SINCRONICIDAD III

El Sistema de Transporte Colectivo de la Ciudad de México, popularmente conocido y mencionado como Metro, se inauguró en el año 1969. Se inició con dos líneas, poco después surgió una tercera línea que ni siquiera contaba con el convoy completo en su cantidad normal de vagones. Hoy está constituido por doce líneas, -una más en proceso-, y 195 estaciones. Entiendo que circulan 355 trenes o convoyes toda vez que, obviamente, cada línea cuenta con varios de ellos. (Cada convoy está formado por 9 vagones). En términos generales, cada día una línea transporta más de 100,000 usuarios.

Yo he sido “metrero” consuetudinario. Por muchos años. Sólo en los períodos que razones apremiantes nos han llevado a mi familia y a mí a otros lares ajenos a la capital, he dejado de serlo.

Mi anecdotario personal relacionado con el Metro es profuso e interesante. De hecho me representa cierto esfuerzo abstenerme de asumirme como relator de temas. Por lo demás, este texto se enfoca a compartir otro fenómeno personal de Sincronicidad, no de anécdotas experimentadas en el Metro, por interesantes que presuntamente pudieran ser.

Lo que sí es importante mencionar es que el Metro, con el paso de los años y la indiferencia de las autoridades, se ha convertido en el paraíso del llamado eufemísticamente “mercado informal”. Bien por los ciudadanos convertidos en vendedores de toda suerte de cosas inútiles y que así se ganan el pan de cada día. Excelente para el desgobierno que astutamente maneja las estadísticas de la economía y así manipula la realidad del desempleo en México. Mal para los usuarios del Metro que padecen toda suerte de incomodidades producto de aquellos que no viajan para arribar a un destino determinado, sino que entran y salen de los vagones vendiendo piratería de discos y películas, golosinas, comida chatarra, etc. Por no abundar en los que usan el Metro para ligues gay, hostigamiento sexual hacia las damas, raterías y asaltos, etc.

Toda suerte de cosas agradables unas, desagradables otras, he visto y vivido en el Metro. Pero aquí de lo que voy a hablar es de lo que No he visto.

En años y años y años, nunca, jamás, había visto que alguien entrara a un vagón a declamar un poema a cambio de unas monedas. Jamás… salvo una, una sola vez.

Transcurría el año 2010. Por ese entonces tenía yo un blog que titulé Plumas de PeliCanos, no referido al plumaje de las aves de nombre pelícanos, sino a las plumas literarias de las personas de la llamada Tercera Edad, de quienes peinan cabello cano. PeliCanos, pues.

El blog estaba manejado de una forma un tanto similar a mi Grupo Puros Cuentos. Seleccionaba una imagen acorde con el texto, escribía la publicación, e invariablemente añadía algún video nostálgico, propio para las remembranzas de los presuntos PeliCanos visitantes del blog. Otras veces lo que seleccionaba era algún video en que algún literato leyera algo de su obra. Básicamente, poetas.

Vale añadir que en ese tiempo asistía yo cada viernes a un Taller de Creación Literaria. Y vaya si es importante añadir esta precisión por lo que sigue.

Un día jueves decidí hacer una publicación en mi blog. No recuerdo en este momento ni qué texto ni qué imagen seleccioné. Podría revisar el blog, que anda por ahí en calidad de criogenización, pero en realidad eso no es importante. Lo importante radica en el video que escogí de complemento. ¡Cómo olvidarlo!: El poema Me encanta Dios, en voz de su autor, Jaime Sabines, filmado en ocasión de un homenaje al poeta en el Palacio de Bellas Artes.

Al día siguiente, viernes, acudí a mi clase de Creación Literaria. Como siempre hacía para el traslado, abordé el Metro en X estación. Por cierto, para mala fortuna del caso, ese día salí con retraso de casa, apenas si contaba con el tiempo mínimo para llegar al Taller. De hecho llegue tarde ese día.

Para el traslado debía recorrer en el Metro unas cuatro o cinco estaciones y luego abordar un autobús que me dejaba en el sitio en que recibía la clase.

Iba ya en el último tramo que debía recorrer en el Metro y, al iniciar el recorrido de una a otra estación, entró al vagón una jovencita y… se puso a recitar ¡Me encanta Dios, de Jaime Sabines!
Lo que en años y años jamás había sucedido se estaba dando ante mis estupefactos ojos y oídos.

 Lo que me puso en una disyuntiva. Hubiera querido esperar a que la chica terminara y hablar con ella, preguntarle por qué hacía lo que hacía (claro, independientemente de hacerse de algunas monedas), por qué Sabines, por qué Me encanta Dios. Por otra parte intuía que no iba a concluir la jovencita en decir el poema antes de arribar a la estación próxima, adónde yo debía salir. Bueno, yo podría seguir en el Metro hasta poder hablar con la muchacha pero… ¿y mi clase? Ya bastante tenía en andar retrasado, si optaba con esperar para hablar con la chica simplemente no iba a llegar a mi amado Taller Literario.

Opté por salir del vagón en cuanto arribó a la siguiente estación. La muchacha seguía aún con Sabines y su célebre Me encanta Dios.

Pensé, (en mala hora lo pensé) que ya se daría la ocasión en que me volviera a encontrar con la chica amante y difusora de la poesía de Sabines.

Pero no, jamás la volví a encontrar.

Ni a ella ni a nadie que entre a un vagón del Metro de la Ciudad de México a declamar poesía alguna.

A mí se me dio esa vez. Esa vez en todos los años desde que el Metro es Metro y Javier Aviña es Javier Aviña.

En esas peculiares circunstancias. La del jueves, la del viernes.

Extraordinaria, inexplicable, misteriosa amiga que reiteradamente me acompaña.

Ella. La Sincronicidad.