Dejo en esta discusión el libro de relatos "Algo que contar", primer libro editado en mi segunda incursión, tras una prolongada ausencia, en el mundo de la Literatura . Algunos de estos relatos han sido publicados en varias revistas literarias, entre ellas, ALMIAR, CINOSARGO, EN SENTIDO FIGURADO, AEDA, LICEUS...

       Periódicamente iré agregando en esta misma página algunos de los relatos publicados en dichas revistas. Por otra parte, en el blog colgaré con cierta frecuencia relatos cortos pertenecientes al libro inédito "Las habladurías de un loro".

      Agradezco públicamente la amabilidad y paciencia que Ismael Lorenzo me ha dispensado desde mi primer contacto con él.

       Que lo disfruten, amigos.

 

T.H.Merino

 

SINOPSIS

 

                Esta colección de diecinueve relatos está estructurada en dos partes cronológicamente diferenciadas. La primera parte toma como escenario el ámbito rural de la España de tiempos pretéritos; la segunda, establece su campo de operaciones en la ciudad, a veces insolidaria, del momento y lugar que nos ha tocado vivir. Retazos de la vida cotidiana, del pasado y del presente, son tomados como excusas para pincelar los claroscuros de los sentimientos humanos.

                Los personajes que habitan estos relatos son seres atrapados por la sociedad de su tiempo, unas veces inconscientes verdugos guiados por instintos primarios y en ocasiones víctimas de su propia vacuidad.

                                                                                                                                                           Mayo-2011

 

 

 

 Algunos enlaces a medios

 

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'Algo que contar', 19 retazos de la cotidianidad vista por T.H. Merino

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RELATOS

  

LOS LÍMITES DEL CACIQUE

 

                  Corría el año mil novecientos sesenta y seis, concretamente el diez de agosto. La fecha no la recordaba por sí mismo, sino que la repetición obsesiva de la madre la había cincelado en su cerebro. Mencionaba ese día y un temblor difícil de aplacar la sacudía por entero.  La frecuencia de la evocación había aumentado a raíz de la muerte del padre por causas naturales. Una y otra vez se demoraba en minuciosos detalles que habían situado a Juan en un trance difícil: ejecutar la venganza, una lección proporcional a la gravedad de la ofensa. Pero, ¿por qué en aquél momento y no, por ejemplo, unos años antes cuando ya se le suponía, como hombre, con la suficiente madurez y fortaleza para cumplir el mandato? La última razón, la que nos conduce a dar el primer paso, el paso decisivo que nos pone en movimiento, es difícil de determinar. Lo cierto es que Juan lo había  dado y ya no admitía marcha atrás. Por eso permanecía sentado en el ribazo de un campo yermo junto a su hermano Manuel rememorando aquella historia crucial en sus vidas acaecida cuarenta años atrás, una historia sin duda contaminada por el paso del tiempo, por traición de la memoria y corregida y deformada, tal vez,  por palabras inexactas.

                  Sí recordaba con nitidez aquella procesión silenciosa y amarga conformada por sus padres y sus cinco hermanos, las difíciles condiciones de la partida y los días interminables  que caminaron por carreteras y caminos polvorientos sin apenas comida que llevar a sus bocas. Pero si era fiel a su relato de los hechos, era justo sustituir la palabra partida por la palabra huída. De eso exactamente se trató.

 

 

                  Al atardecer del nueve de agosto llegó con signos externos de haber sido golpeado con saña. No cabía otra posibilidad. Padre presentaba hematomas en la cabeza y en la cara. La camisa, hecha jirones, le dejaba casi al descubierto la espalda y el pecho con rastros de sangre. Aquella tarde le llevaron al cuartel y ahí parecía residir la clave, pero el nunca habló de lo que había ocurrido dentro. En realidad  sobre ese suceso enmudeció para siempre. Ese mismo día por la mañana había acudido al Ayuntamiento, según contaba madre, a querellarse contra el amo. Por la tarde vino a buscarle una pareja de guardias civiles. Requerían su presencia en el cuartel. De inmediato, dijeron. A partir de ese momento padre habló poco, lo indispensable. A su vuelta, ya te expliqué en qué lamentables condiciones, solo dijo, mañana tenemos que salir al amanecer, y madre comenzó frenéticamente y sin descanso a recoger nuestras pertenencias. Todo iba muy deprisa, como si se quisiera acelerar el momento de la marcha. Nos movíamos inquietos de un lado a otro, sin mucho sentido. Esa noche no hubo más palabras. Sólo que ella dijo, ya lo habéis oído, recoged vuestras cosas, pero sólo lo necesario. La precisión era inútil, pues cosas innecesarias no teníamos. No sé si lo recuerdas, pero no contábamos ni con lo indispensable. Esa noche no hubo más palabras, ni quejas por lo bajo, no, todos muy serios porque se sabía que algo gordo había ocurrido y lo mejor era no molestar a nadie con preguntas.

