LA CULPA FUE DE HAMMETT * © 2006, por Oscar F. Ortíz
Nunca ha faltado quien me acuse de tener una imaginación morbosa, comenzando por mi madre, quien no se cansa de decir que yo me he atrofiado el cerebro devorando cuantas novelitas de detectives y espías han pasado por mis
manos. Bueno, en eso tiene razón: casi me crié leyendo historias policiacas al estilo Noir. Desde que tuve ante mis ojos por primera vez a El agente de la Continental, de Dashiell Hammett, supe con certeza quién quería ser.
Me identifiqué con aquel gringo regordete y temerario que en la Era de la Prohibición se liaba a tiros con los gangsters, sin pensarlo mucho. Otro detalle que añadía encanto y talla al personaje es que su verdadero nombre jamás salía a relucir en las páginas donde nació, y como era el mismo detective quien narraba sus historias (a través de la genial pluma de su creador) hacía todo tipo de cabriolas literarias para mantenerlo en el anonimato. Del gordito con pelotas sólo se sabe que fue un agente de la Continental, una agencia de detectives cortada a la horma de la Pinkerton.
Posiblemente fue pensando en lo que haría mi imaginario ídolo que comencé a recelar de aquel tipejo. La primera vez que lo vi yo andaba enfrascado en escribir una serie de relatos policiacos, utilizando como telón de fondo las actividades de la mafia rusa. Recuerdo que por aquella época agentes encubiertos del FBI habían intervenido un club de bailarinas eróticas, en el East de Hialeah. La razón, según la prensa, fue la supuesta venta de un submarino ruso a los narcos del Cartel de Cali para transportar cocaína hacia Miami, desde Colombia. Dicho así de pronto, parece cosa de películas. ¿Quién en su sano juicio, pregunto yo, asociaría las operaciones de la mafia rusa con la plebeya ciudad de Hialeah? Es impensable. Se supone que estos pandilleros merodean por sitios de más caché, como Fort Lauderdale, Miami Beach, u otras áreas pintorescas de Miami. Pero aquella noticia y algo más que no sé cómo llamarlo (intuición es lo único que se me ocurre) me hizo ver en aquel hombre la sombra del mal. ¿Su aspecto físico? Largo, flaco y taciturno; como un lobo hambriento y desnutrido, pero todavía feroz. Mucho pelo negro y áspero en la cabeza y en cejas que se unían como una «V» peluda sobre un par de ojos viciados, bajo una frente de hombre primitivo.
El sujeto que he descrito le tenía arrendado un efficiency a Pérez. Pérez, un guajiro pícaro muy alto y corpulento, había hecho dinero trabajando como inspector del Building Department en la Ciudad de Hialeah y ganaba mucho más rentando las adiciones clandestinas que le había hecho a su casa. Bueno, más que casa lo de Pérez era una cuartería que se caía a pedazos pero contaba con una ventaja: debido a una estratégica ubicación, las pocilgas que albergaba no se veían desde la calle. Claro, se trata de una calle de exiguo tráfico en el East de Hialeah. De haberse hallado en el West, o del otro lado del Palmetto, otro gallo cantaría.
El Sr. Pérez lo había planeado todo muy bien y sólo una foto de reconocimiento aéreo habría descubierto la existencia de aquel laberinto. A consecuencia de sus años como inspector de la Ciudad y conocerse de memoria los mecanismos del Building Department, el Sr. Pérez había logrado burlar las mismas leyes que hacía cumplir a otros propietarios. Pero aparte de eso es un gran vecino; servicial hasta más no poder. Sólo nos separaba un corredor de diez pies dividido por una cerca de alambre. Mi estudio estaba ubicado en el último cuarto de la construcción y todas las tardes, cuando me sentaba a azotar el teclado de mi PC, mi vista vagaba rumbo al exterior a través de la ventana. Era una forma que había adoptado para dar un descanso a mis ojos del intenso resplandor de la pantalla.
