Primera parte: http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/la-danza-de-...

             —Asistirá a una representación sorprendente, única –—dijo la dama sacándome de mis pensamientos.

             Y, sin pausa, alcanzó una campanilla plateada y la agitó repetida y rítmicamente. Enseguida comenzaron a aparecer, uno tras otro, en perfecta formación, galgos escuálidos, con miradas tristes y pasos  cansinos. No llegué a contarlos con exactitud, pero la hilera la conformaban al menos catorce animales. Observé estupefacto la delgadez extrema de los canes. En realidad, parecían esqueletos envueltos en piel y pelo deslucido. Me costaba creer que pudieran mantenerse en pie. Viéndolos avanzar en la penumbra se asemejaban a figuras espectrales. En un punto concreto de la trayectoria seguida hasta nuestra posición fueron girando levemente para rodearnos mediante la descripción de un círculo imaginario; después, sin abandonar por un momento la disciplina de la formación, se alinearon frente a nosotros, lenta y simultáneamente, con ojos lánguidos.

             No salía de mi asombro ante el fantasmagórico desfile. Por otra parte, temía un ataque sorpresivo. Nunca resulté simpático a los perros; en realidad, era algo recíproco.

             La condesa miraba alternativamente, con expresión satisfecha, a los perros y a mí. Durante un tiempo paseó la mirada de unos a otro; después, solo tuvo ojos para ellos. Fue deteniendo su mirada un marcado instante en cada uno, como si los transmitiese mensajes individuales, como si cada uno de ellos se hubiese hecho acreedor de un mensaje particular.

              —Observe —dijo.

              Se adecuó con ambas manos el sombrero; después, extrajo de uno de sus bolsillos un silbato dorado, lo llevó a los labios y punteó dos pitidos. Inmediatamente, los perros, en perfecta sincronía, giraron a su izquierda como un ejército bien entrenado. Un nuevo y corto pitido los puso en marcha. Con su cansino caminar describían una figura que podía representar el ocho o el signo de infinito. Desconozco el número de estas figuras que llegaron a componer, pero en aquellos momentos pensé que, de no recibir la orden de detenerse, permanecerían girando indefinidamente hasta caer muertos. Un nuevo toque de silbato y comenzaron a describir nuevas figuras que se me antojaron geométricas. Esa vez, las conté: siete veces cada una. Ni un solo error. Primero, una elipse; después, un cuadrado, un triángulo… Sin que los cambios de las nuevas trayectorias fueran precedidas por toques de silbato, como si los animales, de algún modo, controlaran el número de vueltas exactas para trazar cada una de los dibujos-

               Debo decir, si soy sincero, que comenzaba a superarme emocionalmente el deseo de abandonar cuanto antes aquella diabólica mansión. Las llamas titilantes de los candelabros añadían un punto tenebroso y sobrecogedor.

                Los perros continuaban con su cansino caminar trazando figuras hasta que un nuevo toque de silbato los llevó a erguirse, alineados frente a nosotros, débilmente sostenidos por sus patas traseras.

                Por momentos, una especie de niebla cruzó mi visión e imaginé que se trataba de hombres desahuciados, hambrientos, caminando a cuatro patas, reverenciando a sus aristocráticos y tiránicos dueños; hombres carentes de voluntad, cuyos movimientos se limitaran a unos pocos gestos precisos o toques de silbato, incapaces de emprender por sí mismos la más elemental acción si no obedecían a una orden precisa.

             Conjeturé sobre el tiempo que transcurriría antes que los animales se derrumbasen muertos por inanición. Concluí arbitrariamente que serían capaces de administrar su extrema debilidad hasta el día en que su dueña apareciera inerte.

            Los perros se mantuvieron erguidos, tambaleantes, con miradas lastimosas y aspecto de extenuación hasta que la condesa levantó su mano derecha. Entonces, se dejaron caer al suelo absolutamente vencidos. Después, uno a uno, en orden perfecto, tras la representación, fueron recibiendo el premio a su interpretación. La condesa, con la escasa fuerza que su brazo le permitía,  fue lanzando una especie de dados de carne, sacados de su bolsillo, que tomaron  con desgana y mascaron con parsimonia.

           Me miró fascinada. Tal vez esperaba ver reflejada esa misma emoción en mi semblante. Sin embargo, en aquellos momentos, yo cavilaba sobre el modo de escapar de aquel tétrico lugar. Quizá, con el paso del tiempo llegara a evocarlo como una alucinante pesadilla, un lugar en el que no habría estado más que en sueños.

          —¿No le parece a usted increíble? —dijo la condesa con los ojos cuajados en lágrimas.

          —Sí… claro —es todo cuanto acerté a balbucir.

          Incapaz de racionalizar y enjuiciar aquellos hechos insólitos, solo bailaba en mi cerebro el término abyecto. Me sentía transportado a un remoto lugar del medievo mientras mi subconsciente trabajaba en encontrar una salida sin herir la sensibilidad de aquella anacrónica mujer, tal vez temeroso de sus inciertas consecuencias.

          En un momento dado, la condesa levantó de nuevo la mano derecha. Con aquel gesto, como después supe,  transmitía a los perros la orden de salida de la estancia. Los obedientes canes se incorporaron con dificultad sobre las cuatro patas, y comenzaron sus movimientos cansinos, interpretando, como despedida, una suerte de danza macabra consistente en elevar una de sus manos a cada paso, manteniéndolas un momento en suspenso, después, la otra, y así, sucesivamente, hasta desaparecer.

          Observé cómo lloraba silenciosamente, de manera recogida, como correspondería, supuse, a una persona de alta alcurnia perdida en tiempos pretéritos. Quizá fuese consciente que su burda impostura y el esfuerzo por representar dignamente su papel no habían resultado creíbles. Sí, me atrevo a afirmar que el sentimiento de frustración por su incapacidad para seducir una mínima fracción de tiempo al incauto visitante motivara su angustiosa desazón.

          Desde alguna torre próxima llegaba el sonido de las campanas: la una de la tarde. Se oyeron los  cuartos; después, la hora. La condesa se levantó con distinguida gracia, se acompañó de los ademanes propios de quien se adecua un ropaje de época y, puesta en pie, con la frente alta, dijo: “La audiencia ha finalizado”.

           En ese momento llamaron a la puerta. Fueron unos golpes metálicos repetidos. “Sígame”, dijo. Y comenzó a caminar con su porte nobiliario hasta alcanzar la entrada. Allí esperaba una muchacha. Portaba una bandeja de comida semejante a las que en alguna ocasión había visto en los hospitales. Presté atención a  un rótulo xerografiado en el que podía leerse: “Servicios sociales”.

           —Tenga usted muy buenos días, señora condesa. – dijo la joven con un deje irónico. Veo que hoy la señora condesa ha concedido audiencia —continuó, exhibiendo una discreta sonrisa que percibí burlona.

          Segundos después, cuando me aprestaba a salir, la muchacha se giró hacia mí  para dirigirme un gesto cómplice.

 

                            *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011  T.H.Merino

 

 

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