No sabría precisar su edad. Mirándole a la cara se diría que rayaba la ancianidad, pero examinando el resto del cuerpo, su figura,  su viveza y agilidad de movimientos aparentaba  quince o veinte años menos. Un cuerpo moldeado que contrastaba con la cara marchita a la que estaba unido. Vestía terno gris, camisa azul celeste y corbata negra. Sus zapatos acharolados arrastraban largos y deshilachados cordones.

              El hombre caminaba de un lado a otro de la habitación con signos claros de  impaciencia. Unas veces avanzaba a grandes y rápidas zancadas; otras, con pasos cortos y lentos. De cuando en cuando, se detenía un momento para elevar con solemnidad la cabeza y entreabrir la boca como si dirigiese un discurso mudo a la nada.

              Las paredes y techos ondulados eran la  huella visible del paso del tiempo. La estancia carecía de ventanas, aunque en una de las  paredes se apreciaba con claridad un rectángulo vertical, alisado y de pintura nueva que ofrecía indicios de reciente tapiado. También de nueva obra, acoplado en un ángulo de la estancia, quedaba ubicado el cuarto de aseo. Una cama de grandes dimensiones, un reloj de pared, un armario desvencijado, una mesita de noche, un escritorio y dos sillas de enea conformaban el viejo mobiliario.

              Apenas oyó girar la llave, adoptó una postura de alerta máxima y sin concesiones al tiempo se precipitó a  sentarse ante el escritorio fingiendo absoluta concentración. Instantes después, una mujer — por su aspecto y a primera vista no sabría determinar si se correspondía con el de una enfermera o una nodriza—  entraba cautelosamente cerrando la puerta a su espalda. Al percibir el aire viciado e impregnado de olores medicamentosos, dejó  escapar un mohín de asco. Por el interior giró la llave y la dejó caer con un movimiento mecánico en uno de los bolsillos de su bata blanca.

             —Buenos días, don Pablo. Veo que está usted muy ocupado —dijo la mujer esbozando una sonrisa irónica.

             El hombre, mediante un ademán de la mano y sin levantar la vista del tablero vacío, le indicó silencio.

             Ella presionó los labios acompañándose de un leve encogimiento de hombros en señal de indiferencia. Era una mujer rolliza, madura, que rondaría los cincuenta años. Sin demora, con el ceño fruncido, se dispuso a  realizar sus tareas.  Preparó una medicina líquida que agitó durante unos instantes dentro del propio recipiente, alisó la ropa de la cama, fue al aseo y entorno la puerta. Poco después, se oyó el agua de la cisterna precipitándose hacia el inodoro. Cuando salió, observó a Pablo concentrado, con la cabeza prácticamente pegada al tablero del escritorio, tomó una silla y se dejó caer con signos de cansancio.   

            Pablo la buscó con la mirada y, moviendo el dedo índice hacia sí, le hizo señas para que se acercara. Ella se levantó exhalando un suspiro.

            —Acérquese la silla y siéntese —dijo—. Hoy tenemos mucho trabajo: le dictaré unas cartas y cumplimentaremos varios boletines de pedidos —agregó en tono solemne.

           —Aún está usted enfermo, don Pablo, no debe realizar excesos.

           Pero él, visiblemente eufórico, aunque simulando contrariedad, le informó de su buen estado de salud, corroborado por el informe de alta médica que supuestamente mantenía en su palma abierta y vacía, y que aproximaba excesivamente a los ojos de la mujer. Después la apremió mostrándole otro documento imaginario, que, a juzgar por la disposición de sus manos vacías, juntas y abiertas a modo de libro, bien podía tratarse de una supuesta agenda, dando a entender que las prisas quedaban justificadas por las numerosas citas del día.

          Mientras Pablo hablaba y gesticulaba, la mujer mantenía una sonrisa forzada que bien podía responder a incredulidad o ironía.