Esa ventana, ya que hablamos de ella, da al patio de la casa de Pérez, justamente a la sección donde queda la puerta de entrada del efficiency. No podía evitar verlo llegar todos los días. Se escurría sigiloso por el corredor, y miraba con recelo de un lado a otro antes de ponerse a batallar con la cerradura. Puedo asegurar que el hombre se comportaba en una forma totalmente siniestra, pero a Pérez eso no parecía afectarlo en absoluto. Sospecho que hasta se alegraba porque los fugitivos no son inquilinos problemáticos, ya que por lógica se ven obligados a mantener un perfil discreto. Aquel tipo nunca iba a reclamarle nada, ni a darle una queja por las deplorables condiciones del efficiency.
Todavía hoy no puedo precisar si el hecho de que anduviera embebido en toda la información recopilada sobre la mafia rusa, y más aún, enfrascado en la tarea de escribir una novela policiaca, fue lo que dio pie a la tragedia. Ciertamente algo influyó, pero si de una cosa vivo convencido es de no estar loco, lo que ocurre es que el instinto me gritaba que el inquilino de Pérez no era trigo limpio. En mi juventud, quizá debido a mi pasión por las historias policiacas, me hice el propósito de adquirir un arma corta y aprender a manejarla. Eso tuvo lugar hace más de veinte años, en tiempos de los disturbios raciales que sacudieron a Miami por la muerte violenta de un tal Mc Duffy. Entonces yo vivía con mis padres en el barrio de Allapattah, que en nada se parece a Hialeah. Allapattah es tierra de morenos norteamericanos mezclados con latinos y fue escenario de una cruenta revuelta donde una turba de bandidos aprovechó para agredir y saquear a las personas decentes (entre ellas a muchos miembros de su propia raza) que nada tenían que ver con el puñado de policías blancos acusados de brutalidad.
Después de probar algunas pistolas opté por un revólver Smith & Wesson de cañón corto, calibre .38 Special. Mucho me impresionaron la Colt .45 y la Magnum .357, pero no pocas horas de práctica me hicieron cambiar de opinión. Las grandes automáticas lucen muy bien en las películas y en la ficción literaria, pero en una situación real, a no ser que usted posea la talla de un John Wayne, dispararlas no es una experiencia agradable. Mi peso sobrepasa fácilmente las doscientas libras, pero soy hombre de manos finas. No hace falta decir más. Claro, cuando el «lobo flaco» llegó a la cuadra yo no era el mismo joven romántico que a menudo practicaba el tiro. Mi Smith Special ya llevaba más de una década colectando polvo, escondido en un lugar donde mi hijo más pequeño no pudiera encontrarlo. Si algo quedaba de aquel ardor guerrero de mi juventud, sólo existe en las historias que escribo y en otras que alimentan mi imaginación, porque yo, a pesar de todo, hombre de armas no soy. Sin embargo, el instinto de conservación es poderoso y cuando uno tiene hijos lo es aún más. A mí se me coló en la cabeza que aquella criatura flaca, huraña y solitaria que tenía su guarida a un escaso par de metros de mi hogar, era una amenza para la familia.
¡Miren qué lío!
Como el rostro del hombre se me antojaba vagamente familiar, lo primero que se me ocurrió fue pasar por la Oficina de Correos y chequear la lista de los prófugos más buscados; nada hallé. Lo segundo fue acudir a la escuela de mi hijo y solicitar un listado de los llamados sex offenders en inglés, pero allí tampoco había nada. Si el «lobo» estaba fichado por molestar a menores, su ficha aún no había ingresado el banco de datos de las escuelas del condado. Esa fue la suma de todas mis gestiones detectivescas por desenmascarar a aquella fiera con pinta de persona. ¡Cuánta falta me hacía ahora el agente de la Continental!