                 Ya imaginarás por qué hemos venido hasta aquí, continuó Juan,  aunque seguro que poco recuerdas, tenías cinco años; yo trece, y sí, me enteraba de todo, bueno, después pensándolo, cuando me fui haciendo mayor y logré descifrar todo aquello por la insistencia de madre, relacionando su historia con mis recuerdos. Sí, fue mucho más tarde cuando empecé a ver claro, a entender qué había pasado.

 

                  El amo encargó una tarea a padre en un lugar alejado. Tenía que ir andando, no teníamos otro medio, doce kilómetros, seis de ida, seis de vuelta. Fue ese día y en ese intervalo cuando de improviso apareció el coche negro y grande del amo. Se acercó, cuenta madre, alegre, riendo, con una botella de vino en la mano, se la entregó diciendo, toma mujer, para que festejéis el domingo. Ella enseguida sospechó lo peor, y volvía la vista hacia el baño improvisado que entre telas de saco le montábamos en el campo a María del Sagrario para que se lavase antes de ir de domingo. Cargábamos con los baldes llenos de agua de la acequia y se los dejábamos al lado para que ella los cogiera. De ese modo respetábamos su intimidad. El amo tenía el objetivo marcado y madre lo imaginaba. Trató de evitarlo por todos los medios, rogándole, suplicándole, incluso llegó a ofrecerse ella, pero el reía a carcajadas negando con la cabeza y repetía, mujer, mujer, qué cosas dices, de eso hablaremos otro día, hoy no.  Yo no podía entender de qué se trataba, y en aquellos tiempos  no se andaba haciendo preguntas a los padres, lo que ellos te dijeran. Después, madre nos llamó a todos, sólo a los varones, y nos urgió a que la siguiéramos hasta el canal, el canal que delimitaba al norte la tierra que trabajábamos. Tú no lo recuerdas, pero fue así. Allí estuvimos buena parte de la tarde, aunque no sabría precisar el tiempo; por entonces, de joven, no se tiene la misma idea del tiempo, pero fue largo, hasta que oímos el ruido del coche negro y grande del amo, hasta que arrancó levantando una nube de polvo tras de sí. Entonces madre nos dijo que volviéramos. Caminaba como una autómata ajena a todos nosotros, con la mirada extraviada.

                  María del Sagrario lloraba cuando llegamos, un llanto tranquilo, cayéndole goterones de los ojos. Madre quiso abrazarla, pero ella la rechazó con determinación estirando los brazos para impedirlo. A ese momento le sucedió un silencio raro…

                  Fue justo allí, esperando a padre, dentro de esas ruinas de adobe que ves, todos en torno a María del Sagrario que mantenía la cara oculta entre las manos y aquel pelo negro y largo que llevaba entonces. Tiempo después padre asomó por la puerta y enseguida sospechó que algo grave había ocurrido, pero nos contó con la mirada y estábamos todos, no entendía qué pasaba: estábamos todos y aparentemente bien. Se le notó desconcertado, ansioso por saber. Madre se levantó con exasperante lentitud y con suavidad le empujó al exterior de esa casucha que ves, le alejó lo suficiente para que nosotros no oyéramos, aunque no era necesario porque todos sabíamos que algo grave había pasado, y que le había pasado a María del Sagrario con el amo, pero dada nuestra inocencia no acertábamos a concretarlo, no llegábamos a entender qué podría hacerle el amo a María del Sagrario que pudiese considerarse tan grave como para que estuviéramos todos tan abatidos, aunque entonces desconociéramos el significado de  la palabra abatidos. Padre, con los ojos inyectados en sangre, volvió seguido de madre que le sujetaba de un brazo mientras decía, mira bien qué vas a hacer, qué vamos a hacer nosotros, piensa en nosotros. Cuando se sentó, como si ignorase la presencia de María del Sagrario, creí que le había convencido, que madre se había hecho con el dominio de la situación.

