5:30 a.m.

            Los objetos inmersos en sombras no son más que sombras matizadas por el color claro u oscuro de esos objetos y, su singularidad, identidad, dentro de ese espacio de sombras difícilmente podrían adivinarse por las líneas difusas que los delimitan; sin embargo, si un hipotético foco luminoso estuviera situado en un plano igual o superior a la altura de este previsible cuarto –casi con seguridad la sombra sería menos densa–, tal vez podrían determinarse o intuirse más claramente los contornos de los posibles objetos que lo pueblan. En ese caso, alguien situado en un ángulo de la estancia, conociendo o sospechando su funcionalidad, por comparación geométrica en su memoria, podría aventurar sobre cada uno de los elementos existentes, al menos de los más visibles, simplemente, por ejemplo, observando las distintas formas, dimensiones y tonalidades, claras u oscuras, de esas sombras. Así, por ejemplo, de una tonalidad cuya forma rectangular, dispuesta verticalmente, alcanzara desde el suelo cierta elevación y de mayor volumen que el resto de sombras correspondientes a otros posibles objetos o bien de una sombra que se mostrase aparentemente suspendida del techo… De nuevo el sonido de los cuartos me estremece. Sólo un instante, el preciso para ser consciente que se trata simplemente  de campanadas. Me repongo enseguida y vuelvo al discurrir arbitrario e incoherente de mis pensamientos, tumbado de espaldas, completamente desnudo, en un lecho que por ahora en las sombras desconozco. Alguien está a mi lado y ajeno a mí, a mis cavilaciones. Mantiene la respiración cadenciosa, propia de un sueño sosegado y no quiero moverme para no perturbar tan apacible descanso.

            Apenas despertar han sonado cuatro campanadas, y a continuación, con sonidos más espaciados y graves, otras cinco. He sentido extrañeza del lugar, de este previsible cuarto, y mis ojos han recorrido veloces la oscuridad sin encontrar referencias, solo oscuridad.

            Siento, ahora,  la tentación de volver a mi recién comenzado estudio de las sombras, de los objetos inmersos en sombras; sin embargo, alguna flaqueza generada por la inquietud, me lo impide. Por otro lado, pensándolo bien, nada me obliga a continuar esas ociosas cavilaciones, que seguramente a nada conduzcan, salvo pasar el tiempo hasta que la luz dé forma y ponga nombre a cada uno de los objetos, a la estancia, a la persona que yace sosegadamente a mi lado y, particularmente, que todo ello ayude a determinarme mi identidad sacándome de esta espesa niebla que oscurece mi memoria. Aunque sí debo decir que percibir el estado pacífico de la persona que yace a mi lado me aporta cierta dosis de tranquilidad. De todos modos, volviendo a especular sobre las sombras, nadie me hizo el encargo de formular absurdas teorías que, además, yo no aceptaría, por principios, ese tipo de encargos; de otros, creo que tampoco. No lo sé. Simplemente necesito un entretenimiento hasta que llegue la claridad, reconozca a la persona que tengo a mi lado, se concreten en mi entendimiento la estancia y los objetos que la pueblan, y ello dé paso a que las piezas encajen en el lugar que les corresponde, que clarifiquen las circunstancias que me han traído a este lugar y cómo he llegado. Mientras tanto, haciendo uso de mi libertad –eso creo, al menos hasta que la luz me lo confirme o me saque de mi error– puedo abandonar a mi antojo aquellas o cualesquiera otras conjeturas que surjan y me hastíen por su prolijidad o simpleza. Puedo dejar, en consecuencia, sin mayor reparo, que las ideas broten espontáneamente, nazcan y se extingan.

