Red de Literatura y Cine
“Los espías son tontos, vanidosos y vulgares. Yo lucho siempre por desmitificarlos”
En vísperas de la aparición en España de Un traidor como los nuestros (Plaza & Janés), la última novela de John le Carré, el maestro de espías descubre, desde su casa de Penzance (Cornualles), los secretos del libro. También desvela sus fantasmas familiares, recuerda sus años en el MI5 y reconoce su aversión por Tony Blair. Sólo hay alguien a quien David Cornwell (1931), verdadero nombre de Le Carré, deteste más: Kim Philby, el mayor traidor de la historia de Inglaterra. Le ofrecieron conocerle y se negó.
Fue una simple cuestión de ética. “No hubiese podido estrechar su mano” -dice, estremecido- Estaba empapada de sangre. Sólo Dios sabe a cuántos agentes traicionó y qué terribles torturas sufrieron”.
David Cornwell, el hombre que se oculta tras el novelista John le Carré, es un hombre de honor. Pero, ¿y Le Carré, su alter ego? ¿no se sintió tentado por las posibilidades literarias del encuentro con el mayor agente doble de la historia? ¿Por la oportunidad de penetrar en la mente del traidor que colaboró con la Unión Soviética en los 60, y fue el líder del infame Círculo de Cambridge? “¡Noooo!”, niega contundente.
Sin embargo, y tras varios intentos por parte de Philby, que parecía creer que Le Carré podía estar interesado en escribir su biografía, la oportunidad de encontrarse surgió a finales de los 80, poco antes de la caída del Muro de Berlín y del colapso del comunismo. A Le Carré le habían prohibido durante años entrar en la URSS, desde que sus novelas se convirtieron en lectura obligatoria del KGB, pero Raisa Gorbachov intervino, el novelista logró un visado y pudo visitar Moscú.
El traidor de la reina
Una noche -recuerda el escritor-, en una fiesta, se le acercó uno de los guardaespaldas de Philby. “Sí, me dijo que quería que conociese a un gran admirador mío, el señor Philby. Fue una propuesta espantosa. Le dije que tenía una cita con el embajador británico. Y que no podía ver al embajador de la Reina primero, y al traidor de la Reina después”. Fue, insiste, una decisión ética, quizá sorprendente, pues sus novelas están salpimentadas de ambigüedad moral. Sus espías se enfrentan todos los días a situaciones imposibles, y uno jamás sospecharía de ellos porque resultan demasiado vulgares. Como Alec Leamas, protagonista de su primer bestseller internacional, El espía que surgió del frío (1963), son “tontos vanidosos, traidores, sádicos y borrachos”.
—¿Sigue encontrando esta descripción correcta, desde los tiempos en los que usted mismo fue también espía?
Se revuelve incómodo en su asiento. “Es el dilema de mi escritura” -afirma- “El mundo del espionaje es mi género novelesco. Lucho por desmitificarlo, por despojar de romanticismo la palabra misma, pero, al mismo tiempo, intento construir una buena historia. Como dijo alguien, la definición del genio -no quiero decir que yo lo sea- es tener dos opiniones encontradas sobre algo al mismo tiempo. Algunos lo llaman ambigüedad. Yo, falta de decisión”.
Cornwell, que ahora tiene setenta y nueve años, se permite una discreta sonrisa. Es extremadamente pudoroso, a pesar de que con Un traidor como los nuestros, su libro número 22, que está a punto de ser editado en España, su lugar en la posteridad parezca asegurado.
Ambientado en la quiebra financiera actual, es la historia de una joven pareja londinense que mientras está de vacaciones en la isla caribeña de Antigua conoce a un carismático millonario ruso llamado Dima, dueño de parte de la isla, y que lleva un reloj con diamantes incrustados, tiene un tatuaje en su mano derecha y quiere jugar al tenis. Bueno, quiere mucho más.
La novela es un relato de codicia y corrupción que se desarrolla también en escenarios como los infiernos del archipiélago Gulag o una casa en Suiza, a la sombra de la ladera norte del monte Eiger.
Síndrome postparto
“Acabar un libro es un poco como tener un hijo”, dice ahora Cornwell, hundiéndose en una butaca de su soleado salón. Más allá, a través de las ventanas, se ve un amplio valle de olas grises. Es el hogar de Le Carré, en el pueblecito de Penzance (Cornualles); lo compró hace 40 años por 9000 libras, cuando era una ruina, y ahora tiene soprendentes ventanas de diseño y una elegante escalera rescatada de un monasterio francés.
En la cocina, su mujer, Jane, con la que lleva casado treinta y ocho años, está guisando salmón para el almuerzo.
“Cuando acabas un libro como éste te domina un sentimiento de alivio y de satisfacción. Sientes que has llevado a tu familia, a tus personajes, a casa. Luego, comienzas a sentir una especie de depresión postparto y, después, muy rápidamente, surge en el horizonte un nuevo libro. Y la esperanza, el consuelo de que la próxima vez lo harás mejor”.