 

                 En las dos semanas escasas que continuamos en estas tierras, en esa casa de adobe semiderruida que ves ahí, el cacique no volvió a aparecer. Tal vez fuese por temor o quizá por prudencia, lo cierto es que dos o tres días más tarde —padre tampoco estaba ese día— apareció el encargado en su moto roja y dijo que la niña se iba con él, que el amo le mandaba a buscarla,  que haría unos encargos para la señora y la traería de vuelta en dos o tres horas. No hubo resistencia, ni siquiera asomo de sorpresa, sólo sumisión. La niña subió a la moto y desaparecieron tras una nube de polvo por el camino de tierra. Padre no se enteró: todos guardamos el secreto. Ese hecho se repitió al menos dos veces. Quizá fuese la tercera o cuarta vez cuando padre se cruzó con la moto, con el encargado llevando a la niña detrás. Llegó a la casa y cogió a madre por el cuello, pero no presionó, fue sólo una especie de advertencia; después balbuceó a su oído unas pocas palabras, pocas, quizá fueran instrucciones muy precisas. Madre parecía comprender, porque entre sollozos no dejaba de asentir con la cabeza.

                  Más tarde oímos el ruido creciente de la moto. Padre  corrió a esconderse dentro de la casa, tras la puerta, con un azadón cargado al hombro. Oímos la moto detenerse sin apagar el motor. Fue sólo un momento, porque enseguida, por el rugido que emitió, arrancó con gran potencia. Padre tiró el azadón, salió sin decir una palabra y se alejó con paso tranquilo. Nadie hizo nada por detenerle. Tiempo después, ya lejos de estas tierras, se lo contaría a madre, no entendía que había pasado, porque el alcalde le envió a casa con golpecitos amistosos en la espalda. Pero su visita al Ayuntamiento resultó no solo inútil,  sino contraproducente, porque el edil era hermano del amo y el juez un hombre de paja al servicio de los caciques. Por la tarde, ya lo sabes, apremiándole, sin explicaciones le llevaron al cuartel  y de allí volvió arrastrándose a casa  con la noticia de que nos marchábamos, ya te conté en qué condiciones, pero él nunca contó a madre que había ocurrido allí dentro.

                   Fue así, tal cual. Eran otros tiempos. Tú no puedes entenderlo porque eras muy chico, por eso no me has corregido una sola vez, ni te has interesado por  ningún detalle. Yo esperaba que lo hicieras para intentar explicártelo, pero, aunque pareces atento a mis palabras, no sé si me escuchas, si das crédito a lo que digo o crees que he enloquecido, por eso no has hecho una sola pregunta. Al cacique le llamábamos amo, y con la cabeza gacha cuando nos dirigíamos a él, porque, aunque no lo entiendas, éramos como perros que pertenecen a un dueño, a un amo, éramos de su propiedad, y por ese derecho hacía lo que le venía en gana y los perros no se atrevían a ladrar, porque de ello dependía su comida.                 

 

                  Cuando nos alejábamos de aquellas tierras, camino de un lugar incierto, María del Sagrario se hizo cortar el pelo. Puso a madre unas tijeras en las manos y, con resolución fascinante, le dijo que se lo cortase, muy corto. No admitía negativa. Parecía que María del Sagrario poseía autoridad sobre todos nosotros, nadie se atrevía a oponerse, siempre estábamos a lo que ella dijera, aunque, a decir verdad, decía poco. Generalmente se expresaba con gestos, órdenes de mando gestuales. Físicamente quedaba rara, desconocida, pero ella parecía satisfecha de su nueva imagen, como si de pronto hubiese dejado de ser niña.

