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Biografía en pocas palabras
Escritora desde siempre, lectora compulsiva, hace dos años decidí formarme (se puede tener talento, pero el oficio se aprende). He escrito novela, una terminada, dos a medias, relato, articulos de opinión, poesía (mala...de verdad). Colaboro con publicaciones de mi sector laboral, mantengo un blog....y sigo escribiendo, leyendo y aprendiendo

la cuentadora de cuentos

La cuentadora de cuentos©

No pensaba yo, cuando sudoroso, agobiado y harto de celebración, soltaba el nudo de la corbata, casi con rabia de tanta apretura, que mi vida había cambiado para siempre. La vida cansina, pero ordenada y limpia que había llevado hasta ahora, con Laura y su forma de vivir.

No lo pensaba en ese momento, ni lo pensé cuando guardando la maléfica soga de rayas en mi bolsillo, me volví a cruzar con los ojos gatunos, vidriosos, como a punto de lágrima, que llevaban dentro las mil historias y los mil lugares que nunca visité.

Ese día había nacido cruzado. Desde que amaneció. Abrí los ojos con una sensación pastosa en la boca, como si hubiera cenado torreznos. No los había cenado, pero copas, tomé a discreción la noche anterior. Abriendo el telón de mis ojos, intentando enjuagar en mi escasa saliva la trémula lengua que se agrandaba por momentos inundando el paladar, recordé uno por uno los sucesos de la noche anterior.

Latuaro, mi futuro cuñado, nos había enmarañado en su despedida vital definitiva, tal como nos la había nombrado al citarnos,” solo a los íntimos, de verdad, ché, solo los hermanos, para siempre jamás, hay que celebrar, che, que esto se acaba, que me retiro, que después solo me dedicaré a mi Elenita, lo juro, hermano. La ultima farra. Me lo debe, hermano”. Latuaro tenía de argentino ya poco, llevaba veinte años en España, pero el muy jodido no abandonaba los giros ni ese arrastrar palabras ,que volvía locas a las mujeres, y a los hombres nos hacía seguirle por donde quisiera que nos llevara. 

Latuaro, se casaba con Elena, hermana de Laura. Latuaro, mi amigo del alma, casi mi hermano, se convertía en cuñado, en familia legal. Pienso que celebrábamos más ese último hito que el primero. Lo de Elena era meramente circunstancial, lo de convertirse en mi cuñado, era la hostia, la verdad. Desde  ahora las plúmbeas fiestas familiares de los Orbegozo, se convertirían en festival de hermandad, estando Latuaro a mi lado, nada sería aburrido.

Quedamos al salir de la oficina, a las ocho. Comenzamos bien, unos aperitivos, mientras  iban llegando los íntimos, la basura, los desechos humanos, tal como nos nombrábamos a nosotros mismos. Cenamos con buen vino, y cuando ya era media noche, nadábamos en un marasmo de alcohol, y una alegría mechada de nostalgia y despedida de los tiempos idos. “Que no volverán, hermano, ya no somos pibes, hemos crecido,  ya es hora de hacerse hombrecitos, ché”. Decía con voz pastosa marcando el acento argentino mi futuro cuñado y amigo del alma.

Al salir del restaurante, Latuaro tomó el mando. Nos sacó de Madrid, por la M-30, tomó un desvío irrepetible, y poco después nos paró, ante lo que dimos en cuenta que era un puti-club de semilujo. Conclusión sacada debido a las luces tintineantes, que quebraban la noche, con unos intermitentes destellos verdes, rosados, naranjas, y posiblemente todo los pantones del colorido desglosado en rayos multicolores.

Una cierta flojera se nos produjo nada más ver los destellos luminosos. Que yo creo  decoran con ese colorido lumínico, para que el cerebro relaciones, flases con fornicio,  de no ser así, no se entiende tal despliegue de luz. La risa floja, el paso quebrado por efecto del alcohol, la euforia y un cierto temor gustoso, me invadió al ver que bajábamos y nos encaminábamos al antro. Latuaro dirigía, con presteza y orden.

Al entrar, las luces rojizas, y azuladas nos abofetearon los ojos. Antes de que se acostumbraran a la penumbra, ya notamos el olor a mujer, a perfumes variados, en mezcla variopinta, que nos inundó. Tuve que ir al baño, la urgencia y el alcohol me apretaban, así que desvié mis pasos, avisando a los que me acompañaban que no hicieran nada grave sin estar yo presente, que para eso era el abogado.

