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Eran los comienzos del verano del año 1947, en Perú, y todavía ningún niño había sido llevado con engaños a ninguna ciudad enorme, a ninguna casa triste y hostil, al centro de ninguna pesadilla. No se sabe con exactitud la fecha —el mes, el día—, pero sí se sabe que era el comienzo del verano —diciembre, enero— en Piura, más de novecientos kilómetros al norte de Lima, y que empezó con una frase que contenía, a la vez, una respuesta: “Tú ya lo sabes, por supuesto”, dijo la mujer a su hijo de diez años que se había habituado a besar, antes de dormir, la foto de su padre a quien creía —a quien sabía— muerto. El niño, sin sospechar que le quedaban apenas segundos de una vida feliz, preguntó: “¿Qué cosa?”. “Que tu papá no estaba muerto”, dijo la mujer. Él no mostró desconcierto ni sorpresa. Sólo dijo, serenamente: “Por supuesto”. Y esa frase —que encerraba el perdón inconcebible a la traición de esa mujer que había sido, para el niño, todo— inauguró lo que vendría después: el resto de la vida.
—Morgana, tráela aquí, a ver si la calmamos nosotros.
—Pero es raro, papá, porque sólo le da aquí.
—Espero que no sea alergia a esta casa. Ni a su abuelo.
Esta tarde la casa del escritor peruano Mario Vargas Llosa, en Madrid, está repleta de gente. A la presencia habitual de Patricia Llosa, su mujer desde hace más de cuarenta años, y de sus dos asistentes —Verónica Ramírez y Fiorella Battistini—, se suma la de sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana, cada uno con pareja e hijos propios. Partirán todos, en dos días más, a Italia, a algún sitio que Mario Vargas Llosa ignora (y que ignoran también sus hijos varones, que dicen haber heredado de él la imposibilidad de lidiar con la parte sólida de la vida: tickets de avión, las compras, problemas con las tuberías). Esos viajes en familia son una ceremonia que promueve y organiza Patricia Llosa y así es como, aunque Álvaro es periodista y vive en Washington, Gonzalo tiene un puesto en el ACNUR y vive en República Dominicana, y Morgana es fotógrafa y vive en Lima, todos se reúnen una vez al año en algún lugar del mundo y vuelven a hacerlo, en diciembre, en Perú.
—Tráela, Morgana.
—Papá, si la traigo se acabó la conversación. No va a parar.
Anahís, la hija más pequeña de Morgana, atraviesa lo que la familia llama “pataleta”, un llanto desconsolado y continuo sobre el que su abuelo ha estado hablando durante la última hora —sin inmutarse, como quien sabe que donde hay niños las cosas son así— acerca de temas diversos: su nueva novela (El héroe discreto, que lanza Alfaguara el día 12 de este mes), la pésima relación con su padre, el matrimonio con su prima hermana.
—Fíjate que Anahís parece gozar de la vida, y de pronto tiene esas pataletas.
La casa de Mario Vargas Llosa es un departamento en un edificio antiguo de Madrid. A la derecha del recibidor una puerta marca una de las tres entradas a su estudio. Las otras dos dan a una pequeña terraza y a la sala. En la sala, con una camisa clara y el cabello sin una sola hebra fuera de lugar, Mario Vargas Llosa dice que su padre asociaba la vida de escritor a una vida indeseable.
—Tenía la idea de que eran borrachines y que era cosa de mariquitas. Creo que quizás ese rechazo que tenía hizo que yo resistiera a mi padre escribiendo. Y quizás mi odio a los dictadores viene de esa autoridad que él imponía por la fuerza y de esa relación tan mala que he tenido.
—¿La relación siempre fue esa?
—El rencor desapareció hace mucho, pero el cariño es imposible.
Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú, hijo de Dora y de Ernesto J. Vargas. La historia ha sido contada por él mismo en El pez en el agua (1993), cuyo primer capítulo se titula ‘Ese señor que era mi papá’. Su madre y su padre se habían casado en 1935 y habían marchado a vivir a Lima, donde el hombre develó unas formas violentas. Dora quedó embarazada y, a los cinco meses, su marido sugirió que regresara a Arequipa para tener al bebé. Ella partió sin sospechar y él no volvió a dar señales de vida.
