se dirigiera.

Como se sabe por una amorosa indiscreción de Bárbara Jacobs, Monterroso era muy indisciplinado para escribir. No tenía recinto especial ni lugar establecido y mucho menos alguna hora o día para hacerlo. Muchas veces lo hacía en ese bello y sereno jardín adonde Titino, siempre junto a él, parecía decirle con sus ojos tiernos y expresivos que entendía todo cuanto Tito le comentaba, pues se hizo costumbre para el escritor “comunicarle” a Titino sus ideas.

Monterroso adquirió para tan fiel compañero una cierta cantidad de camas caninas, perfectamente adaptables al cuerpo de su Dino; así, dondequiera que él estuviera, había lugar para la compañía y reposo de Titino. De hecho habilitó espacios varios para las diversas voluntades y necesidades del Dino. Bárbara aceptó, a decir verdad no precisamente jubilosa, que Titino durmiera en la cama a los pies de su esposo.

Los Monterroso - Jacobs no eran muy dados a salir de su hermosa casona solariega. Pero una que otra vez el gran Tito sacaba a Titino a “estirar las piernas” por el hermoso y tranquilo parquecito tan emblemático de Chimalistac. No faltó alguien que alguna vez le preguntó a Monterroso por aquel extraño animal que no se parecía a raza canina alguna. Respondió muy convincente que aquel “extraño animal” no era nada extraño en una zona de la Patagonia y que un escritor amigo, residente en esa localidad, recién se lo había enviado como extraordinaria expresión de afecto. Versión propalada y creída por los vecinos, así que era común que cuando Tito y Titino paseaban juntos por el parquecito de Chimalistac, eran vistos de la forma más natural. Recibía saludos cordiales el escritor y palmaditas infantiles el Dino.

Así pasaron los días, semanas, meses, un año. Exactamente un año.

Porque la historia no escrita por Augusto Monterroso, la más extraordinaria de su vida, debía tener un final y el final llegó.

Final de esa historia y de su vida misma. El 7 de febrero de 2003, por la noche, un zarpazo a su corazón enfermo segó su existencia.

Un día antes habían celebrado con una tarta rellena de arroz con frijoles y con helado de tamarindo la aparición del dinosaurito que el gran Tito bautizó como Titino.

Llegada la noche, Augusto Monterroso, su esposa Bárbara Jacobs y su Dino Titino se retiraron a dormir.

Bárbara apenas cerró los ojos durmió de inmediato.

Titino, como siempre, se acurrucó a los pies del escritor.

Monterroso acomodó su cabeza sobre la almohada, pensó un par de cosas y se durmió.

Cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba ahí.

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