Al salir del excusado, crucé unas cortinas, antes de volver al sitio donde los había abandonado. Ya no estaban, pero en su lugar, me esperaban unos ojos vidriosos, irisados, redondos, con un color de botella y un halo de mirada alunada y perpleja. Una amplia sonrisa había debajo de esos ojos y una mano tibia, pequeña y jugosa, tendida.

-Dn. Luis, que sus amigos le esperan  en la mesa diez, venga conmigo- dijo la voz mientras tomaba mi mano, me conducía entre  las mesas, sorteándolas, con una leve presión en mis dedos que me trasmitían confianza y mandato.

Al llegar a la mesa, fui recibido con grandes palmotadas en la espalda, risas y zarandeos varios. Se notaba que la alegría se desbordaba,  en parte producida por el descorche de un champán de considerable calidad. Y por las mujeres que como si de un amplio muestrario de colores, pieles y tersuras, se tratase, se habían integrado en el grupo, abrazadas unas, tímidamente cercanas otras, a los amigos, que minutos antes me había dejado a la puerta del puti-club.

La de los ojos alunados, me sirvió el champaña, derramó un poco por mi mano, inmediatamente, fue recogido por una lengua golosa, no sabía bien si del champan derramado o de mis dedos. Envuelta en la oscuridad del rincón donde se había refugiado, era el brillo escarchado de esos dos vidrios que me miraban sin pestañear, lo que más destacaba de su persona.

Pronto la bebida corría a raudales, nosotros ya aderezados por el coctel y el vino de la cena, nos cocíamos lentamente ante el estupor de la alegría y la desesperanzada madrugada.

No sé muy bien, como comenzó todo a darme vueltas, las luces me giraban dentro de la cabeza, a la vez que una tormentosa amenaza me atribulaba el estomago. Dije que me encontraba mal, y la de los ojos agatados, contestó que se encargaría de mí, que no temiera, estaba en buenas manos. Amplias risotadas y abucheos corroboraron sus palabras.

Me levantó, casi en volandas, y trastabillando, me condujo a una habitación, impersonal, a no ser por el espejo que a modo de cúpula coronaba el techo. No era un espejo completo, sino que partiendo de un punto central, se dividían en triángulos como si de gajos de naranja se tratara. No podía mirar hacia arriba, porque el mareo se agudizaba ante el pasmo de comprobar que nuestros cuerpos se subdividían en mil pedazos, repetida y devuelta la imagen por los espejos.

Me tumbó en la cama gigantesca, que cubría casi todo el espacio de la habitación, tenía una colcha adamascada de brillos variados y colorido indefinido, una amalgama de granate verdoso, que tenía un tacto frio y suave, al echarme a ella. Puso una toalla fría en mi frente, mientras yo cerraba los ojos, por ver si las tormentas de mi cabeza y de mi estomago se atemperaban. Cosa ardua y esperada por mí, la verdad.

Mientras la toalla refrescaba la frente y las ideas, la mujer comenzó a hablar, con una voz pausada, lenta, como si rezara, casi sin entonación, parecía una letanía.

Me contó que se llamaba  Yahiza, que no me decía de donde venía porque no la daba la gana, porque ella era de muchos sitios, y de ninguno. Que no tenía jefe, ni amo, pero que se alquilaba porque amaba amar, el lujo y dormir de día, por este orden. Creo que debí quedarme un tanto traspuesto bajo el susurro de sus palabras, que iban llegando a mí, como de lejos, como si de un canto susurrado se tratara.

Al despertar, volví los ojos hacía Yahiza, que apoyada en un codo vigilaba mi sueño.

-Perdón, he debido dormirme…, creo que nunca más beberé champán- la dije como disculpa.

-No pasa nada, amor,¿ sigues malo?- preguntó solicita.

-No, ya no, ha pasado el tumulto de la cabeza, aunque el estomago lo llevo aún revuelto, hemos cenado mucho. Es que Latuaro se casa mañana, ¿sabes?- dije tontamente.

-Lo sé, algo he oído. ¿Qué quieres hacer mi amor?- preguntó sin mover su postura.

Estaba desnuda, no la veía bien, pero sentía el calor de su piel, un aroma anisado que desprendía su cuerpo. Sabía que si  volvía los ojos hacia el techo, miles de partes de ese cuerpo moreno, macizo, se mostrarían a mis ojos. No me atrevía a mirar, pero creo, que en ese momento, era el deseo más fuerte que nunca he sentido.

Entonces Yahiza, comenzó a hablar de nuevo. Lenta, pausadamente,  su entonación monocorde suave, sentía como sus palabras recorrían como un escalofrío por mi espalda hasta llegar a la nuca. Tenía una  cadencia en el lenguaje que no identificaba, mezcla de latino variado, con reminiscencias árabes.