Cornwell escribe a mano y Jane le transcribe los manuscritos. En su estudio, el escritorio de su mujer está abarrotado con pilas de pruebas de imprenta que Cornwell ha revisado, salpicadas de minúsculas correciones manuscritas. Él presume de hacer personalmente gran parte de la investigación previa a sus libros, aunque admite que es demasiado lento hoy. Recuerda, por ejemplo, algunas anécdotas sobre la intrahistoria de La canción de los misioneros (2006), cuando viajó a Ruanda y Congo y comprendió por primera vez que quienes le acompañaban “iban a tener serios problemas después por ayudarle”. O lo ocurrido hace casi veinte años, en un viaje a Moscú, cuando Le Carré conoció al auténtico Dima, protagonista de Un traidor como los nuestros.
Resulta que el escritor le había dicho a un antiguo contacto del KGB que necesitaba conocer al mayor mafioso ruso del momento, y le citaron en el club nocturno que el Dima real tenía en Moscú. Sus instrucciones fueron que llegase a las 2 de la madrugada. Y desarmado.
—“Había una fila de hombres taciturnos con granadas ceñidas a sus chalecos cuando llegamos. Era casi como un teatro con mesas y una diminuta pista de baile.Tras una larga espera, Dima, rodeado de matones y de hermosas y escandalosamente desvestidas jovencitas, se dignó a llegar. Era una especie de gran monstruo parecido a Teddy Savalas. Exactamente así lo describo en mi libro.”, recuerda.
De repente, le dijeron a Le Carré que se podía acercar. “Era como mirarse en los ojos de un tigre. No había nada detrás de esos ojos. Y yo no sabía qué demonios preguntarle. Así que dije: 'Me dicen que es usted un sinvergüenza, un mafioso'. Él asintió.
Insistí: 'Debe ser muy fácil ser un mafioso con esta clase de economía, así que, ¿por qué es usted el más importante?”. Se encogió de hombros.
Le pregunté: '¿10 millones de dólares'. No contestó. '¿Cincuenta?' Nada. Entonces le comenté que cuando en los años 20 llegaron a los Estados Unidos los conocidos como barones ladrones [magnates que monopolizaron sus respectivas industrias] tenían cadáveres a sus espaldas. Y robaron, mientras construían sus imperios, pero cuando sus hijos y nietos nacieron, renunciaron al crimen porque la sociedad que habían creado les estaba afectando. Y le pregunté si iba a hacer algo similar. Él se inclinó hacia mi intérprete y le habló rápidamente en ruso. Me sentía como un idiota, sin saber si estaba enfadado o no. El intérprete me miro avergonzado y dijo: 'Siento decirle que el señor Dima ha dicho: 'Jódase... Fuera'”.
Los fantasmas del pasado
Le Carré, incansable, recuerda otros peligros de su aventura rusa, mientras vemos una pila de garabatos manuscritos bajo una piedra de la orilla del mar de Penzance. “Son diálogos para el libro que estoy escribiendo ahora mismo”, afirma, picoteando una página en la que se lee 'escandaloso hijo de puta, fuera de la Universidad Reading' Es la sentencia de un alguacil, explica. No es sorprendente que aparezcan en sus obras. Fueron esenciales en los primeros años de su vida. Y su recuerdo es desolador.
Veamos: David John Moore Cornwell nació en Poole, Dorset, en 1931; su madre, Olive, desapareció de su vida cuando sólo tenía cinco años, y él y su hermano mayor, Tony, vivieron con su padre, Ronnie, un empresario que era un estafador.
“Sí, era un pícaro, un timador”, reconoce abiertamente. “Estuvo cuatro años preso por fraude, y siempre osciló entre la riqueza y la miseria. No recuerdo cuántas veces le buscaron los alguaciles. No tiene ni idea de lo humillante que era, para un niño, ver cómo todas tus ropas, tus juguetes, eran embargados por los alguaciles. Eramos una familia de clase media, no unos sintecho. En los buenos tiempos, papá podía llevarnos a St Moritz pero cuando estábamos arruinados, todo desaparecía. Sin embargo, mi padre pensaba que si no mencionaba los problemas, desaparecían”.
El padre de Le Carré aparece de diversas formas en sus novelas: incluso en el personaje de Dima hay algunos rasgos suyos: “Como Dima, era manipulador, poderoso, carismático, inteligente, poco fiable”, dice, “pero su lado oscuro era terrible. También la violencia”. Y calla.
En su adolescencia, las ausencias de Ronnie significaban que Le Carré estaba siempre investigando en los bolsillos de su padre, hurgando en sus cajones, intentando averiguar qué era lo siguiente que iba a pasar. Fue un trabajo preliminar, reconoce hoy, para su propia fascinación por el mundo del espionaje. Fue reclutado por el servicio de inteligencia SIS muy joven, a los 17 años, en la Universidad de Berna. En realidad, nunca ha hablado de su propio trabajo esos años. “Sólo eramos tapaderas”, dice evasivamente.