         Allí permanecieron por espacio de diez minutos. Él balbucía sin pausa, y ella, pasando el índice sobre la palma abierta de la otra mano, simulaba tomar notas.

         Finalmente, Pablo elevó la voz y, como si entonase una plegaria, dijo:

         —Prepare mi maletín de muestras. Asegúrese que están todos los folletos de los nuevos medicamentos. Después, puede marcharse.

        Ella se levantó con parsimonia, enarcando las cejas.

        Momentos después volvía con una medicina.

        —Tómese esto, don Pablo. Le vendrá bien, que hoy tiene un día difícil.

        —Está bien. Gracias, Luisa.

        —Hasta mañana, don Pablo.

        —Hasta mañana. Que tenga usted un buen día.

        Pero Luisa no salió de la habitación. Tomó la silla, la desplazó unos metros y volvió a sentarse cruzando los brazos sobre el pecho. Pablo había vuelto a su estado de concentración habitual, inmóvil, con la espalda arqueada y la vista clavada en el tablero vacío.

 

        A la una y media, cabalmente, tres golpes secos en la puerta que debían obedecer a alguna contraseña, pusieron en pie a Luisa. Con rapidez se encaminó a la puerta. La entreabrió unos treinta grados, tomó la bandeja que le entregaban y, sin mediar palabra, volvió a cerrar y giró la llave. “Don Pablo —dijo en tono impostado—, ¿tiene algún compromiso hoy para comer fuera o, por el contrario, prefiere hacerlo aquí?”.  Pablo enderezó lentamente su espalda, retiró los codos de la mesa y manifestó, asintiendo con la cabeza, que comería ahora y allí mismo.

        Eran las dos de la tarde pasadas cuando Luisa retiraba la bandeja con los restos de comida. Dirigió una mirada rápida al entorno y salió de la estancia sin que mediara una sola palabra de despedida.

 

* * *

         A la caída de la tarde, de nuevo la llave giraba en la cerradura. Pablo, que estaba sentado con la mirada perdida, como activado por un resorte, se levantó y corrió hacia la cama, se tumbó de costado y adoptó postura fetal. Su imagen había sufrido una transformación insólita. Vestía un camisón azul celeste que le llegaba a medio muslo dejando al descubierto sus piernas peludas. A juego con el camisón, un gorro de dormir cónico cubría su cabeza.

        Enseguida apareció una muchacha joven, tal vez muy joven, casi con aspecto de niña. Por un momento, arrugando la nariz, se mantuvo en el vano de la puerta como si tratara  de familiarizarse con el desagradable olor que desprendía la habitación. Vestía una bata blanca muy corta sobre un pantalón negro excesivamente ceñido, lo que acentuaba su delgadez y su apariencia infantil. Su tez pálida y su cabello largo y rubio le conferían aspecto angelical.

         Finalmente, tras sí, la chica cerró la puerta con suavidad y giró la llave sin hacer apenas ruido. Después, con pasos suaves,  se arrimó a la cama y se inclinó para observarle de cerca. Se mantuvo atenta tratando de descifrar si estaba  dormido. Pablo, en cuanto notó tan próxima su presencia, comenzó a gemir mimosamente. “Hola Pablito, ¿cómo estás?”, dijo mientras depositaba con ternura un beso en su frente. “Hola, Margo”, balbuceó Pablo echándole los brazos al cuello y besuqueando su rostro. “Está bien, está bien, Pablito”, dijo, deshaciéndose discretamente pero con resolución de la efusividad del abrazo. 

         Enseguida, haciendo caso omiso del hombre, que no paraba de moverse en torno a ella estorbando su labor,  comenzó su actividad. De cuando en cuando, le apartaba con gestos suaves pero firmes, girando levemente el cuello y exhibiendo una media sonrisa mientras con movimientos de autómata continuaba  arreglando la habitación. Era evidente que conocía bien a Pablo y sabía como mantenerle a raya, hacerse respetar.