 

                Menos mal que María del Sagrario rehizo su vida. Una suerte que la tomaran  como doméstica en Sevilla. Aquella familia adinerada la trataba bien. Eran otras formas. Cierto que era criada, pero ellos establecían distancia y la respetaban en todos los sentidos. Eso era lo que pensábamos, pero realmente no llegamos a saberlo.

Ahora, por fortuna, vive feliz, bueno, es un decir, porque no sé si tan ominosa experiencia puede olvidarse alguna vez. En algún momento la he visto sonriente, divertida y alegre, pero, de pronto, aunque continúe riendo, es como si una sombra de tristeza cruzara su semblante. Una risa contaminada por recuerdos abominables. No sabría expresar los sentimientos de una chiquilla ante semejante atropello, cómo puede afectar a su cabeza y cómo y cuándo, si es que llega a ocurrir, comienza a desdibujarse en su memoria y renace el gusto por la vida.

                Pero nosotros vamos  a lavar su honra, nosotros, personalmente, porque podíamos hacerlo por encargo, pero no sería lo mismo, se asemejaría a prácticas mafiosas y podría suponer que la policía relacionara su muerte con asuntos de drogas y darle carpetazo. No, la policía tendrá que romperse la cabeza y cuando se vean incapaces de encontrar un móvil dejarán enfriar el asunto, lo archivarán e intentarán que se olvide como cualquier caso no resuelto. 

               Lo tengo todo atado. No habrá fallos, no, no los habrá, puedes estar seguro. En los cinco días que llevo esperándote he investigado sobre el terreno y analizado lo suficiente para que nada nos pueda sorprender. Además, no me he dejado ver y no nos dejaremos ver, de modo que no podrán relacionar el suceso con la presencia de extraños en el pueblo. Creo que he hecho  bien las cosas. Además, antes de venir, indagué las circunstancias de su vida y la de los suyos. Te puedo asegurar que el mal que hizo a nuestra familia y a otras muchas familias lo está pagando en vida, quizá por castigo divino. No lo sé. Pero por darte algunos datos, su mujer murió, dicen que de tristeza, por sus cuatro hijos, no pudo soportarlo. Un hijo drogadicto, robando y arrastrándose por una dosis, se quedó en los huesos, sin dientes, hasta que se lo llevaron a un centro de rehabilitación, cosa, según averigüé, inútil; otro, dicen que ejercía como médico, fue expulsado de varios pueblos y finalmente del colegio porque en la consulta abusaba de las mujeres; de otro, cuentan que anda por ahí de chulo, viviendo de una prostituta; y del último, que se fue un día y no volvió a aparecer. De modo que el amo está solo, sin nadie de la familia que le cuide, solo está mal atendido por una asistenta social que le lleva comida una o dos veces por semana, le saca media hora de paseo y le atiende en las necesidades básicas. Seguramente, eso no lo he podido verificar, esté en la ruina.

                Ahora sólo hay que esperar a que anochezca; después entraremos en la casa. Contamos con los medios necesarios y, como has podido comprobar, he analizado los detalles cuidadosamente, con olfato de sabueso, para que todo salga según lo previsto, para no fallar.

 

 

***

 

 

                A las afueras del pueblo, camuflado entre matorrales, se entrevé un coche con las puertas abiertas. Sentados en su interior Juan y Manuel permanecen inmóviles,  pensativos, con la mirada perdida en el horizonte.             

                En un momento dado, Juan gira la llave de contacto y arranca. Poco después el coche avanza con velocidad moderada por la carretera comarcal. Durante un tiempo viajan en silencio.

 

 

                Pareces preocupado. Quizá crees que por algún motivo, que por algún cabo suelto puedan reconocernos, que el amo pueda denunciar a dos individuos que han allanado su casa con fines que ignora. Pensarán que son alucinaciones de viejo, porque nadie más en el pueblo nos ha visto. Quizá temas que, de algún modo, puedan relacionar el suceso con el coche, pero pensé en todos los detalles. Le cambié las placas de la matrícula, el color… Nada que temer. Todo lo contrario, hombre, hay que festejarlo: el tiempo, la vida y la propia naturaleza han establecido los límites del cacique.

