El hombre anciano a las 7.00 hrs. de la mañana se despertó. Se sintió casi aliviado de la agobiante carga del insomnio que apenas pudo vencer en la madrugada. Encendió su radio, permanentemente sintonizado en una estación de música clásica; tuvo suerte, habían puesto a Mahler. Se quedó unos minutos más en la cama, poco después se levantó, acudió a la cocina, se preparó un café negro. Lavó los platos de su perro, a uno lo llenó de agua potable, al otro le puso la dosis de croquetas y los colocó en el lugar acostumbrado. Luego encendió el calentador. Regresó a su cama a esperar que el agua estuviera lista para su baño, fumó el primer cigarrillo del día, pensó mil cosas.

El hombre anciano a las 7.30 hrs. de la mañana se levantó y entró a la ducha, se aseó la boca en el mismo lugar, prosiguió bañando su cuerpo, lo supo en el umbral de la decrepitud, del abrumador paso de los años. Salió de la ducha, secó su cuerpo, regresó a su cama, se vistió lentamente.

El hombre anciano a las 8.00 hrs. de la mañana sacó a su perro a caminar por las calles. Regresó a su casa, el perro comió y se arrellanó en el sofá, él se preparó un plato con unos trozos de fruta, comió la mitad. Se recostó en su cama y fumó el segundo cigarrillo. Luego se quedó dormido, fueron tan sólo diez minutos, se levantó.

El hombre anciano a las 9.00 hrs. de la mañana se metió a su estudio, encendió la computadora, se sumergió en la pantalla. Leyó las noticias, repasó su correo personal, con cierta decepción no encontró, como esperaba, correo de un nieto, le redactó y envió uno; en cambio encontró el de un amigo cordial y prontamente le contestó. Se metió luego a revisar un par de blogs, seguidamente a Youtube para ver videos gratos a él. Así permaneció por largo rato. Un tanto cansado, más que por el uso de la computadora por el agobio nocturno, regresó a su cama. Encendió el tercero o cuarto cigarrillo del día. Trató de ordenar en su mente imágenes, pensamientos e incertidumbres. Durmió de a ratos.

El hombre anciano a las 11.00 hrs. de la mañana había vuelto a su estudio. Se puso de nuevo a manejar su computadora y plasmó, con éxito, la idea de un cuentecillo. Volvió a su mesa de trabajo cubierta por un paño verde, trató de hacer un haikú y lo logró, trató de hacer otro y no lo logró. Renunció a cosas escritas, trazó sobre una cartulina la retícula para preparar la copia de un Modigliani. En todo eso ocupó el resto de la mañana. Volvió a su cama, fumó, había pasado el mediodía.

El hombre anciano a la 1.30 de la tarde sacó a pasear de nuevo a su perro. De regresó le dio de comer, para él preparó un pedazo de carne asada y ensalada. Comió la mitad.

Volvió a su lecho, esta vez no tuvo tanta suerte con lo que había en la radiodifusora. La cajetilla de mentolados iba casi a la mitad. Durmió de a ratos.

El hombre anciano a las 4.00 de la tarde ya estaba de vuelta en su estudio. Repitió la rutina matutina, en la computadora vio con agrado un par de cosas, otras sólo lo distrajeron un poco. Intentó una vez más escribir algo que le dejara satisfecho, lo logró parcialmente. La tarde casi se había ido.

El hombre anciano a las 7.00 de la noche sacó a la calle por tercera vez a su perro. De regreso en casa le cambió agua y comida. Salió a una tienda y compró cigarros. Regresó, comió un pedazo de pan, se preparó otro café. Volvió a su cama, intentó distraerse viendo la televisión. El tiempo pasó.

El hombre anciano a las 11.30 de la noche seguía despierto, inmensamente cansado. Como en un inolvidable texto de Borges desfiló, si no en un instante sí por largo tiempo, lo que fue su vida. Lo que hizo, lo que no hizo, lo que hizo mal.

Pensó en la mujer que amó y seguía amando.

Pensó también que sólo le quedaba vivir el final de la vida.

Tomó Diazepán. Cerró los ojos.

Después, un viento helado comenzó a soplar.

(J.A.C.)