           Pablo, al sentirse desdeñado, se echó al suelo y gateó por la habitación. De cuando en cuando se erguía sobre las rodillas y se llevaba el pulgar a la boca para chuparlo mientras observaba a Margot en su incesante actividad.

          Un potente chorro de agua golpeaba la bañera. Por momentos, Margot,  quedaba fuera de la vista de Pablo,  que, para llamar su atención, comenzó un nuevo recorrido a gatas como enloquecido tirando a su paso los objetos que encontraba sobre los muebles. ” Pablito, no seas malo…” —dijo, revestida de infinita paciencia, asomando medio cuerpo desde el  baño. Pero, lejos de calmarle, comenzó a berrear como un insufrible bebé.

         —Vamos Pablito, a bañarse —le requirió Margot unos minutos después.

         Le ayudó a desnudarse y a entrar en la bañera rebosante de espuma. “Ahora pórtate bien o te castigaré sin cenar, añadió Margot en tono maternal.

        Después salió, se sentó en la silla y cerró los ojos con claros signos de cansancio. Enseguida se quedó adormecida.

        En determinado momento, un chapoteo constante, cada vez más acusado, la hizo volver en sí.

        Acudió al baño con signos de contrariedad.  Pablo estaba de pié en el centro de la bañera, pateaba el agua y se quejaba: “¡Está fría, esta fría!” Ella, no sin cierto disimulo, sonrió divertida.

        Le ayudó a secarse y vestirse. Con dificultad lograba reprimir la carcajada que le producía la incesante repetición de Pablo: “Margo mala… Margo mala…”

       Cuando terminó de adecuarle, quizá en señal de arrepentimiento, Margot le tomó por los hombros y le atrajo con suavidad. Inopinadamente, Pablo comenzó a llorar y se contrajo sobre ella con actitud infantil, de desvalimiento. “Vamos, Pablito, que ya tendrás hambre”, dijo Margot en un tono que se antojaba maternal. Después, le condujo suavemente hasta alcanzar una silla. Tomó asiento, y Pablo, mimoso, poniendo hocico y arrugando el entrecejo, se acurrucó en el suelo pegado a ella por su lado derecho. Con un movimiento que parecía mecánico, apoyó la cabeza en el regazo de Margot con la boca hacia arriba y los ojos cerrados. Ella soltó dos o tres botones de su bata, se bajó el sujetador sacándose el seno derecho y un pezón rosa oscuro resaltó sobre el pequeño y blanco pecho.  Pablo, con los ojos cerrados, guiado por el instinto o tal vez por el olor, rápidamente y sin error de cálculo, lo aprisionó con los labios y, enseguida, con el pezón dentro de su boca,  comenzó a succionarlo con fruición acompañándose de un notable ruido.

        Diez minutos permaneció Pablo prendido del pecho, mientras ella miraba fijamente la pared de enfrente sin pestañear.

        De cuando en cuando, Margot cambiaba la dirección de su mirada buscando el reloj de pared.

 

       “Venga Pablito, ya hemos terminado por hoy”, apremió Margot. Pablo se mostró reticente, pero ella, con suavidad no exenta de firmeza, le tomó la cabeza con ambas manos y la separó del pecho sin contemplaciones. Después se subió el sujetador, se abotonó la bata y dijo: “Vamos, ahora a dormir el niño bueno”. Pablo sumiso se dejó llevar con la boca todavía en posición succionadora.

       La temperatura en la habitación era alta. Margot cubrió el cuerpo, la figura fetal que Pablo había adoptado, solamente con la sábana y depositó un tierno beso en su frente.

       Después, tomó la ropa sucia, la colgó del antebrazo y se dispuso a salir.

       Fuera, una mujer anciana la esperaba. Le tendió un billete de quinientas pesetas y con una mirada compasiva le agradecía su trabajo.

                                                                                                                                          T.H.Merino

                                                                                                                                           Julio 2012

 

 

                          (Del libro de relatos Algo que contar. T.H.Merino  2011)

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