                No sé si convenceremos a madre, pero creo que hemos hecho lo correcto, aunque ella después de tantos años esperaba que nosotros hiciéramos justicia. Pero… qué mala impresión verle allí con las carnes colgando donde antes había lustre y grasa, postrado en la silla de ruedas, en silencio, solo, abandonado, no sabemos si pensando en  los males que hizo a lo largo de su vida o en los momentos que el canalla disfrutó. En cualquier caso, acostumbrado a tomar lo que se le antojaba sin pensar en el daño que causaba, endiosado como un buda feliz, ajeno a las miserias humanas, seguro que sufre viéndose acabar de este modo. Que continúe con la penitencia, aunque no sé si madre lo entenderá, si la defraudaremos, porque ella espera noticias en un sentido, en un solo sentido, y nosotros se las llevamos en otro bien distinto. 

 

                                                (Del libro de relatos Algo que contar.  T.H.Merino. 2011)

 

 

 

 

                                                                           VESTIGIOS

 

           No sabría precisar su edad. Mirándole a la cara se diría que rayaba la ancianidad, pero examinando el resto del cuerpo, su figura,  su viveza y agilidad de movimientos aparentaba  quince o veinte años menos. Un cuerpo moldeado que contrastaba con la cara marchita a la que estaba unido. Vestía terno gris, camisa azul celeste y corbata negra. Sus zapatos acharolados arrastraban largos y deshilachados cordones.

           El hombre caminaba de un lado a otro de la habitación con signos claros de  impaciencia. Unas veces avanzaba a grandes y rápidas zancadas; otras, con pasos cortos y lentos. De cuando en cuando, se detenía un momento para elevar con solemnidad la cabeza y entreabrir la boca como si dirigiese un discurso mudo a la nada.

         Las paredes y techos ondulados eran la  huella visible del paso del tiempo. La estancia carecía de ventanas, aunque en una de las  paredes se apreciaba con claridad un rectángulo vertical, alisado y de pintura nueva que ofrecía indicios de reciente tapiado. También de nueva obra, acoplado en un ángulo de la estancia, quedaba ubicado el cuarto de aseo. Una cama de grandes dimensiones, un reloj de pared, un armario desvencijado, una mesita de noche, un escritorio y dos sillas de enea conformaban el viejo mobiliario.

 

        Apenas oyó girar la llave, adoptó una postura de alerta máxima y sin concesiones al tiempo se precipitó a  sentarse ante el escritorio fingiendo absoluta concentración. Instantes después, una mujer — por su aspecto y a primera vista no sabría determinar si se correspondía con el de una enfermera o una nodriza—  entraba cautelosamente cerrando la puerta a su espalda. Al percibir el aire viciado e impregnado de olores medicamentosos, dejó  escapar un mohín de asco. Por el interior giró la llave y la dejó caer con un movimiento mecánico en uno de los bolsillos de su bata blanca.

       —Buenos días, don Pablo. Veo que está usted muy ocupado —dijo la mujer esbozando una sonrisa irónica.

       Pero el hombre, mediante un ademán de la mano y sin levantar la vista del tablero vacío, le indicó silencio.

       Ella presionó los labios acompañándose de un leve encogimiento de hombros en señal de indiferencia. Era una mujer rolliza, madura, que rondaría los cincuenta años. Sin demora, con el ceño fruncido, se dispuso a  realizar sus tareas.  Preparó una medicina líquida que agitó durante unos instantes dentro del propio recipiente, alisó la ropa de la cama, fue al aseo y entorno la puerta. Poco después, se oyó el agua de la cisterna precipitándose hacia el inodoro. Cuando salió, observó a Pablo concentrado, con la cabeza prácticamente pegada al tablero del escritorio, tomó una silla y se dejó caer con signos de cansancio.   

       Pablo la buscó con la mirada y, moviendo el dedo índice hacia sí, le hizo señas para que se acercara. Ella se levantó exhalando un suspiro.

        —Acérquese la silla y siéntese —dijo—. Hoy tenemos mucho trabajo: le dictaré unas cartas y cumplimentaremos varios boletines de pedidos —agregó en tono solemne.

       —Aún está usted enfermo, don Pablo, no debe realizar excesos.

