“Las cabezas, arrancadas de sus hombros, rodaban por sobre el pavimento. También las manos, y algunos pies. Una fuerza incontenible y devastadora retorcía y destrozaba cuellos, tobillos, muñecas. Era el brazo (los colmillos) de la justicia vengadora...”

—¡Pa!¡Gozila está rompiendo todos mis muñecos de felpa! –Lucía, su hija, ya de veintipico de años, guardaba como reliquias sus amigos infantiles—. ¡Delante tuyo, en medio del patio y vos no te das cuenta! Siempre soñando, vos; no todo es bello como en tus sueños, ni siquiera los perros.

 

“Justicia vengadora... venganza pura, qué más justicia”. ¡Lo que tenía que humillarse, cotidianamente, por unas monedas con que mantener a su familia! Y para colmo su hija reprochándole por la vida cómoda que disfrutaban (él, ella, todos).

—Vos tuviste una vida facilitada por el privilegio, los vínculos sociales, el contacto con el poder, que siempre esquilmó al país –cuando a Lucía le daba un ataque de conciencia social había que aguantarla–. A vos, por derecho de aristocracia, siempre te promovieron, ahora ya no tenés horario ni deberes, hacés lo que querés cuando querés, sólo falta que te traigan el sueldo a casa. Me muero de vergüenza; un día de éstos me voy, sola, al norte.

—No es para tanto, y de todos modos no voy a sentirme culpable de mi buena fortuna, llegue de donde llegue —Olegario se defendía sin convicción. De todos modos su hija en algo tenía razón, ya tendría que estar trabajando.

Se dio una ducha rápida, sin afeitada, se peinó tirante para atrás con abundante gomina, se vistió ropa deportiva de marca. Tomó la mochila de trabajo (algo abultada), a la que agregó unos cigarros cubanos y una petaca de whisky, besó a su familia y salió.

En la galería de Av. de Mayo entró al baño público del subsuelo (el “salón de lustrar” estaba, a esa hora, siempre vacío), extrajo de uno de los armarios metálicos (que abrió con su llave) la bolsa de arpillera y se encerró en uno de los cubículos. Extrajo de la bolsa el mameluco y las alpargatas roñosas. Se cambió, se cepilló el pelo para todos lados hasta dejarlo como un manojo de pasto salvaje.

Ya casi estaba, faltaba la cosmética final: se quitó la dentadura postiza (sólo la superior), que guardó en su estuche, en la mochila. Se puso los anteojos viejos, patillas sostenidas con piolín. Se refregó la cara con la manga del mameluco. Quedó sucio, rotoso, una miseria. Eso, perfecto.

Guardó meticulosamente su ropa sport, junto con los mocasines envueltos en polietileno, en la mochila, que guardó en el armario. La llave (el llavero, también con las llaves de casa), los documentos y la plata, fueron al cinturón de seguridad que llevaba pegado al cuerpo. Los cigarros y la petaca, a un bolsillo del mameluco.

Salió a la calle por Rivadavia, arrastrando los pies, encorvado, la bolsa a la espalda, farfullando súplicas, masticando odios.

En la iglesia siempre sacaba algo, además de sermones laicos. Las viejitas le reprochaban el olor. Una lo llevó, hace un tiempo, a su casa, donde lo obligó a bañarse y perfumarse, mientras ella lavaba, planchaba y zurcía mameluco y medias. Una lástima, parecía un laburante común, pobre pero indigno de ayuda. Eso sí, comió bien, que ni en casa, pero pasó una semana sin conseguir limosna.

Los odiaba a todos, les odiaba todo, su superioridad, su presunta inmunidad. Parecía tan miserable que nadie lo pensaba recuperable. No lo imaginaban, en algún momento, normal, un cualquiera de ellos. No se cae tan bajo, lo tenía en los genes, es un miserable puro, estuvo arriba porque le tocó; y así le fue.

Camina las calles pidiendo, maldiciendo, suplicando, insultando, en su jerga ininteligible.