Más tarde, en el ejército, se unió de forma activa al servicio de inteligencia, y después dio un pequeño salto al MI5 y, consecuentemente, al MI6. Berlín fue su teatro de operaciones.
Matar impunemente
Se suele decir que durante la Guerra Fría, Este y y Occidente eran sólo las dos caras de una misma moneda. Le Carré niega la mayor: “Éramos diferentes. Seguramente nosotros hicimos cosas muy malas, porque tuvimos mucha acción directa. Incluso asesinatos, aunque yo nunca estuve envuelto. Pero hay una gran diferencia entre trabajar para Occidente y hacerlo para un Estado totalitario. Le prometo que aunque se estudiaron bastantes operaciones despiadadas, los derechos democráticos y humanitarios se respetaron y tomaron parte siempre en nuestras operaciones. Los agentes totalitarios mataban impunemente y no daban cuentas a nadie. Eso era impensable en Occidente, aunque en ocasiones la CIA estuviera fuera de control”.
Hace dos años John le Carré acaparó titulares por unas supuestas declaraciones suyas en las que aseguraba que una vez estuvo a punto de desertar. Ansioso por aclarar el asunto, asegura que le citaron erroneamente o le malinterpretaron.
¿John le Carré, un desertor?
“Lo que quería decir -explica- es que cuando entras en el entramado del espionaje también haces un pequeño viaje al otro lado, pero no, jamás pensé en desertar. Esos días me ví en los periódicos junto a un retrato de Philby. Pero, ¿qué más da?, todo eso no es sino la envoltura del fish and chips de mañana.”
A pesar de todo, confiesa haber desertado en una ocasión reciente. Aunque el éxito literario le ha supuesto una fortuna multimillonaria, Le Carré se ha sentido siempre socialista, lo que en Gran Bretaña supone ser laborista. Pero, a pesar de todo, no quiso apoyar al tándem Blair/ Brown, y votó a los Liberales en las últimas elecciones.
—¿Que por qué he abandonado el laborismo? Porque me defraudaron totalmente. El partido era un cadáver. No tenía ideología, se había convertido en algo distante, anticuado, desvertebrado. Los partidarios de Blair / Brown lo dominaban todo. En esos últimos años lamentables de Blair asistimos a un derroche salvaje. Cuando Alistair Darling [ministro de Hacienda] reconoció que la crisis financiera era la peor de los últimos sesenta años, Brown casi lo destituyó. ¡Y los Blair...!” Le Carré mueve la cabeza, con desesperación y repite: “¡Los Blair! Él y su mujer. ¡La codicia compartida que emanaba de esa pareja! Era vergonzoso. Me hice más radical en la vejez de lo que nunca había sido. La catástrofe Blair fue más lejos que la guerra de Iraq y la destrucción del partido. Tiene que ver con su creación de una corte privada”.
Tampoco es un admirador de la Monarquía. “Déjeme explicarlo” –dice– temiendo ser de nuevo malinterpretado. “Es posible que ya no sea el tiempo de monarquía, pero respeto la institución”. De todas formas, ha rechazado en varias ocasiones distintos honores. La primera vez fue durante el gobierno de Margaret Thatcher, cuando ella le invitó a almorzar. A pesar de no ser precisamente un admirador de su política, Le Carré respetaba su compromiso, su dedicación e inteligencia. “Se volvió hacia mí mientras comíamos y me preguntó: ¿Ahora que está aquí, tiene algo que decirme?'. Evidentemente, Thatcher esperaba que el escritor mencionase un título o alguna condecoración. “Pero le dije, sí, creo que la causa palestina debería ser tratada con mucha más compasión. Ella me fulminó con la mirada y contestó: “Ellos entrenaron a los hombres que asesinaron a mi amigo Airey Neave.” Y eso fue todo.
En la actualidad Le Carré tiene previsto terminar su siguiente libro este octubre, pero el proceso de publicación será más lento de lo habitual, porque acaba de abandonar Hodder, sus editores los últimos veintiseis años, por Penguin: “Estoy a punto de cumplir ochenta años y me preocupo por la posteridad”, dice inocentemente. “No me importa la fama, pero Penguin me ofrece recuperar toda mi obra anterior para incluirla en su colección de clásicos. Esa posteridad irrestible está en manos maravillosas. Estoy muy contento. Hodders todavía posee los derechos de El topo, así que cuando se estrene la película saldrán beneficiados. Ha sido un acuerdo amistoso”.
En estos momentos, cinco de sus novelas están a punto de convertise en películas: Brad Pitt tiene una opción sobre El infiltrado y Gary Oldman y Colin Firth protagonizarán una nueva versión de El Topo.
Una última pregunta: ¿Quién le gustaría que apareciera en una la versión cinematográfica de Un traidor como los nuestros? “No lo sé”, dice. “¿Hemos acabado? Bien. Entonces vayamos a comer. Y podemos tomar una copa también”.
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