      Pero él, visiblemente eufórico, aunque simulando contrariedad, le informó de su buen estado de salud, corroborado por el informe de alta médica que supuestamente mantenía en su palma abierta y vacía, y que aproximaba excesivamente a los ojos de la mujer. Después la apremió mostrándole otro documento imaginario, que, a juzgar por la disposición de sus manos vacías, juntas y abiertas a modo de libro, bien podía tratarse de una supuesta agenda, dando a entender que las prisas quedaban justificadas por las numerosas citas del día.

       Mientras Pablo hablaba y gesticulaba, la mujer mantenía una sonrisa forzada que bien podía responder a incredulidad o ironía.

       Allí permanecieron por espacio de diez minutos. Él balbucía sin pausa, y ella, pasando el índice sobre la palma abierta de la otra mano, simulaba tomar notas.

      Finalmente, Pablo elevó la voz y, como si entonase una plegaria, dijo:

      —Prepare mi maletín de muestras. Asegúrese que están todos los folletos de los nuevos medicamentos. Después, puede marcharse.

      Ella se levantó con parsimonia, enarcando las cejas.

      Momentos después volvía con una medicina.

     —Tómese esto, don Pablo. Le vendrá bien, que hoy tiene un día difícil.

     —Está bien. Gracias, Luisa.

     —Hasta mañana, don Pablo.

    —Hasta mañana. Que tenga usted un buen día.

    Pero Luisa no salió de la habitación. Tomó la silla, la desplazó unos metros y volvió a sentarse cruzando los brazos sobre el pecho. Pablo había vuelto a su estado de concentración habitual, inmóvil, con la espalda arqueada y la vista clavada en el tablero vacío.

 

     A la una y media, cabalmente, tres golpes secos en la puerta que debían obedecer a alguna contraseña, pusieron en pie a Luisa. Con rapidez se encaminó a la puerta. La entreabrió unos treinta grados, tomó la bandeja que le entregaban y, sin mediar palabra, volvió a cerrar y giró la llave. “Don Pablo —dijo en tono impostado—, ¿tiene algún compromiso hoy para comer fuera o, por el contrario, prefiere hacerlo aquí?”.  Pablo enderezó lentamente su espalda, retiró los codos de la mesa y manifestó, asintiendo con la cabeza, que comería ahora y allí mismo.

 

     Eran las dos de la tarde pasadas cuando Luisa retiraba la bandeja con los restos de comida. Dirigió una mirada rápida al entorno y salió de la estancia sin que mediara una sola palabra de despedida.

 

 

 

 

* * *

 

 

 

 

       A la caída de la tarde, de nuevo la llave giraba en la cerradura. Pablo, que estaba sentado con la mirada perdida, como activado por un resorte, se levantó y corrió hacia la cama, se tumbó de costado y adoptó postura fetal. Su imagen había sufrido una transformación insólita. Vestía un camisón azul celeste que le llegaba a medio muslo dejando al descubierto sus piernas peludas. A juego con el camisón, un gorro de dormir cónico cubría su cabeza.

      Enseguida apareció una muchacha joven, tal vez muy joven, casi con aspecto de niña. Por un momento, arrugando la nariz, se mantuvo en el vano de la puerta como si tratara  de familiarizarse con el desagradable olor que desprendía la habitación. Vestía una bata blanca muy corta sobre un pantalón negro excesivamente ceñido, lo que acentuaba su delgadez y su apariencia infantil. Su tez pálida y su cabello largo y rubio le conferían aspecto angelical.

      Finalmente, tras sí, la chica cerró la puerta con suavidad y giró la llave sin hacer apenas ruido. Después, con pasos suaves,  se arrimó a la cama y se inclinó para observarle de cerca. Se mantuvo atenta tratando de descifrar si estaba  dormido. Pablo, en cuanto notó tan próxima su presencia, comenzó a gemir mimosamente. “Hola Pablito, ¿cómo estás?”, dijo mientras depositaba con ternura un beso en su frente. “Hola, Margo”, balbuceó Pablo echándole los brazos al cuello y besuqueando su rostro. “Está bien, está bien, Pablito”, dijo, deshaciéndose discretamente pero con resolución de la efusividad del abrazo. 

