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Pasado un mes, ante la falta de acontecimientos, decidimos disolver la comisión. Las reuniones se habían hecho anodinas, ya sin nada que contar, con todas las suposiciones hechas y expuestas, eran francamente aburridas, una rutina pesada. Llegar al portal, vernos las caras, tomar posiciones pegados a la pared, preguntar, ¿hay algo nuevo?, y todos moviendo negativamente la cabeza. Ninguna ocurrencia novedosa, sólo alguna variación especulativa sobre lo mismo. En silencio, dudábamos y nos avergonzábamos de nuestras zafias capacidades detectivescas. Todas nuestras teorías quedaban en entredicho. Sin pronunciar palabra, uno de los presentes, por ejemplo, bajaba la cabeza y comenzaba a subir la escalera, después otro y otro, y, de este modo, el portal, lugar que habíamos tomado para estos menesteres, se iba despejando,. Cada día el número de asistentes era menor. Finalmente, cierto día, los allí presentes decidimos acabar con aquellas inútiles reuniones.
Habían transcurrido seis o siete meses, cuando recibimos una comunicación del presidente de la comunidad citándonos a una asamblea sobre un tema de interés general, por lo que rogaba inexcusablemente nuestra asistencia. La sorpresa fue mayúscula: Beltrán denunciaba a la comunidad por infamias y acoso. El juicio, según nos leyó el secretario, se celebraría el veinticinco de Junio; es decir, quince días después de la fecha en que se había recibido la citación.
Sin vacilar, por mi cuenta, decidí contratar a un detective profesional. Le dije que no reparase en gastos, que quería un informe amplio y preciso de ese individuo. Le puse en antecedentes, le facilité los datos y un carné del club social con su foto. El presupuesto que me dio era abultado, pero estaba decidido a realizar ese sacrificio económico para llegar hasta el final. Sí, definitivamente había decidido atar todos los cabos y acabar con ese peligroso individuo. Di una entrega a cuenta y quedamos en que me llamaría pasada una semana.
El séptimo día llamé a su móvil. Me dijo en tono malhumorado que estaba acabando de redactar el informe, que además tenía otros asuntos y que aún tardaría uno o dos días. Como no podía esperar —mi estado de ansiedad no me lo permitía—, dije que no era preciso un informe escrito, que simplemente me lo contara. Concertamos la cita para el día siguiente en una cafetería del centro. Insistió en que debería llevar el resto de la suma de dinero acordada.
Comenzó por decirme que en el registro domiciliario habían encontrado un arma corta de pequeño calibre, que el individuo se había negado a responder a las preguntas, a mostrar la licencia de armas y que, en determinado momento, durante el registro, se había manifestado con cierta agresividad, motivo éste y porque no quiso hablar del paradero de su familia, la razón por la que se lo habían llevado esposado y precintado la vivienda. Crecía en mí la ansiedad por saber lo verdaderamente importante, pero el detective, impasible, seguía su discurso paso a paso, sometido a método.
Hasta el momento, dijo, no había conseguido contactar con el beneficiario de la transferencia, pero sí sabía de buena tinta la razón de la misma. A las cinco de la mañana del día previo a la desaparición, Beltrán había recibido una llamada de su mujer. Le ponía al corriente de su decisión, le imponía una cantidad y le daba el nombre y el número de la cuenta bancaria de un individuo, Smith. Le informó que no volvería y que era mejor que los niños permanecieran en el hogar. Parecía obvio que el perceptor de la transferencia era el amante de la mujer. Parece ser que, además, amenazó al marido con una demanda por malos tratos, que disponía de alguna prueba fraudulenta, que se llevaría a los niños y que iba a conocer su verdadera personalidad, en fin, que convertiría su vida en un infierno. Ante ese cúmulo de sorpresas, superado por las circunstancias, cedió a sus pretensiones. Desde luego no enseguida, pero la nueva situación que le había planteado no le dejaba reposo y, vencido o perdido, acabó por sucumbir.
—Y nosotros colaboramos —dije.
“De algún modo —continuó obviando mi comentario—, Beltrán no soportó la presión, ese cambio brusco e inesperado en su vida, y decidió internar a los niños en un colegio hasta restablecerse anímicamente”.
La verdad es que a medida que desgranaba los hechos, tan lógicos, tan simples, iba palideciendo por nuestro exceso de celo ciudadano, de nuestro exceso de celo de colaboración con la justicia. Tuve la sensación de hallarme desorientado en medio de un oscuro laberinto. La historia empezaba a perder interés. No había cadáveres, no había víctimas, no había agresor, al menos en la forma en que nos lo habíamos planteado.
Dijo que tenía licencia para el arma corta que habían encontrado en la casa. Resultó que practicaba tiro olímpico y que cumplía con todos los requisitos legales.
Y algo debí perderme, porque el detective continuó hablando, aportando datos y aclarando los cabos sueltos.
Seguramente, Juan Luis, se sintió agobiado viendo cómo psicológicamente zarandeaban su persona. Primero su mujer; después, los vecinos y, finalmente, debió estallar cuando se presentó la policía. Verdaderamente para volverse loco. Esto explicaba su modo adusto de conducirse.
Le pregunté por la situación actual del hombre, las razones por las que no había vuelto. Creo que lo hice por preguntar algo. Era sencillo de explicar y, sobre todo, de entender: se encontraba reponiéndose en un centro psiquiátrico. Creo que esto, de no ser por mi pregunta directa, no lo hubiera dicho. De algún modo, intuí, observando su forma de mirarme, que desprendía algún tipo de animadversión hacia mi persona.
Por supuesto que esta información quedó sellada dentro de mí. No tenía por qué hacer partícipe a una comisión que por unanimidad se había disuelto y que, además, no había colaborado en sufragar los gastos de la investigación.
©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino
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