Llegué temprano, poco antes de despuntar el día. Estaba allí, sentado en un ángulo apartado de la zona de embarque del aeropuerto, con la mirada lánguida y la espalda arqueada. A su lado izquierdo, un cúmulo desordenado de cartones y bolsas de supermercado rebosantes de desechos. Eran, probablemente, todas sus pertenencias terrenas. Con visión materialista, un montón de enseres  inútiles, pero, a fin de cuentas, sus pertenencias, que, a juzgar por el recelo que ponía en su custodia, y eso era comprensible, parecía concederlas la máxima importancia.

                                        Sin mediar palabra, me senté a su lado. Apenas a un par de metros. Supe que me vigilaba, que se encontraba incómodo. Sus ojos acechaban sin tregua mis imperceptibles movimientos. Cada poco tiempo, desplazaba mi cuerpo unos centímetros hacia su ubicación. No dejaba de hablarle en tono amistoso, pero el permanecía mudo y en estado de alerta.

                                        Bien avanzada la mañana, lograba arrancar sus primeras palabras. Parecía que su desconfianza inicial se relajaba.

                                     «Me llaman Miguelón», dijo con voz áspera y pausada. Y volvió a su imperturbable mutismo.

                                     Me fijé en sus dimensiones humanas. Era, efectivamente, un hombretón, cuya corpulencia se veía ampliada por la cantidad de andrajos sobrepuestos que llevaba encima.

                                    Sus ojos enfocaban el suelo pulido del aeropuerto.  De cuando en cuando, sin mover un ápice la cabeza, rastreaba las inmediaciones con la mirada, como si de un barrido visual pretendiera captar el plano general del entorno. Después, volvía a adoptar esa apariencia inmóvil, vegetativa.

                                   Algunos viajeros, al pasar, lanzaban como dardos sus miradas mezcla de compasión y repulsa; otros, monedas de escaso valor. Al rebotar en el suelo producían ese característico tintineo metálico decreciente que permanecía machaconamente en el ambiente hasta que alcanzaban la posición de reposo.

                                        Yo hablaba y hablaba. A veces cosas sin sentido, pero la entonación afable tenía como objetivo ganar su confianza.

                                        «Tengo una colega en llegadas», balbució inopinadamente.

                                        Aprecié en Miguelón un atisbo de sonrisa, y traté de ganarme definitivamente su confianza abordando con tacto el asunto.

                                    Contó, ayudándose de un gesto obsceno, que en una ocasión habían fornicado. Fue en una zona apartada y penumbrosa del aeropuerto. En el suelo, tendida boca arriba, se había levantado los harapos.

                                        Observé su mirada luminosa paladeando cada una de sus escasas palabras, como si estuviese gozando de aquellos momentos.

                                        Tras copular —había continuado—, la mujer le había alargado un sándwich; después, se había alejado con paso cansino sin pronunciar una sola palabra de despedida que hubiera alentado la posibilidad de un nuevo encuentro.

                                        En esta fase de la narración, noté que su mirada languidecía.

                                        La forma de despedirse le había producido desolación. De algún modo, veía alejarse la esperanza de haber encontrado una compañera de juegos, alguien con quien intercambiar calor humano.

                                        En los días sucesivos, la buscó en vano. Pasado algún tiempo, casualmente se tropezó con ella. Sus insinuaciones las había despachado con cajas destempladas. «Cuando quiera algo, yo, Cora, te lo diré». Él se había girado sin prisas, alejándose,  arrastrando sus pertrechos, con las ilusiones rotas.

                                        Miguelón tenía los ojos secos. Lo capté de un instante que me miró de frente mientras se incorporaba. Imaginé que había perdido la capacidad de generar lágrimas, que su depósito estaba vacío. Enseguida me había retirado la mirada.

                                        Presté atención a su miserable y mugrienta ropa. El jersey y el pantalón estaban cuajados de lamparones superpuestos, sembrados, sin duda, en repetidas ocasiones. Toda su persona desprendía un tufo desagradable, que se acrecentaba al airearse con cualquier leve movimiento.

                                       Al aproximarse a nuestra posición, la gente reaccionaba al hedor. Giraban la cabeza a uno y otro lado, a semejanza de una veleta que busca la dirección del viento, hasta que el olfato identificaba el foco fétido. Entonces, daban un respingo y aligeraban el paso. Algunos volvían la cabeza para mirarme. Algo escapaba a su entendimiento. Imaginé que trataban de establecer relación entre ambos y que algo no encajaba. Observaba sus expresiones dubitativas. Dibujaban una mueca y aceleraban el paso sin volver la vista atrás. Solo cuando creían hallarse a prudente distancia y, por tanto, a salvo, se volvían para captar algún  postrer detalle. Referencias, imaginé, de la ubicación  para sortear en lo sucesivo la incómoda visión y el olor nauseabundo.

                                        Próximo al mediodía, Miguelón, se levantó con parsimonia y dijo que era  hora de comenzar la jornada. No comprendí a que tipo de actividad se refería y quedé a la expectativa. Comenzó a desplazarse y yo seguí tras sus arrastrados pasos. Junto a una columna, en un lugar de mucho tránsito, se apostó sin la mínima vacilación. Era un amplio pasillo que conducía a las salas de embarque. Con la espalda apoyada en un cristal de la terminal y la mirada inevitablemente dirigida al suelo, dijo que allí solía permanecer tres o cuatro horas diarias. Indiscretamente aludí que sería un sitio lucrativo para la mendicidad. Se mostró ofendido y farfulló un par de expresiones soeces. Permanecí en silencio hasta que se hubo tranquilizado.

                                       Más tarde, por propia iniciativa, comentó que observaba el desplazamiento de los zapatos como entes autónomos, independientes de las piernas y pies que originaban y determinaban el movimiento.

                                      Guardó silencio mientras emergía una tenue sonrisa de su expresión cansada y triste. El único esbozo de sonrisa desdentada que capté de sus labios descarnados.

                                    «Los zapatos son como libros abiertos, lo dicen todo de la persona», argumentó.

                                     Habló de los innumerables diseños, de los tipos de tacones y sus alturas, de los colores, de las deformaciones por el uso, de las marcas. Teorizó sobre los desajustes entre el pie y el número calzado: pies pequeños y zapatos grandes y al revés. Comentó la influencia en los pasos, en la forma de caminar y en los semblantes producidos por los  desajustes.

                                   Esa diversidad de registros, dijo, estaban grabados en su cabeza. Era material suficiente para escribir un libro de cientos y cientos de páginas. Y agregó como si enunciara un dogma: «Puede conocerse a las personas simplemente observando sus zapatos».

©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino

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La novela basada en hechos reales relatados por Josefina, tía abuela de Renée y añadiendo un poco de ficción para atraparnos en historias dentro de historia

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