 Yahiza, comenzó a contar cuentos, dando a sus ojos, y a su voz los matices que las historias requerían. Yo había vuelto mi rostro hacía el suyo, hechizado por el lento discurrir de unas historias inverosímiles, donde habitaban duendes, hadas maravillosas, y perversos brujos, que con sus ungüentos nefandos seducían a doncellas que eran salvadas inexcusablemente por un abogado famoso, valiente y aguerrido que se llamaba Luis Peña. Yo mismo, convertido en héroe, adalid, conquistador y seducido, por el arte de unas palabras mágicas. Al salvamento, que ineludiblemente realizaba Luis Peña,  seguían una pléyade de espesas conjeturas, donde la  doncella  ora amaban, ora despreciaba con coquetería rebuscada, al salvador. Unas veces, preferían al maléfico brujo, que la envolvía en una orgía de placer inusitado. Otras se rendía al  héroe, enamorado, haciéndole gozar de mil pecados innombrables y casi desconocidos para mí, que asistía al desglose de aquella fantasía sobrecogido y engalanado de un deseo a veces brutal, otro solapado. Como si de una noria de sentimientos se tratara mi mente, mi imaginación subía y bajaba, bajo el hechizo de las palabras desgranadas por Yahiza. Mientras sus ojos seguían acariciando los míos .

No sé cuantas horas pasaron , ni los innumerables relatos que desgranó para mí, mientras, ya sí, mis ojos se posaban como pájaros alados sobre el cuerpo mil veces repetido por los triángulos del espejo que abovedaba el techo. De  pronto unos golpes sonaron en la puerta, y como si de un castillo de naipes se tratara, rompieron el hechizo de la fantasía que Yahiza había creado en la habitación. Se fueron los duendes, las hadas salvadoras, los hechiceros maléficos, los abogados salvadores y las damitas de inocente soltura. Todo saltó por una ventana inexistente para arrojarnos de golpe a la realidad. Era muy tarde, Latuaro, tocaba la diana de retirada. Debía partir, dejando el mundo colorido entre los pliegues de la colcha adamascada.

No crucé palabra con nadie en el viaje de vuelta, yacía desvencijado en el asiento trasero del coche, con mis fantasías aún latiéndome en el cuerpo y la mente. Mientras ellos, escupían con risotadas y palabras soeces,  lo acaecido en la noche de la despedida vital. Yo, en silencio contaba los cuentos a mi mente, para que ni una sola de las palabras de Yahiza se escapara de mis recuerdos.

Al llegar a casa, Laura dormía en lado opuesto al mío. Síntoma claro de su enfado. Laura es así. Cuando algo la molesta o enfada, se encierra en un mutismo durante días, se la velan los ojos, incluso se la nubla el rostro, como si se encenizara. Al dormir se acurruca sobre sí misma en el lado opuesto al que duermo yo, envolviéndose en la sabana, desplegando un muro de tela entre los dos. Ella sabe que eso es muy molesto para mí. Me cuesta conciliar el sueño si no tengo cerca la tibieza de su piel. Esta noche, Laura estaba enfadada de verdad, por mi ausencia; mañana teníamos que sonreír, pasar juntos el día, mostrar nuestra felicidad, en la boda de su hermana Elena. Elena, que se casaba con  Latuaro, argentino, golfo y divertido a partes iguales.

La lengua crecía y crecía dentro de mi boca, subían llamaradas de un furioso ardor por mi garganta, que era abrasada sin piedad. Decidí que debía levantarme para beber toda el agua que cupiera en mi abrasado estomago. Intentar apaciguar a Laura, sería el paso siguiente, para luego adecentarnos para la boda.

La habitación daba vueltas, debido a que me levanté con impulso feroz, el rugido de sed era imparable. Mientras bebía agua amorrado al grifo, sentía conforme hidrataba mi cuerpo que la memoria volvía a  mi mente, rememorando los cuentos de Yahiza. De inmediato mi cuerpo, aletargado hasta entonces, reaccionó como un resorte. Todos los poros de la piel, los pelos de la nuca se fueron erizando al unísono, cuando una a una retornaba en el recuerdo,  las palabras de la mujer.

En el baño, al mirarme al espejo, no era nada agradable la imagen que devolvía mi nublada presencia. Ojos hinchados, hundidos en un marasmo violáceo. Con todo, mi rostro no mostraba al espejo la imagen de la derrota, de otros días, al contrario, notaba que desde hacía años no tenía esa chispa de luz en los ojos. La luz del entusiasmo, que no sé  en qué esquina de la vida la perdí.