El niño, a quien bautizaron Mario, nació en 1936 y la desaparición de su padre le fue ocultada bajo la forma de una historia brutal que, aun así, parecía más suave que el abandono: le dijeron que estaba muerto. Se crió con una madre y unos tíos y unos abuelos amorosos, y la familia se trasladó a Cochabamba cuando él tenía un año. Tenía diez cuando regresaron a Perú, a Piura, donde nada cambió —salvo que, cuarenta días después de haber llegado, nació su nueva prima, una niña llamada Patricia, hija de su tío Lucho y de su tía Olga que ya tenían otra apenas mayor, Wanda— hasta aquella tarde de verano en que su madre le dijo “tú ya lo sabes”, él respondió “por supuesto”, y ella le presentó al hombre que sería su azote y a quien —quizás— le debe todo. Ese mismo día lo llevaron a Lima con engaños y siguió una vida horrorosa. Su padre le prohibía visitar a la familia, ver amigos, escribir, y lo molía a golpes con cualquier excusa.
—Mi madre sufría pero al mismo tiempo lo amaba. En cambio yo era la pura víctima. Pero he pensado que si mi padre no hubiera tenido tanto disgusto ante la idea de que yo me dedicara a escribir, yo no hubiera tenido el carácter para perseverar en esa vocación. Vivir de ser escritor era inconcebible en el Perú de los años cincuenta. Por eso mi sueño era salir, escapar, irme a París.
Un resumen burdo de aquellos años en los que leía, trabajaba, escribía y soñaba con ser escritor sin saber cómo, diría que en 1950 ingresó en el liceo militar Leoncio Prado, en 1951 consiguió sus primeros trabajos como periodista en diarios locales, en 1952 regresó a Piura para terminar el secundario y, al año siguiente, a Lima para estudiar Derecho en la Universidad de San Marcos, donde se unió al partido comunista. En 1955, cuando llegó de visita una hermana de su tía Olga, Julia Urquidi, que tenía 32 cuando él tenía 19, quiso que esa mujer, su tía política, fuera su esposa y lo fue (aunque su padre amenazó con matarlo como a un perro). Poco después, ganó una beca que le permitió hacer lo que siempre había querido: irse.
—Nos fuimos a Madrid y luego a París en 1959. Allí conseguí varios trabajos alimenticios.
Descargó camiones de carne y verdura en el mercado de Les Halles y recogió periódicos viejos casa por casa para venderlos después, hasta que consiguió trabajo como profesor de español en las escuelas Berlitz y, luego, como periodista en France Press y en la Radio y Televisión Francesa. Mientras tanto, terminó de escribir La ciudad y los perros, una novela que transcurre en el liceo Leoncio Prado y funciona como un enorme sistema de delaciones encastradas en el que, sobre el final, todo se resignifica. La novela fue rechazada por varias editoriales hasta que llegó a manos del editor español Carlos Barral y, publicada en 1963, transformó a Vargas Llosa en un nombre fundamental del boom de la literatura latinoamericana cuando tenía apenas 26 años. Para ese entonces, ya se sentía profundamente enamorado de su prima hermana, Patricia.
—Ella había ido a París a estudiar. Y lo otro… a ver si lo escribo algún día.
—¿Pero qué fue lo que te atrajo?
—No, no. No te voy a contar. Porque es un tema que podría, quizás, algún día, escribir.
Si bien ha escrito profusamente acerca de las humillaciones a las que lo sometió su padre, o de la relación con Julia Urquidi, hay temas sobre los que mantiene el más flemático de los blindajes. Jamás, por ejemplo, habla de los motivos que lo distanciaron de su alguna vez amigo Gabriel García Márquez (a quien golpeó famosamente en México, en 1976), y las líneas que mencionan a Patricia, su mujer actual, son discretas, apenas escanciadas.
—No, no te cuento porque si algún día continúo las memorias escribiré esa historia, que tiene que ver con los años tan bonitos de París.
—¿Por qué tan bonitos?
—Porque ahí me hice un escritor.
—¿Cómo fueron esos años en París?
—No fue fácil. Fue duro.
Patricia Llosa está en el sofá de la sala de su casa. Tiene una voz de afonía morbosa y una risa corta, precisa.