Mi siguiente paso fue acudir a ver a Pérez. Casi le supliqué que lo echara de allí. Le dije que le aseguraría su renta hasta que encontrara un nuevo inquilino para su propiedad. Se me rió en la cara. Me dijo en un tono tan desarmante como bonachón que nada tenía que temer de aquel «infeliz» que jamás lo molestaba y (más conveniente aún) nunca se atrasaba en sus pagos. En resumidas cuentas: perdí el tiempo al intentarlo. Al cabo de unos días consideré inmiscuir a la policía haciendo una denuncia anónima. No tenía una sola prueba contra aquel sujeto, pero en estos días de la Guerra contra el Terror, con sólo sembrar la duda se obran milagros. También desistí de ello; con mi suerte el perjudicado sería yo. Además, mi amistad con Pérez me lo impedía, ¡lo habrían multado hasta la muerte por todas las normas del código de construcción que había violado! Lo obligarían a desbaratar su casa para reconstrurila de la forma que exige el código. ¿Qué otro camino me quedaba, pues?
Ya el «lobo flaco» había notado mi interés en su persona y como buen depredador su instinto lo obligó a fijarse en mí. Me había delatado al acercarme a Pérez y pedirle que lo echara. Cada vez que me asomaba a la ventana para espiarlo, allí lo veía haciendo lo mismo conmigo. Las cosas fueron de mal en peor. De preocupación, su cercanía a mi hogar pasó a convertirse en una obsesión de vida o muerte. Casi perdía la sanidad mental cuando tuve una idea. Me acordé de la existencia del Smith & Wesson. Claro, yo nunca pensé matarlo, sólo propinarle un susto. Si me decidía a actuar con firmeza y arrogancia (igual que el legendario agente de la Continental) tal vez podría espantarlo. Lo menos que quiere un fugitivo es llamar la atención de las autoridades. Por otra parte, reflexioné, nada incita más el ataque de un depredador que intuir el temor de la presa. El miedo, precisamente, es lo que la define como tal. Bien que lo dice el refrán: el mejor plan de defensa se basa en atacar.
Una noche lluviosa en que todos dormían, saqué mi viejo Smith Special de su escondite y lo desempolvé. Bueno, hice mucho más que eso; lo limpié, lo engrasé, le reajusté la mirilla y cargué el tambor con cinco proyectiles frescos; algunos explosivos. Satisfecho, me lo eché a la cintura y sentir su peso me reconfortó. Fui hasta el espejo del baño y probé a sacarlo varias veces. La imagen del hombre en el espejo no era precisamente la mía, sino la del agente de la Continental. La misma cara redonda y el cuerpo adiposo, pero con más carga de genitalia en las alforjas que todo un regimiento de caballería. Creérmelo frente al espejo poniendo cara de malo no era tarea difícil. El problema vendría después, pero cada cosa a su debido tiempo.
Regresé al estudio y del armario tomé un chaleco impermeable de talla extragrande, que mi hijo mayor me había obsequiado hacía dos años, en el Día de los Padres. Eso ocurrió antes de que contrajera matrimonio y se mudara de la casa. El chaleco (por eso lo había escogido) era de material oscuro y tenía anexada una capucha, para noches como aquélla. Para completar mi improvisado «atuendo de combate», tomé prestadas las gafas oscuras que usa mi mujer; siempre las deja tiradas sobre la mesa del comedor. Un sombrero fedora y un impermeable como el que usaba Bogart en sus incursiones al mundo del film Noir me habrían venido de perilla, pero qué se le iba a hacer. Armado y peligroso (aunque temblando por dentro) escalé la cerca de alambre como mejor pude y salté al patio del vecino. Los acolchonados tennis que llevaba puestos amortiguaron el peso de la caída, pero las piernas se me aflojaron y caí doblado de rodillas. Un dolor punzante me hizo rechinar los dientes. ¿Qué cojones me creía yo? ¿Qué todavía podía hacer las mismas piruetas de cuando las libras que tenía en el cuerpo eran más músculo que grasa? ¡Imbécil! Si no andaba ligero y terminaba con aquéllo de una maldita vez, acabaría en la cárcel por invasión de la propiedad ajena; eso si alguien no sacaba un arma antes y me ponía como colador.
