Red de Literatura y Cine
'Las mejores historias sobre perros' y 'Las mejores historias sobre gatos', es una reedición de la selección de relatos de Lesley O'Mara sobre estos animales domésticos que ya se publicó en los 90 con gran éxito
El escritor Jack London
La obra es una antología para los amantes de mascotas en Inglaterra, con historias de Jack London, Rudyard Kipling, Mark Twain o Virginia Woolf. La traducción de Siruela incorpora también un relato de Guillermo Cabrera Infante.
El libro aúna anécdotas reales de los escritores sobre sus animales, testimonios sobre su importancia en su vida y su creación literaria, ficción y guiños a las fábulas grecolatinas con moraleja final. Los gatos y perros se humanizan, tienen personalidad e incluso nombre y apellidos. Es una obra que aporta un toque emocional para aquéllos que se interesan por las mascotas, además de por la literatura. Sólo hay que hacerse una pregunta: ¿Es usted de perros, o de gatos?
Por amor a un hombre, de Jack London
Cuando a John Thornton se le helaron los pies el pasado diciembre, sus compañeros le acomodaron lo mejor que pudierony le dejaron que se recuperase, continuando ellos río arriba para hacer una balsa de troncos serrados e ir hasta Dawson. Aún cojeaba ligeramente cuando rescató a Buck, pero con el constante tiempo cálido hasta superó aquella cojera. Y allí, tumbado en la orilla del río en los largos días de primavera, viendo correr el agua, escuchando perezosamente el canto de los pájaros y el zumbido de la naturaleza, Buck lentamente recuperó sus fuerzas.
Un descanso viene muy bien después de recorrer tres mil millas, y hay que admitir que Buck se volvió perezoso mientras cicatrizaban sus heridas, sus músculos engordaban y la carne volvía a cubrir sus huesos. Por eso, todos holgazaneaban -Buck, John Thornton, y Skeet y Nig-, esperando que llegara la balsa que los llevaría río abajo hasta Dawson. Skeet era una pequeña setter irlandesa, que se hizo amiga de Buck enseguida, quien medio muerto, fue incapaz de resistir sus avances. Ella poseía la cualidad de médico que poseen algunos perros; al igual que la madre gata limpia a sus hijos, así lavó y limpió las heridas de Buck. Regularmente, cada mañana después de terminar su desayuno, llevaba a cabo una tarea que se había impuesto, hasta que él empezó a buscar su ayuda tanto como la de Thornton. Nig, igual de amigable, aunque lo demostraba menos, era un enorme perro negro, medio sabueso medio galgo escocés, con ojos sonrientes y un buen humor sin límite.
Para sorpresa de Buck estos perros no se mostraban celosos. Parecían compartir la amabilidad y la envergadura de John Thornton. A medida que Buck iba fortaleciéndose, le iban engatusando para que se distrajera en ridículos juegos, a los que el propio Thornton no podía resistirse, y a su manera Buck se dedicó a retozar durante su convalecencia y a iniciar una nueva existencia. El amor, el verdadero amor apasionado, era suyo por primera vez. Nunca lo había experimentado en casa del juez Miller en el valle de Santa Clara, bañado por el sol. Cazar y trampear con los hijos del juez era una relación de trabajo; con los nietos del juez, una especie de guardia pomposa, y con este mismo, una especie de amistad solemne y digna. Pero un amor febril y abrasador, que era adoración, que era locura, tuvo que ser John Thornton quien lo despertase.
Aquel hombre le había salvado la vida, lo cual suponía mucho; pero todavía más, era el amo ideal. Otros hombres cuidaban del bienestar de sus perros desde un punto de vista del deber y del negocio; él cuidaba del bienestar de los suyos como si fueran sus propios hijos, porque no podía remediarlo. Y aún más: nunca se olvidó de un amable saludo o de una palabra de ánimo, ni de sentarse a conversar largamente, lo cual les encantaba a él y a ellos. Tenía una forma de tomar entre sus manos bruscamente la cabeza de Buck y de dejar reposar en ella la suya, de moverla de un lado para otro, mientras le decía insultos cariñosos, que para el perro eran palabras de amor. Buck no conocía mayor felicidad que esos bruscos abrazos y el murmullo de esos juramentos, y en cada tirón le parecía que su corazón se le iba a salir del cuerpo de lo extasiado que se sentía. Y cuando, al soltarlo, saltaba a los pies de él, sonriente, los ojos llenos de expresión, su garganta vibrante de inarticulados sonidos, y se quedaba quieto, John Thornton exclamaba con reverencia "¡Dios! ¡Puedes hacerlo todo menos hablar!".
Buck ponía una expresión tan amorosa que se diría que le dolía. Solía tomar en su boca la mano de Thornton y la cerraba con tanta fuerza que en la carne quedaba durante algún tiempo la señal de sus dientes. Y a la vez que Buck interpretaba los juramentos como palabras amorosas, el hombre entendía esos falsos mordiscos como mimos.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo Buck expresaba su amor adorándole. Aunque se volvía loco de alegría cuando Thornton lo tocaba o le hablaba, no buscaba esas muestras de cariño. Al contrario que Skeet, que estaba acostumbrado a meter su morro bajo la mano de Thornton y rozarle suavemente hasta que lo acariciaba, o Nig, que se acercaba y posaba su gran cabeza sobre la rodilla de aquél, Buck se contentaba con adorarle a distancia. Se quedaba horas, ansioso, alerta, a los pies de Thornton, mirándole a la cara, recreándose en ella, estudiándola, siguiendo con el mayor interés cada efímera expresión, cada movimiento o cambio de rasgos. O, si el azar así lo quería, tumbado más lejos, a un lado o detrás, observando la silueta del hombre y los ocasionales movimientos de su cuerpo. Y a menudo era tal la comunión en la que vivían que la fuerza de la mirada de Buck hacía que John Thornton se volviera y le devolviera la mirada, sin hablar, con el corazón brillándole en los ojos, como a Buck.