            Abro mucho los ojos, los desorbito, como si quisiera atrapar en medio de la oscuridad algún efecto nuevo, algo distinto que haya escapado antes a mis sentidos. Inútil. Por inercia me palpo la frente, las arrugas que se me han formado por esa frustrada acción. Las recorro horizontalmente con los dedos, como si estuviese midiendo su longitud; después, en vertical. Hago cálculos sobre su longitud, sobre su profundidad, si bien no poseo ninguna unidad de medida, ninguna referencia. Tampoco para mi barba, que he notado algo crecida, de dos o tres días al menos. Por simple pasatiempo me da por pincharme las yemas de los dedos con las puntas duras e inhiestas, las aplasto sobre el bigote, sobre la sotabarba, sobre ambas mejillas. En fin, un juego sin reglas, sin emoción y sin objetivo. Arrastro después los dedos, hundiéndolos con saña en la cara. Una ligera brisa me recuerda que estoy desnudo y cobro conciencia de la esterilidad sexual de mi cuerpo sin ese otro cuerpo que yace a mi lado al que presiento también desnudo y que intuyo de mujer, desconocida quizá. Creo que, aunque mi instinto sexual permanezca tibio, sin ese otro  cuerpo que, próximo al mío, descansa apaciblemente y que no he querido molestar al surgir esta inoportuna vigilia, no habría alcanzado esta sensación de extraña desnudez. En circunstancias normales me habría levantado, encendido la luz y, quizá, estaría vagando de un lado a otro sin saber qué hacer a estas horas intempestivas, pero desde luego no estaría sumido en absurdas cavilaciones, obligándome, además, a permanecer inmóvil para no molestar a mi acompañante, porque de algún modo, ya antes, casi al principio, había concluido que se trataba de una mujer. Cuando mi sueño plagado de sobresaltos dio paso a este despertar extraño, primero, presentí y, después, supe de la presencia de otra persona. Alargué la mano y encontré desplegado a lo largo de la cama un brazo desnudo. Aparte de la textura de la piel, la ausencia de vellosidad y el aroma, mezcla de perfume y sudor, me inclinaron a pensar que ese cuerpo se correspondía con el de una mujer, lo que en cierto modo, debo decirlo, me produjo un relativo grado de regocijo y tranquilidad. Cierto que podría tratarse de una mujer fea o desagradable o ambas cosas o guapa pero desagradable o guapa, delicada y agradable. Aunque arbitrariamente, me he inclinado por atribuirle todas las cualidades que resultarían positivas y acordes a mi personalidad. Y así, con alguna reticencia, no lo niego, comencé a pensar en ella cuando mis pensamientos se posaban en ese cuerpo desnudo e incógnito que yace a mi lado. Así me digo, ella yace plácidamente a mi lado, ella desprende un agradable aroma mezcla de perfume y sudor, ella es de piel suave… A ella, a esa figura por ahora desconocida, la busco denodadamente en los rincones de mi memoria. Repaso las relaciones más recientes de mi existencia con aquellas muchachas que de algún modo, al menos en los instantes más fogosos, puedo decir que me pertenecieron, y atrapo y libero sucesivamente sus caras y figuras, contemplo la estética de sus cuerpos desnudos, su tímidas sonrisas, las variaciones de sus movimientos ondulantes y quebrados, sus expresiones apresadas por la pasión, sus cabellos salvajemente revueltos, sus cuerpos derrumbados… y así me erijo en un amante de arte que, sin ser su creador, da a la obra razón de ser, vida.

 

5:45 a.m.

            Tres cuartos y la vibración de la última campanada prolongándose hasta la nada. Como surgido de la profundidad de sus entrañas, ella deja escapar un gemido al tiempo que se gira sobre sí. Su respiración tras unos instantes de irregularidad se ha vuelto monótona, sosegada apacible. Ella está tranquila y, por lo tanto, yo debo estarlo, porque ella transmite serenidad, ausencia de temores, todo rodeado de normalidad. Supongo que ahora me da la espalda, porque percibo el ruido indirecto de su respiración, algo más alejado.