Me incorporé de un salto y tuve que morderme los labios para no gritar. (¡Las rodillas!) Avancé con dudas de todas clases, pero iba decidido; ya había traspuesto ese punto donde no hay regreso. Sería un cretino, pero al hijo de mi padre nadie iba acusarlo de «pendejo». Perseveré. La lluvia me calaba los huesos, los truenos eran tan fuertes que espantaban al mismo diablo y las nebulosas gafas ni siquiera me permitían ver. ¡Qué ocurrencia la mía! Pero aquel terreno me era familiar y aunque fuera dando tumbos alcancé la puerta del efficiency. Por suerte, la bombilla que alumbraba la entrada estaba fundida y Pérez era demasiado mezquino para cambiarla. Dudé entre derribar la puerta de una patada como se hace en las películas o tratar de abrirla furtivamente como todos los detectives Noir sobre los que he leído. No disponía del clásico juego de ganzúas, pero en su lugar le había echado mano a una presilla de oficina porque había visto en un filme que utilizada con destreza logra el mismo propósito. Y lo intenté. El probrema es que no soy muy hábil para esas cosas. Perdí la presilla en el intento junto con la paciencia, maldije entre dientes y si no llega a ser porque la cerradura de la puerta estaba dañada (Pérez tampoco se había ocupado de reemplazarla) todavía estaría batallando con ella. Antes de penetrar a la guarida del «lobo flaco» me detuve, agucé bien el oído pero como soy medio sordo no percibí otro ruido que el constante repicar del agua que bajaba por la canal y el furioso bombardeo de los truenos. Empuñé el revólver en firme y entré, todavía sin la menor idea de lo que haría cuando me enfrentara al «lobo».
¿Creen ustedes que dormía? Me esperaba. ¿Tienen idea de cómo? ¡Pistola en mano!
Era lo más parecido a una pistolita de agua, pero letal. Seguramente una Taurus brasileña, o una Beretta calibre .22. Soy capaz de indentificar los calibres por la descarga del arma. Me disparó primero y el disparo de su automática se escuchó fracciones de segundos antes que el mío. Después tronó. La bala disparada por el «lobo» se incrustó en el techo. La de mi Smith Special en la alfombra que cubría el piso. ¡Fue un duelo de titanes Recordando todo lo que he leído, seguí la sabia práctica de echarme a rodar por el suelo al disparar, porque no hay nada más estúpido en un tiroteo entre las brumas que permitir que el fogonazo de un disparo delate la posición. Claro, que a tientas como andaba no podía saber que acabaría estrellándome contra un mueble. Grité del susto, tronó, me golpée la cabeza y se me fue un tiro que debió causar algunos menoscabos en la cocina. La pistola del «lobo» también ladró y más esquirlas de concreto se desprendieron del techo.
No sé cómo infiernos lo logré, pero haciendo de tripas corazón mientras gruñía como un jabalí cargué contra la puerta entornada y me lancé por encima de la cerca. Caí del lado mío, magullado, pero me puse de pie y corrí jadeando hacia el fondo de mi casa, sin parar hasta que penetré al estudio. La lluvia y los truenos continuaban su concierto. Temblando, descargué el arma y la guardé en su lugar de siempre. Me quité la vestimenta con olor a pólvora y la eché al tanque de la ropa sucia. Entré al cuarto y todo me salió mejor de lo que yo esperaba: el niño se había quedado dormido en mi cama, junto a su mamá. Me retiré en silencio y esa noche, después de serciorarme de que la casa estaba segura y con la alarma puesta, tomé un bañito rápido y me acosté a dormir en la habitación de mi hijo.
Transcurrieron varios días de amarga y tensa espera en que, a pesar de todo lo ocurrido, la espada de Damocles nunca bajó. Un domingo me aventuré a salir al patio por la puerta trasera del estudio y me encontré a Pérez desalojando el efficiency de su extraño inquilino. Me demoré en hacerlo pero al fin mi curiosidad triunfó y aprovechando que el vecino me daba la espalda, eché un vistazo por encima de la cerca. Lo primero que vi me hizo comprender. Entre un montón de cajas medio mojadas noté un libro de bolsillo que me llamó la atención. Su título: El halcón maltés. Su autor: Dashiell Hammett. Su dueño... ¿No lo imaginan? Probablemente Samuel Espada..., ¡otro imbécil, como yo!
Fin.