El paraíso de los gatos, de Émile Zola
He heredado de una de mis tías un gato de Angora que es, a no dudar, el bicho más necio que conozco. Esto fue lo que me contó mi gato una velada de invierno, al amor de un fuego de brasas.
I
Tenía yo por aquel entonces dos años y era, sin lugar a dudas, el gato más orondo y candoroso que darse pueda. Poseía aún, a tan tierna edad, toda la ufanía de un animal desdeñoso de las comodidades del hogar. ¡Y, no obstante, cuán agradecido debía estarle a la Providencia por haberme procurado cobijo en casa de la tía de usted! Aquella excelente mujer sentía adoración por mí. Disfrutaba, en lo hondo de un armario, de un auténtico dormitorio, con cojín de plumas y triple cobertor. Comía tan bien como dormía: nada de pan ni de sopas, únicamente carne, carne buena y roja.
Pues bien, rodeado de tantas comodidades, sólo tenía un deseo, un sueño, escabullirme por la ventana abierta e irme a correr los tejados. Las caricias me resultaban desabridas, la blandura de mi lecho me asqueaba, estaba tan obeso que me repugnaba a mí mismo. Y tanta felicidad me aburría de sol a sol.
Debo decirle que, estirando el pescuezo, había divisado desde la ventana el tejado de la casa de enfrente. El día en cuestión, cuatro gatos mantenían una pelea en él, con el pelo erizado y el rabo enhiesto, revolcándose a pleno sol en las tejas de azulada pizarra sin dejar de soltar regocijadas maldiciones. Nunca había presenciado espectáculo más extraordinario. A partir de ese momento, quedé firmemente convencido de que la auténtica felicidad se hallaba en aquel tejado, tras aquella ventana que tan meticulosamente cerraban. Y tal creencia se basaba en que así era también como cerraban las puertas de los armarios tras las que guardaban la carne.
Concebí el proyecto de huir. Por fuerza tenía que haber en la vida algo más que la carne roja. En ello residía lo desconocido, el ideal. Un día, olvidaron encajar la ventana de la cocina. Salté a un tejadillo que se hallaba debajo.
I I
¡Qué hermosos eran los tejados! Los rodeaban anchos canalones de los que brotaban deliciosos aromas. Fui siguiendo voluptuosamente dichos canalones, en cuyo barro fino, tibio y suave a más no poder se me hundían las patas. Me parecía que iba pisando terciopelo. Y el sol tenía una grata tibieza, una tibieza que me derretía el sebo.
No le ocultaré que me temblaba todo el cuerpo. En mi alegría había parte de espanto. Recuerdo sobre todo un tremendo susto que casi me hizo caer de espaldas al adoquinado. Dando horrorosos maullidos, se me acercaron tres gatos que llegaron rodando desde la cresta de un tejado. Al verme desfallecer, me llamaron tonto y me dijeron que maullaban en broma. Me puse a maullar con ellos. Era algo delicioso. Aquellos barbianes no estaban estúpidamente sebosos como yo y se reían de mí cuando me resbalaba como una pelota por las chapas de zinc recalentadas por el sol. Un gatazo viejo que formaba parte de la banda se encariñó conmigo. Se brindó a educarme y yo acepté agradecido.
¡Ay, qué lejos estaba el bofe que me daba su tía de usted! Bebí en los canalones, y nunca me había sabido tan dulce ningún tazón de leche con azúcar. Todo me parecía bueno y hermoso. Pasó una gata, una gata arrebatadora, y, al verla, me invadió una desconocida emoción. Hasta entonces, sólo en sueños había visto yo a esas exquisitas criaturas cuyo espinazo es tan deliciosamente sinuoso. Me abalancé, junto con mis tres acompañantes, al encuentro de la recién llegada. Tomé la delantera y ya iba a presentarle mis respetos a la encantadora gata cuando uno de mis compañeros me dio un cruel mordisco en el pescuezo. Lancé un grito de dolor.
- ¡Bah! -me dijo el gatazo viejo, llevándome consigo-. ¡Otras vendrán!
I I I
Llevábamos una hora de paseo cuando sentí un apetito feroz.
-¿Qué se come en los tejados? -le pregunté a mi amigo el gatazo.
-Lo que haya -fue la sabia respuesta.
Me causó cierto embarazo, ya que, por más que buscaba, no veía nada. Divisé al fin, en un sotabanco, a una joven operaria que estaba preparándose el almuerzo. Encima de la mesa, bajo la ventana, había una hermosa chuleta de un apetitoso color rojo.
-Ésta es la mía -me dije cándidamente.
Y salté a la mesa, apoderándome de la chuleta. Pero la operaria me había visto y me descargó en el lomo un tremebundo escobazo. Solté la carne y salí huyendo, lanzando una maldición redonda.
-¿Es que acaba usted de llegar de su pueblo? -me dijo el gatazo.
La carne que hay encima de las mesas está para apetecerla de lejos. Donde hay que buscar es en los canalones. No fui capaz de entender que la carne de las cocinas no es, en ningún caso, para los gatos. El estómago empezaba a demostrarme un serio enojo. El gatazo acabó de consternarme cuando me dijo que había que esperar a que se hiciera de noche.
Entonces bajaríamos a la calle y rebuscaríamos en los montones de basura. ¡Esperar a que se hiciera de noche! Y lo decía tan tranquilo, como un avezado filósofo. Yo me sentía desfallecer sólo con pensar en tan prolongado ayuno.
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