Red de Literatura y Cine
… Cambia de canal. Una película. Observa con atención. Parece interesante mientras trata de adivinar el desenlace. El desarrollo no deja lugar a dudas: una película moderna, una producción de las denominadas enlatadas para cubrir, entre cortes publicitarios interminables, espacios muertos televisivos. Pronto deduce la génesis simplona de la historia y prevé su final. A partir de ahí se diluye el misterio y pierde el interés. Pulsa el botón on/off. Se levanta pesadamente. Se siente físicamente anquilosado y negativo de ánimo. Se dirige a la cocina, abre el frigorífico y toma una lata de cerveza. Vuelve al salón, se sienta, echa un trago y decide que no le apetece tomar cerveza. No tiene sed. Además, ha perdido el gusto por la cerveza. Vuelve a la cocina y la vierte en el fregadero. Permanece un momento de pie, sin saber qué hacer o dónde dirigirse; de nuevo al salón. Permanece en pie, dubitativo. De pronto recuerda que tiene que limpiar los zapatos, dejarlos brillantes. Siempre le ha gustado llevar los zapatos brillantes, que asemejen el brillo del charol. Pero se arrellana de nuevo en el sofá. Aún queda mucha tarde de domingo y, a fin de cuentas, en limpiar los zapatos tarda, esmerándose mucho, diez minutos, contando con tomar los zapatos del armario, desplazarse a la terraza, extender los utensilios de limpieza, cepillarlos, aplicar el betún, de nuevo el cepillo y volverlos al armario.
La casa permanece silenciosa. Como si alguien hubiese administrado somníferos a los niños; también a Lucinda, que permanece extasiada en la lectura o simulando estar absorta en la lectura y quizá su cabeza gire en torno a pensamientos nebulosos, que haya caído en una trampa mortal y no pueda ni quiera salir de ella, regodeándose en esa situación difícil en lugar de levantarse con resolución, mirarse al espejo y decirse: “Esto lo cambio yo”, idear el modo y ponerse manos a la obra sin ningún tipo de vacilación.
Oye risas infantiles, contenidas, e inmediatamente después murmullos aislados que de nuevo dejan paso al silencio absoluto. El volumen del televisor deben mantenerlo bajo o simplemente lo tienen apagado.
Vuelve la cabeza hacia un costado y observa la atestada librería que tiene a su izquierda. Se pregunta si tomar uno, ojearlo. Quizá algo llame su atención, le incite a la lectura, le distraiga y le haga pasar un rato entretenido. Se pregunta cuánto tiempo será necesario para escribir uno de esos libros. Especula si el tiempo estará relacionado necesariamente con el número de páginas impresas; es decir, si uno de doscientas páginas puede tardarse dos o tres veces más en escribir que otro de quinientas o seiscientas páginas. Tal vez el reducido sea una obra bien trabajada, redonda, mientras que el otro, el voluminoso, por ejemplo, de seiscientas páginas, sea un coser y cantar sin detenerse el tiempo necesario en las puntadas, en conseguir que las costuras resulten inexistentes; o mejor, inapreciables a la vista. Pero su espíritu no está para detenerse en la lectura. No lograría centrarse en la historia. En cualquier caso, que necesidad tiene de leer historias ajenas si ya tiene la propia y, aunque ordinaria, desde luego compleja. Una historia sin escribir que deambula sin descanso por su cerebro, que no consigue hacerla avanzar o retroceder. Dirimir ese nudo gordiano reclama todas las fuerzas, toda la concentración posible. Concluye que no sería buena idea intentar adentrarse en la lectura de novelas. Supondría releer los párrafos más simples una y otra vez hasta el vértigo sin obtener provecho alguno. No, la idea no es buena. Tal vez necesite airear el cerebro. Demasiadas vueltas sobre sí mismo, sobre sus pensamientos lacerantes. Siente vértigo. Por un momento cree que va a despeñarse. Se afianza con las manos al sofá y se dice que debería recurrir a un psiquiatra. Pero no, se dará tiempo. Antes intentará salir de esto sin fármacos, sin lavados de cerebro. Saldrá por sí mismo. No lo duda. Sólo es cuestión de resituarse, piensa, tomar perspectiva de la situación y decidir sin que le tiemble la mano. Piensa que le vendría bien un paseo. Quizá consiga un poco de sosiego. Sí, el movimiento del cuerpo mantenido durante un tiempo ayuda a que las cosas mentales se reequilibren, que vuelvan a su sitio. Enseguida recuerda que, los domingos por la tarde, las calles centrales de la ciudad están desiertas. Esto afloja sus intenciones. La gente se toma un respiro en sus casas para afrontar la semana. Mira a su mujer. Continúa sentada en un ángulo del salón ajena a sus devaneos. Permanece con la vista clavada en el libro, sin pestañear. No recuerda que ella haya pasado una sola página. Claro, que él no ha permanecido vigilante. Pero aun así, aunque absorto en sus pensamientos, sí debería haber percibido algún movimiento borroso. No lo recuerda. Presiona la tecla on/off del mando a distancia. En el canal que sale en primer lugar, están pasando resúmenes de partidos de fútbol. No le interesa. Presiona la techa txt y echa una ojeada. No hay noticias nuevas desde la última vez, hace algo menos de media hora. Secretamente suspira por una noticia de alcance mundial, por ejemplo, un volcán en erupción que haya dejado un número elevado de muertos o un huracán que haya arrasado una zona turística y se haya llevado a cientos de bañistas o una incursión de una nación en otra, que hubiera dado lugar a una declaración de guerra, o un golpe de estado en un país geopolíticamente protegido o controlado por potencias políticas o militares, hechos que saquen de la monotonía, de lo anodino, de esos que se tiene el presentimiento o el deseo de que la cosa no quedará ahí, que tendrá consecuencias planetarias, reacciones contundentes a la acción que pueden cambiar el mundo o buena parte de él. Una noticia de semejante calado desplazaría temporalmente sus pesares. Hasta que pasara la novedad, hasta que el aluvión informativo cesara. Mientras, sería un asunto distinto al que dar vueltas. Pero no, nada de eso reflejan las noticias virtuales. Ninguna novedad. Presiona de nuevo la tecla on/off.
Los niños salen de la habitación brincando, pidiendo la cena. Mira el reloj que tiene frente a sí. Caramba, las diez, se dice. Ve a su mujer levantarse parsimoniosamente, con cara de pocos amigos, y adentrarse en la cocina. Es hora de volver a la realidad, piensa, mañana hay que acudir a la oficina y aún no he lustrado los zapatos.
*Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino
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