—Yo tenía 16, mi hermana Wanda 17. Era 1960. Llegamos a París para estudiar francés y fuimos a vivir con Mario. Era el primo hermano que me llevaba a los museos, me enseñaba a leer. Yo pensaba “qué buena persona, me lleva a todas partes”. Un día me dijo que estaba enamorado, y yo le dije “cállate, idiota”, porque imagínate el impacto. Pero en ese interín, mi hermana murió en un accidente aéreo. Yo regresé a Lima y fue una etapa monstruosa. Mi madre estaba destruida. Mario me escribía. Yo primero decía “no, no”. Mi padre trataba de disuadirnos. A mí me decía que Mario era complicadísimo. Y a Mario le decía que yo era terrible, que lo iba a destruir. Y no nos convenció. Nos casamos, empezamos a vivir en París. Pero no fue fácil. Para mí era el recuerdo de haber vivido allí con mi hermana. Luego quedé embarazada de Álvaro. Mario tenía mucho temor a ser padre, y por eso fue un padre tan suave. La parte más terrible me la dejaba a mí.
—Te dejaron el papel de…
—El monstruo. Yo comprendí que era por la relación que tuvo con su padre, pero pesa. Tú dices “bueno, más adelante la figura del papá va a ser perfecta y la mamá la pesada”. Yo tenía 19 años y tenía que llevar adelante una casa y una economía nada floreciente. Supongo que tuvo mucho que ver el reto. No te olvides que trataron de disuadirnos de que lo que íbamos a hacer era una locura. Entonces, supongo que también había algo de “hay que demostrar que esto es perfecto”. Después fuimos a Londres. Y típico de Mario, fue a conseguir casa y terminamos en el medio del campo, porque no preguntó dónde quedaba. Fueron meses de una inmensa soledad. Cuando Mario viajaba era peor. ¿Sabes cuál era mi entretenimiento? Me subía a un autobús con Álvaro y hacía todo el recorrido hasta la terminal.
A La ciudad y los perros siguieron La casa verde (1966), Los cachorros (1967), y Conversación en La Catedral, cuyo manuscrito hizo que la agente literaria Carmen Balcells fuera a buscarlo a Londres, donde él daba clases, para decirle que debía mudarse a Barcelona y dedicarse a escribir, cosa que hizo. Ya en Barcelona publicó Pantaleón y las visitadoras (1973) y, en 1977, La tía Julia y el escribidor, la historia de su relación con Julia Urquidi entrelazada con la de Pedro Camacho, un hombrecito estrafalario, autor de radioteatros exitosos. Cuando su padre la leyó, lo acusó de resentido y le advirtió que haría circular una carta entre la familia, denostándolo.
—Mi padre murió en 1979. Estábamos enemistados por esa carta. En los últimos años hizo varios intentos de acercarse, pero nunca pude mentir un cariño que no sentía.
La muerte de Ernesto Vargas ocurrió por infarto, en 1979, y está narrada en El pez en el agua a lo largo de tres páginas. Entre paréntesis.
—¿De verdad lo escribí en un paréntesis?
—Sí.
—No me acordaba.
Desde los años sesenta, ha escrito más de veinte libros de no ficción, nueve obras de teatro, un volumen de cuentos (Los jefes), y dieciocho novelas. En 1981, cuando ya llevaba dos décadas siendo un autor consagrado, publicó la que muchos consideran su obra maestra, La guerra del fin del mundo. Siguieron novelas que la crítica trató de manera dispar, como Historia de Mayta (1987), que no tuvo demasiada fortuna, y La Fiesta del Chivo (2000), que fue muy elogiada. Sus ensayos recorren la obra de Onetti, de Flaubert, de Victor Hugo. Sus columnas periodísticas, que publica desde 1977 bajo el título Piedra de toque, versan sobre todas las cosas (desde un elogio a Margaret Thatcher hasta la celebración del proyecto de legalización de la marihuana que impulsa el presidente de Uruguay). Es escritor, periodista, actor (participó de la puesta de Odiseo y Penélope, y en una versión de Las mil y una noches) y fue candidato a presidente de su país en 1990. Tiene casa en Lima, en París, en Madrid y, en todas, amplias bibliotecas repletas de volúmenes en cuya página final anota comentarios. No sabe la dirección de su departamento, ni el número de su pasaporte, pero conoce con detalle la historia del abuelo de su yerno o el funcionamiento del sistema de salud de los países escandinavos. Es puntual, impaciente con la impuntualidad ajena, y mezcla un nomadismo tóxico —vive entre Madrid, Lima y decenas de aviones— con una rutina de monje: esté donde esté, camina una hora todas las mañanas, desayuna, trabaja hasta el almuerzo y, después, vuelve a su estudio hasta las seis, cuando sale al teatro, a comer o al cine. En 1967 ganó el premio Rómulo Gallegos, en 1986 el Príncipe de Asturias, en 1994 el Cervantes. En 2010, cuando le dieron el Nobel, alguien le preguntó: “¿Tiene ánimo para seguir escribiendo o el Nobel es un punto final?”, y él saltó como un alambre: “No me voy a dejar enterrar por este premio”.