En la ceremonia no tuve descanso, aplastado por un calor pegajoso, que hacía que la camisa se sintiera como una piel pegada a la mía; la corbata atenazada a mi cuello, formando un hilillo de sudor en el contorno mismo de la piel. Hubo momentos que la frente se perlaba completamente, entonces sentía ganas de agarrar al cura por el gaznate y obligarle a terminar la ceremonia, que ya duraba más de lo previsto y necesario.

Al salir de la iglesia, nos dirigimos en grupos al restaurante donde celebrábamos el convite. Nada más llegar, decidí que el decoro debido a los novios ya estaba menguado por el calor de ese día.  Pensé en soltar  inmediatamente la soga que llamaba corbata,  introducirla  en un bolsillo, descamisarme, y buscar algo de beber, con desesperación.

Intenté soltar el nudo, nada más cruzar el umbral de la iglesia; al momento se me clavó en la cara, la mirada lacerante de Laura, con los ojos me decía, sin palabras, pero con un silencio elocuente:” ni se te ocurra quitarte la corbata, estamos de boda, aguanta como un valiente….no tendrías tanto calor si no tuvieras esa resaca “. Decidí esperar un poco, no podía combatir eso ojos punzantes. En el trayecto hasta el restaurante, un silencio denso, se adueñó del vehículo en el que viajábamos, Laura y yo compartíamos coche con unos primos lejanos, que veíamos de boda en boda. Poco o nada en común teníamos con ellos, solamente compartíamos un parentesco y una edad similar. En mi cabeza se rememoraban los cuentos, las hadas se convertían en seres maléficos, los brujos en Luis Peña, la damisela era una Yahiza bella, troceada en mil triángulos espejados. Un personaje nuevo llegaba a las historias, una bruja mala, sedienta de sangre y cruel , tenía el rostro de Laura.

Con el sol dándome en el cogote llegué semiadormilado al restaurante donde se preparaba el ágape. Miré a Laura, con ojos de tierno infante, necesitaba congraciarme con ella, no habíamos cruzado apenas palabras desde el día anterior. Ella había mantenido, durante su arreglo para la boda, una  punzante distancia, soltando suspiros conmiserativos cada cierto tiempo, que en el lenguaje no verbal de Laura, querían decir :” me haces sufrir, tus juergas me duelen, pero aun así te quiero, es más importante el sentimiento de pareja, que el dolor que me causas. El tamaño de mi bondad es inversamente proporcional a tu responsabilidad…cariño”. Todo eso y más quería decir Laura con sus suspiros. Yo hubiera preferido gritos, o lloros, pero ella no era de esas mujeres que pierden los nervios. Laura era perfecta, pero no contaba cuentos, me dije, en el sopor que me producía el  viaje en el coche.

Al llegar, no pude más, en una zona del pasillo, justo antes de entrar en la sala principal, donde ya estaban preparados los camareros con los cocteles, arranqué la corbata, con toda la saña de la que era capaz. No me importaba nada lo que pensara Laura, ni resultar inapropiado en la mesa presidencial de los Orbegozo, solo deseaba desasirme ese nudo que atenazaba mi cuello. Bueno, deseaba quitarme la corbata, deseaba dormir, pero sobre todo, volver a oír la voz cadenciosa de Yahiza contándome sus cuentos. En esas estaba cuando en un recodo del pasillo mis ojos se toparon con los verdes cristales de gata que tenía clavados en la mente. A partir de ahí, el mundo se dio la vuelta, para no volver a ser lo que era.

Tendió su mano, que fue asida por la mía sin remedio. Susurró bajito, a mi oído: “Vente mi amor, que tengo que contarte historias”. De inmediato sentí, que la vida no tendría sentido sin  esa voz, sin que esos ojos alunados y vidriosos se posaran como mariposas en los míos. Desde entonces estoy aquí, duermo de día acolchado en el cuerpo de Yahíza, de noche me desintegro mientras ella cuenta sus cuentos a otros. Pero sé que las mejores historias las guarda para mí. Cuando de madrugada entramos en la habitación, mechada de mil aromas que han dejado otros cuerpos, toma mi mano, desnuda su piel, se tiende a mi lado y comienza a contar, la vida se hace difusa para mí. No conozco otra forma mejor de pasar el tiempo. Anudado al hechizo de su voz, sintiendo el suave aroma anisado de su cuerpo, y el calor que desprende su piel aterciopelada.

 

 

El blog de Maria j toca

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Publicado el diciembre 6, 2011 a las 6:25am 0 Comentarios

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