            Cuando se rompe el hilo de las divagaciones quedo suspendido en la nada, aunque, eso sí, agazapado y acechante de alguna idea que cruce fugaz para abordarla y macerarla, sin obligarme por ello a una conclusión. Así puedo liberar sin sentido de culpa cualquier idea apresada a cambio de otra que, de improviso, surja más apetecible, o simplemente por el mero hecho de cambiar, y así sucesivamente. No obstante, sí quiero, sin ansiedad, anudar los recuerdos, acomodarlos cronológicamente, explicarme las circunstancias presentes, porque indudablemente deben tener una explicación. Pero los recuerdos de mi más reciente existencia se han detenido inexorables en uno, dos, tres días antes del momento presente. No puedo recordar cómo o cuándo la conocí –en realidad aún no sé quién es–, ni cómo llegamos a este lugar, pero, en cambio, sí puedo ver con absoluta nitidez el pequeño apartamento que habito, sin compañía, en la parte vieja de la ciudad, su decoración y cualquier mínimo detalle, aunque no puedo asegurar que esa visión se corresponda con mi situación actual o con tiempos pasados. Una y otra vez llego hasta ahí y mi memoria se niega a continuar. Es posible que alguien nos presentara  la noche anterior o coincidiéramos en algún lugar y rápidamente llegáramos a algún tipo de compromiso fugaz o duradero. No lo sé, pero me detengo en esta circunstancia, la formulo, conjeturo sobre ella y analizo las consecuencias. Si fuese así, me gustaría haber dado lo que de mi se esperaba, en el primer caso; en el segundo, dar y mantener lo que de uno se espera recibir, aunque siento algún temor ante la perspectiva de tener que dar de forma continuada, sin término, siempre expectante pensando en sus deseos o en si cumplo debidamente las obligaciones contraídas. Por lo que yo deba recibir, estoy tranquilo, pues nada especial quiero o espero, porque yo debo ser una persona fácil de complacer y, además, si me sondeo someramente, creo que carezco del sentido de lo agradable y, por tanto, de lo desagradable.

            Si ella fuera una perfecta desconocida o, lo que es lo mismo, si la he conocido por pura casualidad, por ejemplo, dos, tres o cuatro días antes, me evitaré todas esas molestas explicaciones  que, antes o después, se piden. Ahora bien, si ella es una de aquellas muchachas con las mantuve algún tipo de relación más o menos prolongada, salvo que se trate de la última mujer, pasada la euforia de renovadas pasiones, donde todo queda aparentemente admitido, querrá saber de mi vida amorosa en ese interregno sentimental con ella,  si de algún modo la seguí amando, de mis relaciones con otras mujeres, de los regalos que me hizo y, en este punto, me veré obligado a mentir, si no quiero descubrir que los regalos que había recibido de ella los entregué a la siguiente mujer y así sucesivamente, asegurando, por ser objetos varoniles, que eran muy personales, que yo mismo los haría ido adquiriendo, por ejemplo, desde mi infancia, desde la juventud y que por ello tenían mayor valor sentimental, puesto que formaban parte indisoluble de mí, que,  por tanto, desprenderme de esos objetos equivalía a entregar trozos de mi alma. Obrar así, además de resultar romántico y seductor, tenía la ventaja, desde un punto de vista puramente crematístico, de realizar un único desembolso inicial, una pequeña inversión si se mira bien, para que todo fuese rodado, porque, a partir de ahí, yo habría ido recibiendo objetos varoniles y entregando objetos varoniles, evitándome, por otra parte, la acumulación de inútiles minucias. Por tanto, solo en el improbable  caso  que ella fuera la última –dado que yo podría mostrarle los cuatro o cinco últimos obsequios que me hizo y que conservo en algún cajón de mi escritorio–, o bien por ser ella una perfecta desconocida, yo tendría alguna salvación.   

   1980 

  • Del libro de relatos “Las habladurías de un loro” T.H.Merino

 

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Respuestas a esta discusión

Texo exelente  pero...un intensa soledad que me hace tiritar de frio.... H.

Gracias, Hilda, por la lectura y comentario. La segunda parte de este relato,  escrito y publicado en el año 1980, la subiré a este medio próximamente. Gracias de nuevo y recibe mi afecto. T.H.Merino

!Por favor no nos dejes sin subir  la segunda parte. Me ha hecho pensar en la nada, en la muerte, en la soledad o en simples divagaciones, muy intenso. Espero impaciente, un beso.

Agradezco mucho la lectura del relato, amiga Larin, y te envío un cálido abrazo. T.H.Merino

Gracias, Benjamín, por la lectura y por ese estimulante auditorio que me has regalado. Recibe mi afecto. T.H.Merino

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