En memoria de Augusto Monterroso, naturalmente.

Cuándo “X” despertó un poco más y sufre un infarto al miocardio. Ahí, en su cama, recostado junto a sus pies, se encontraba un dinosaurio. Bueno en realidad era un dinosaurito; tampoco muy chico, de regular tamaño, como un perrito maltés. “X” pensó que estaba soñando, se frotó los ojos, hechó su cuerpo hacia atrás, se recargó en la cabecera de la cama. Se desperezó completamente, cobró conciencia de la realidad; el dinosaurio, el dinosaurito, efectivamente estaba ahí, amodorrado, despertando también.

El animalito se acercó a “X” quien no hizo esfuerzo alguno para evitarlo. El Dino –vamos a llamarlo así- medio olisqueó el rostro de “X” y, finalmente, le dio un pequeño lengüetazo. “X” no se asustó, simplemente se llenó de estupor y se tranquilizó totalmente al ver los ojos intensamente expresivos, pacíficos, dulces, acaso con un dejo triste, del Dino. Los asoció mentalmente con los del perro más leal y cariñoso que pudiera haber.

Con insólita calma “X” estiró su brazo y frotó levemente con la palma de su mano el cuerpo del Dino. Lo sintió liso, sin pelambre, de textura inesperadamente suave.

“X” era escritor de oficio, digamos que un free-writer. Escribía literatura, cuentos en particular, pero también trabajos de redacción que le encargaban algunas editoriales. Tenía la fortuna de no requerir laborar en alguna institución y se había asentado en una pequeña población del interior de su país, ideal para ejercer su actividad. Carecía de esposa e hijos. Además, insociable y huraño como era, no mantenía relaciones amistosas con prácticamente nadie. Apenas la mínima comunicación de los saludos casuales con quienes se encontraba en sus cotidianos paseos por el pueblo.

Acaso por su oficio de escritor de historias de ficción, de narraciones extraordinarias, de textos que escapaban a la realidad corriente, “X” asimiló el “suceso” como algo simplemente insólito, incomprensible, pero nada más. No le dio muchas vueltas al asunto, simplemente lo aceptó.

Se levantó y realizo las actividades con que iniciaba su vida de todos los días.El Dino lo seguía con un andar cansino y un poco torpe que a “X” le pareció gracioso.

“X” preparó su desayuno y comenzó a experimentar sobre las preferencias gastronómicas del Dino. Descubrió que era vegetariano y que gustaba de beber agua con limón. Discurrió sobre su vida cotidiana con este inesperado compañero que se mostraba tan agradable.
Debía de bautizarlo con algún nombre. Se le ocurrió uno que le pareció impecable: De ahí en adelante el Dino se llamaría Tito.

Desde aquel día “X” y Tito se convirtieron en grandes, cordiales, inseparables compañeros de vida. Compartían las horas de comida; “X”, desde luego, en su mesa, Tito en los tazones destinados a sus verduras y limonada, colocados sobre un tapete en el piso.
“X” adquirió para Tito un lindo collar y correa para poder sacarlo a realizar las diarias caminatas. Lo llevaba a parajes solitarios, a las afueras del pueblo, tanto para que Tito hiciera sus necesidades fisiológicas como para correr a la par y aspirar el limpio aire del campo. En fin, ambos compartían las alegrías de vivir en aquel lugar exento de problemas metropolitanos.

 No faltó quien preguntara a “X” sobre aquel extraño animal. “X” inventó simplemente que aquel “extraño animal” no era nada extraño en un país situado al otro lado del mundo y que un amigo residente en ese país se lo había hecho llegar como un obsequio muy especial.

Versión que fue sabida y creída por los habitantes del lugar con los que solía encontrarse, así que a nadie le pareció extraordinario ver juntos a “X” y Tito en sus caminatas de cada día.

Y en su vida cotidiana, en aquella pequeña casa pueblerina que “X” había ascendido a la jerarquía de cabaña, Tito se convirtió en una especie de prolongación de “X” pues siempre estaba pegado a su persona. La tal cabaña, aún pequeña, tenía espacios definidos: De dormir, de cocinar, de comer, de descansar y, principalmente, el estudio donde “X” realizaba su actividad de escritor.

Siendo inseparables como eran, “X” instaló una camita de perro en cada área que funcionó perfectamente para el cuerpo de Tito, su permanente compañía y su consecuente reposo. La excepción fue el dormitorio, pues Tito invariablemente dormía en la cama del escritor, a un lado de sus pies.

La vida cambió para “X”. Una soledad que no lo abrumaba, pero sí lo hacía un poco taciturno, se transformó en una relación humana-animal de compañía que devino en un cambio en el carácter de “X”. Se tornó alegre, jovial, optimista. Incluso sostenía frecuentes diálogos con su singular compañero. “X” hablaba, le contaba cosas a Tito, que le respondía a través de sus ojos nobles y expresivos.

Así pasaron los días, las semanas, los meses, un año. Exactamente un año.

Porque la historia no escrita por “X”, la más extraordinaria de su vida, debía tener un final y el final llegó.

A un año de haberse conocido, llegada la noche, “X” y Tito se fueron a acostar.

Tito, como siempre, se acurrucó junto a los pies del escritor.

“X” acomodó su cabeza sobre la almohada y se durmió.

Cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba ahí.

J.A.C.