—Esta fábrica que se llama Vargas Llosa fue creciendo —dice Patricia Llosa—. Somos cinco personas trabajando y me siento desbordada. Me ocupo de todo: de la correspondencia, de las invitaciones.
—¿Te gusta hacer esto?
—Yo decía “creo que si no me hubiera casado con Mario hubiera estudiado medicina”. Pero son cosas que dices de joven. No digo “qué horror esto que me ha tocado”. Es un poco complicado cuando él quiere salir en las tardes y yo estoy con lo contrario, quiero quedarme porque estoy cansada o tengo trabajo. Ahora empecé a llevarle el celular a la cama. Me tapo la cabeza con la frazada y me pongo a ver todas las tragedias juntas.
En 2011, el escritor peruano Fernando Iwasaki coordinó un número especial de la revista toledana Turia dedicada a Vargas Llosa y allí el español Javier Cercas escribió: “Si se hubiera muerto o hubiera dejado de escribir con 33 años, cuando sólo había publicado La ciudad y los perros, La casa verde, Los cachorros y Conversación en La Catedral, lo habríamos considerado uno de los mejores novelistas en español de cualquier época (…) Pero es que después escribió cosas como La tía Julia, como Historia de Mayta, como La guerra del fin del mundo, como La Fiesta del Chivo (…) Es natural que muchos escritores nos sintamos humillados por Vargas Llosa. Cosa esta última que, junto con su incapacidad para callarse lo que piensa, explica que tenga tantos detractores en el gremio (…)”. Si hasta 1971 fue un escritor de izquierdas, ese año empezó a ser muy crítico con la revolución cubana y más tarde se reconoció liberal. El cambio de postura resultó una afrenta difícil (“afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor”, escribió el uruguayo Mario Benedetti) y ha tenido efectos concretos (como cuando en 2010, en Chile y durante la inauguración del Museo de la Memoria en honor a las víctimas de Pinochet, lo abuchearon en público).
—Él siempre nos enseñó la lección de la impopularidad —dice Álvaro Vargas Llosa—. Nunca hizo concesión. Y eso entraña una actitud muy arriesgada: es como decir “no me importa quedarme solo”.
—¿Cuál es la dirección, Patricia?
Son las nueve y cuarto de la noche. Patricia Llosa se sube a un taxi, saca un papel de la cartera y lee.
—Henri Dunant… —pronuncia en francés, pero hace un gesto de fastidio y se corrige—. Enrique Dunant, esquina a padre Damián.
—Lo de Enrique no me suena —dice el taxista—, pero lo del Padre Damián, sí.
—Bueno —dice Mario Vargas Llosa—, eso, Enrique Damián, vamos.
Mario Vargas Llosa no tiene idea de dónde queda al restaurante en el que se reunirá para cenar con su familia, pero tampoco sabe a qué hora sale el avión que dos días más tarde los llevará a todos a Italia, ni cuál es el sitio de destino. En el restaurante han dispuesto una mesa para veinte y, entre los saludos a la multitud, Patricia indica el orden de los comensales.
—¿Dónde me siento yo, Patricia? —pregunta Vargas Llosa—.
—Allí —dice Patricia, señalando una silla, y su marido se sienta—.
En uno de los extremos se habla de política, en el otro de albóndigas. Cuando llegan los platos, todos empiezan a preguntarse unos a otros: “¿Qué pediste, qué tiene tu salsa?”.