      Enseguida, haciendo caso omiso del hombre, que no paraba de moverse en torno a ella estorbando su labor,  comenzó su actividad. De cuando en cuando, le apartaba con gestos suaves pero firmes, girando levemente el cuello y exhibiendo una media sonrisa mientras con movimientos de autómata continuaba  arreglando la habitación. Era evidente que conocía bien a Pablo y sabía como mantenerle a raya, hacerse respetar.

      Pablo, al sentirse desdeñado, se echó al suelo y gateó por la habitación. De cuando en cuando se erguía sobre las rodillas y se llevaba el pulgar a la boca para chuparlo mientras observaba a Margot en su incesante actividad.

     Un buen chorro de agua golpeaba la bañera. Por momentos, Margot,  quedaba fuera de la vista de Pablo,  que, para llamar su atención, comenzó un nuevo recorrido a gatas como enloquecido tirando a su paso los objetos que encontraba sobre los muebles. ” Pablito, no seas malo…” —dijo, revestida de infinita paciencia, asomando medio cuerpo desde el  baño. Pero, lejos de calmarle, comenzó a berrear como un insufrible bebé.

     —Vamos Pablito, a bañarse —le requirió Margot unos minutos después.

      Le ayudó a desnudarse y a entrar en la bañera rebosante de espuma. “Ahora pórtate bien o te castigaré sin cenar, añadió Margot en tono maternal.

     Después salió, se sentó en la silla y cerró los ojos con claros signos de cansancio. Enseguida se quedó adormecida.

 

      En determinado momento, un chapoteo constante, cada vez más acusado, la hizo volver en sí.

      Acudió al baño con signos de contrariedad.  Pablo estaba de pié en el centro de la bañera, pateaba el agua y se quejaba: “¡Está fría, esta fría!” Ella, no sin cierto disimulo, sonrió divertida.

      Le ayudó a secarse y vestirse. Con dificultad lograba reprimir la carcajada que le producía la incesante repetición de Pablo: “Margo mala… Margo mala…”

      Cuando terminó de adecuarle, quizá en señal de arrepentimiento, Margot le tomó por los hombros y le atrajo con suavidad. Inopinadamente, Pablo comenzó a llorar y se contrajo sobre ella con actitud infantil, de desvalimiento. “Vamos, Pablito, que ya tendrás hambre”, dijo Margot en un tono que se antojaba maternal. Después, le condujo suavemente hasta alcanzar una silla. Tomó asiento, y Pablo, mimoso, poniendo hocico y arrugando el entrecejo, se acurrucó en el suelo pegado a ella por su lado derecho. Con un movimiento que parecía mecánico, apoyó la cabeza en el regazo de Margot con la boca hacia arriba y los ojos cerrados. Ella soltó dos o tres botones de su bata, se bajó el sujetador sacándose el seno derecho y un pezón rosa oscuro resaltó sobre el pequeño y blanco pecho.  Pablo, con los ojos cerrados, guiado por el instinto o tal vez por el olor, rápidamente y sin error de cálculo, lo aprisionó con los labios y, enseguida, con el pezón dentro de su boca,  comenzó a succionarlo con fruición acompañándose de un notable ruido.

 

       Diez minutos permaneció Pablo prendido del pecho, mientras ella miraba fijamente la pared de enfrente sin pestañear.

 

       De cuando en cuando, Margot cambiaba la dirección de su mirada buscando el reloj de pared.

 

      “Venga Pablito, ya hemos terminado por hoy”, apremió Margot. Pablo se mostró reticente, pero ella, con suavidad no exenta de firmeza, le tomó la cabeza con ambas manos y la separó del pecho sin contemplaciones. Después se subió el sujetador, se abotonó la bata y dijo: “Vamos, ahora a dormir el niño bueno”. Pablo sumiso se dejó llevar con la boca todavía en posición succionadora.

       La temperatura en la habitación era alta. Margot cubrió el cuerpo, la figura fetal que Pablo había adoptado, solamente con la sábana y depositó un tierno beso en su frente.

       Después, tomó la ropa sucia, la colgó del antebrazo y se dispuso a salir.

       Fuera, una mujer anciana la esperaba. Le tendió un billete de quinientas pesetas y con una mirada compasiva le agradecía su trabajo.

 

 

                                                                           (Del libro de relatos Algo que contar. T.H.Merino  2011)

                            

 

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