Pero él fue, alguna vez, un cualquiera de ellos. Y de éxito. “Señor Aguerri”. Pero le cayó encima la moderna terminología: devaluación, racionalización, marginalidad, desocupación. De “señor Aguerrí” pasó a “Aguerrí”, “Ud.”, “Che”, “Oiga”. En la calle, pero orgulloso, no compartía las ollas populares ni las reuniones de los centenares de desocupados como él, que recorrían la que había sido su zona. Era un “ex señor”. A veces hasta ellos caen, últimamente.

Por no volver a casa antes de hora, que no lo sepan desocupado, caminaba las calles, dormitaba en las plazas, en los zaguanes. Se fue consumiendo la indemnización, comenzó a consumir limosnas, que –increíble- fueron engrosando a medida que perfeccionaba el papel.

—Me ascendieron, mis amigos tomaron la manija –decía para justificar sus mayores ingresos, mientras Lucía imprecaba “este país se va a la mierda”. Lo tuvo que decir varias veces.

Hoy es un profesional. Odiando, pidiendo, farfullando, pocos lo superan.

—Oiga, viejo —le dice el cartonero, empujando la carretilla—. Si me ayuda le paso unos pesos. El muchacho le ofrece una mano.

—Naazias, Nuedo —respondió, sin cortesía- ¿Volver a trabajar, ahora?¿Y qué hizo, durante décadas, antes de que la sociedad lo escupiera?¿Qué amigos, qué vínculos, si siempre tuvo que romperse, e inclinarse –a un costado del camino- al paso del depredador de turno?¿Y ahora, qué está haciendo? Él se recicló sólo. Es su empresa, no se la van a cerrar.

El chico se encoge de hombros. Lo saluda y sigue revisando tachos.

Aguerrí, arrastrando odio y bolsa, se encamina al bajo, bancos, cambio, empresas internacionales.

Pero si ahora es un empresario exitoso, ¿por qué el rencor? Porque los envidia. Lo humilla no ser un cualquiera, flotando, tragando agua en el oleaje de los vaivenes económicos, de las manipulaciones políticas, de los manoseos de los líderes de turno. No son nada, pero él es menos que nada.

—Dicen que vos fuiste, una vez, ejecutivo, capaz que con mayor jerarquía que yo ahora —Ironizaban, pero no mucho; les provocaba algo así como una sensación de vacío futuro, el destino, la mala suerte. El whisky y los cigarros, que ofrecía a poderosos al paso, le cimentaron fama de “miserable de nivel ejecutivo”, protegido tal vez por ex compañeros de las alturas.

Le daban limosna como ofrenda a un santo, para exorcizar la mufa. Era entonces cuando los insultaba profusamente en voz alta, total, no entendían nada, creían que era una oración de buenos augurios.

Pero ya, aunque la suerte lo reubicara de prepo, no podría volver a ser un cualquiera exitoso, maleable y flexible. Ya tiene odio en los huesos, en la sangre. Mejor seguir siendo un menos que nada, rencor al aire.

Entra a la galería, por Rivadavia. Ya anochece. El único lustrabotas, sentado en uno de los puestos, lo saluda. No comenta, no pregunta, la vida es compleja.

Se limpia someramente, se pone la dentadura, se cambia la ropa, se peina a la gomina, se echa colonia. Reubica llavero, documentos y dinero (reserva y “recaudación del día”, abundante). Guarda todo. Al despedirse del lustrabotas le deja unas monedas, lo usual. Se saludan hasta mañana. En la juguetería de la esquina compra un monito de felpa, envuelto para regalo; tiene razón, Lucía, el perro le está rompiendo todos los muñecos. Camina unas cuadras, en zigzag, y para un taxi.

Al abrir la puerta de casa ya lo recibe Gozila, a los saltos.

—Te traje una víctima, toda patas y brazos, y con cola –le dice mientras le entrega el paquete.

Saluda a su familia, mientras les dice:

—Vengo cansado pero hice un buen negocio, nos vamos el fin de semana a la costa. No hay nada como una recompensa al deber cumplido.

 

© Carlos Adalberto Fernández

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