—Como verás, el registro familiar es alto —dice Morgana, gritando sobre la bulla, sentada junto a Verónica Ramírez, a la vez su amiga íntima y asistente de su padre—. Mi padre es capaz de hacer cosas inconcebibles por la comida. Una vez regresábamos él, Verónica y yo, desde París. Conducía Verónica y llovía muchísimo. Hay un sitio en Burgos donde él quería parar a comer huevos con morcilla. Era de noche. Casi no teníamos combustible. Y mi padre empieza a hablar de los huevos con morcilla. Que no existe otro sitio igual en el mundo, que la morcilla es sólo de Burgos.
—Y mientras —dice Verónica—, iba recitando: “Ahora estamos por Guernica”. Y recitaba la historia de cada pueblo.
—Y cuando llegamos al sitio le dijimos: “Vamos a echar gasolina y luego a comer”. Y él: “De ninguna manera, primero las morcillas con huevo, y luego vemos si echamos gasolina”. La sola idea de demorar diez minutos los huevos con morcilla le resultaba insoportable. Así que tuvimos que parar a comer. Yo me comí esos huevos enferma.
—¡Mentira! —dice Vargas Llosa, falsamente indignado—. Se los comió con un placer infinito. Mira, mis hijos no me tienen ningún respeto. Ni mi secretaria. Se burlan en mi cara. Y mi mujer también. Nunca se ha acostumbrado a ser mi mujer. Todavía sigue siendo mi prima y no me respeta nada. Todo el mundo lloró en el discurso del Nobel, menos la beneficiaria de mi llanto, que era ella.
El 7 de diciembre de 2010, cuando pronunció el discurso de aceptación del Nobel, Vargas Llosa, con la voz quebrada, leyó aquello que dio la vuelta al mundo: “El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable (…) Ella hace todo y todo lo hace bien (…) y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
—No lloró nada. Sólo hizo el gesto. Nunca ha llorado por cosas emotivas, sentimentales. ¿Sabes qué me dijo cuando le dije que me había enamorado de ella? “Cállate, idiota”. Qué cosa tan desmoralizadora.
Al otro lado de la mesa, Patricia se ríe y hace el gesto de secarse lágrimas falsas.
En los años noventa, cuando ya había hecho notorios cambios de rumbo en su vida (de comunista a liberal, de hijo sometido a varón casado con su prima, de escritor de prestigio a candidato a presidente), y en su obra (de novelas densas a la hojaldrada levedad de Pantaleón y las visitadoras y, de allí, al artefacto histórico y barroco de La guerra del fin del mundo), dijo, en una entrevista con Paris Review: “Me rehúso a admitir la posibilidad de que mis mejores años quedaron atrás, y no lo admitiría incluso si me enfrentaran con la evidencia”. Ahora, después de una etapa marcada por novelas con personajes históricos —Trujillo, en La Fiesta del Chivo (2000); Flora Tristán, la abuela de Paul Gauguin, en El paraíso en la otra esquina (2003), y Roger Casement, el dublinés que denunció los abusos de la colonia en el Congo Belga, en El sueño del celta (2012)—, El héroe discreto marca un regreso a las historias que transcurren en Perú y la reaparición de personajes como Lituma (de Lituma en los Andes, 1993), y Rigoberto y Fonchito (de Los cuadernos de don Rigoberto, 1997). El argumento gira en torno a dos familias, una piurana, la de Felícito Yanaqué, y otra limeña, la de Rigoberto. Felícito es dueño de una empresa de transportes y recibe una carta en la que una organización mafiosa le comunica que deberá pagar soborno a cambio de protección. Él se niega y, a partir de ese momento, su vida se transforma en un infierno: le incendian la oficina, secuestran a su amante. Mientras, en Lima, Rigoberto se mete en problemas por salir de testigo del casamiento de Ismael, su amigo del alma, mientras lidia con su propio hijo, Fonchito, a quien se le aparece un hombre inquietante. Ambas historias confluyen en un final en el que ni los hijos son tan víctimas como se podría pensar, ni las mujeres tan sumisas como aparentaban, ni los padres son tan buenos como parecían.
—Esta novela empezó por una información que leí en la que se hablaba de un hombre que tenía una empresa de transportes pequeñita en Trujillo y decía que él no iba a pagar sobornos, e informaba de eso a los mafiosos. Y entonces me empezó a dar vueltas el personaje. Por otra parte, desde que terminé Los cuadernos de don Rigoberto tenía idea de hacer una nueva novela con don Rigoberto, pero no pensé en fundir esas dos ideas. Cuando se me ocurrió fundir al transportista y a don Rigoberto, empecé a imaginarme la novela. Hice lo que hago siempre con los proyectos. Fichas, trayectorias de los personajes. Y trabajo de campo. Voy a los lugares que quiero inventar.
—¿Volviste a Piura para escribirla?
—Dos veces. Pero la Piura que yo guardaba en la memoria es una ciudad que ha desaparecido. Sólo la recuerdan los viejos.
—En una entrevista con Paris Review dijiste: “Si no escribiera no dudaría un instante en volarme la tapa de los sesos (…) escribir es una forma de combatir la infelicidad”. Pero lo que se ve a tu alrededor es una vida agradable.
—Tú puedes tener una vida muy rica y al mismo tiempo siempre va a estar por debajo de tus expectativas. Uno de los mecanismos que hemos inventado para poder llenar ese vacío es la literatura, que te permite vivir la vida que no puedes vivir. No hay vidas colmadas. Me hubiera gustado ser un escritor aventurero. Tener una vida intensa, rica, y al mismo tiempo volcada a la literatura. Pero bueno, al menos nunca he estado en la torre de marfil.
—Mira, siéntate, y dime si puedes escribir algo allí.
Verónica Ramírez indica la silla del estudio de Mario Vargas Llosa, separada del teclado de la computadora por una distancia tan amplia que obliga a escribir en una postura tiesa.
—Nadie puede escribir ahí. Sólo él.
El estudio tiene un entrepiso en el que hay un televisor donde cada tarde Vargas Llosa mira el noticiero, algunas series. Por todas partes —sobre el escritorio, en el piso, en los estantes— hay hipopótamos: de acero, de plástico, de peluche.
—Un día dijo que le gustaban los hipopótamos y le empezaron a regalar toneladas. Éste lo compró el otro día en un aeropuerto.
—Pero esto es una vaca.
—Sí. Pero cuando le dijimos: “Mario, es una vaca”, se puso tan triste que dijimos: “Bueno, mira, es que parece un hipopótamo”.
—Por las mañanas salimos a caminar juntos —dice Patricia Llosa—, pero él trabaja cuando camina. Cuando tú le cuentas cosas crees que te está escuchando y no. Es un poco deprimente. Pero yo ya me acostumbré.
—¿Cómo creés que te ve la gente?
—Yo creo que como me han visto mis hijos de chicos. Que era un poquito el monstruo. “Hay que pasar por la mujer para llegar a él”. En el fondo deben pensar: “Qué pesada la señora”.
—Hola, Álvaro.
Álvaro saluda, se sienta, comenta el berrinche de Anahís.
—Tú también llorabas cuando eras pequeño —dice su padre—.
—No me acuerdo —dice Álvaro, sentándose en un sofá—.
—Claro, si tenías un año. Cuando estábamos en Londres y tenía que darte esa cosa espantosa, los productos Herbal o Hierbal. Patricia se iba a clases de inglés, y yo estaba escribiendo Conversación en La Catedral y tenía que parar para darte los productos esos. Entonces cerrabas la boca.
Álvaro lo mira con curiosidad mientras su padre empieza a sacudirse de risa.
—Y yo le abría la boca. Y cuando lograba embutirle todo el frasquito, él lo vomitaba entero. Entonces lo metía en el cuarto del fondo, cerraba esa puerta, cerraba otra puerta y me ponía a trabajar. Y los chillidos de la criatura atravesaban las tres puertas y llegaban a mi máquina de escribir. Cuando llegaba Patricia me preguntaba: “¿Le diste la cosa?”, y yo “sí, sí”. Y la impresionaba porque el chico estaba empapado de llanto y de sudor, de la cólera que le producía que nadie le hiciera caso con sus chillidos. Seguramente son los momentos más escabrosos de Conversación en La Catedral.
—Al menos sirvió para algo —dice Álvaro—.
Las carcajadas del padre y el hijo se entremezclan con el llanto majestuoso de Anahís.
—Mira qué pataleta. ¡Morgana, tráela, que la calmamos!
—¡No se puede, papá! —grita Morgana—.
Mario Vargas Llosa se ríe y dice que ser abuelo es fenomenal.
—Cuando los niños chillan o pasa algo, sólo tienes que devolvérselos a los padres.
Extraída de El País' madrileño y otras fuentes en la Web
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