Red de Literatura y Cine
La traición de Mefistófeles
Para Emilia Margarita (Ita) Casanova y Jens Schlamelcher
Los edificios –las instalaciones– de la Facultad no son gran cosa. Típica arquitectura de la década de 1950, funcional y sin aditamentos ni regorgayas de ninguna especie. Todo Bauhaus no muy bien interpretado y sin concesiones. Con el tiempo se le fueron agregando algunas esculturas en los espacios abiertos como para que no luciera todo tan estéril, tan desértico. Pero en realidad nadie le presta mucha atención al espacio que ocupa la Facultad, que en el último cuarto de siglo se ha convertido en una de las más importantes del país. Y hasta del mundo, dicen los que saben.
En los últimos veinte años, sobre todo, del mundo entero han venido profesores, estudiantes y hasta simples curiosos a visitarla, a ver el sitio que se ha vuelto uno de los centros más importantes de estudios teológicos en el continente. Cinco años antes de que empezara a destacarse la Facultad, a ser considerada referencia obligada de quienes se interesaban en temas religiosos o relacionados con la religión, el Profesor alcanzó la ambicionada posición de decano, y eso fue determinante para el éxito que llegó a tener. Para el éxito del Profesor y el de la Facultad. Pero ese éxito no había sido fácil ni gratuito. Y para algunos tiene mucho de fraude.
El Profesor se fue construyendo a golpes en los medios académicos la reputación de ser un hombre de una sola pieza, y logró con su trabajo lo que jamás habían podido conseguir sus predecesores a lo largo de más de tres siglos. Era un verdadero esclavo de su quehacer. Esclavo y esclavista. Implacable, egoísta, incansable. Todos lo detestaban. Todos. Moros y cristianos. A sus superiores los desarmaba con adulancias. Se derretía en sonrisas y halagos. Pero a los que estaban por debajo de él en la Facultad los maltrataba a toda hora. Y a todos les estrujaba sus tres doctorados. Tres. Era doctor en filología, doctor en historia y doctor en teología. Antes había hecho tres maestrías: una en antropología, otra en informática y la tercera, la más importante, también en teología. En sus estudios de pregrado había sido brillante, aunque no muy original. A todos en la Facultad les llamó la atención, al principio, su vida monacal, su dedicación absoluta a los estudios, su seriedad. Y el hecho de que nunca se le conociera devaneo alguno ni la más mínima afición por las fiestas o por reunirse con jóvenes de su edad. Ni con personas de otras edades. Llegó un día a la ciudad, entró a la universidad y se dedicó en cuerpo y alma a sus estudios, a sus investigaciones y luego de un tiempo a la enseñanza. Con paciencia y sin apuro ascendió en el escalafón hasta llegar inevitablemente a la ansiada posición de decano, de jefe indiscutido de la Facultad de teología. Y fue entonces cuando salió a relucir su verdadero carácter. Era un tirano. Un verdadero tirano. Un tirano narcisista y solitario. Incapaz de elogiar a nadie, salvo a sus superiores, pero siempre dispuesto a maltratar a sus subalternos, siempre, a toda hora. Y cuando uno de ellos (de los subalternos) escribía un artículo que a él le gustaba, sin el más mínimo pudor lo publicaba como si lo hubiera escrito él, y ¡guay del que se quejara o lo acusara de plagio o de algo por el estilo! Uno lo intentó y tuvo que abandonar su carrera de por vida y convertirse en taxista. Todos (los de abajo) se quejaban de sus malos tratos, pero sólo en corrillos oscuros y misteriosos, porque a los pocos que se atrevieron a hacerlo abiertamente los trató como al taxista. Sus superiores (los de arriba), aunque se daban cuenta de todo, estaban encantados con el resultado final de su trabajo. Nunca había tenido tanto prestigio, nacional e internacional, la Facultad. Nunca se habían publicado tantos y tan exitosos textos, folletos y libros, como desde que fue nombrado decano. Textos, folletos y libros escritos con sangre, con sudor y lágrimas. Textos que se comentaban en casi todas las universidades del país. Y se traducían para ser comentados y admirados en muchas de las grandes universidades del mundo. Los autores de los trabajos, así se publicaran con sus nombres o con el del Profesor, sabían que los habían hecho con dolor, con sufrimiento de esclavos, pero en los folletos y los libros no se notaba ni una gota de la sangre y el sudor que habían tenido que derramar para hacerlos, para parirlos. Una vez publicados parecían, o eran, fríos monumentos de papel y tinta –todo Bauhaus no muy bien interpretado y sin concesiones–, sin otro elemento que papel y tinta, además de una extrema rigurosidad en los conceptos y las ideas. Los que en otras universidades nacionales y extranjeras los leían, los comentaban y los admiraban, no tenían la más leve idea del sufrimiento, de los sufrimientos, que habían padecido los autores. Ni mucho menos imaginaban lo que penaban los subalternos cuando el Profesor los llamaba a su oficina, limpia y ordenada como un quirófano ultramoderno. A todos les gritaba sin siquiera alzar la voz. A unos les criticaba el estilo y los obligaba a modificar sus formas de escribir. A otros los obligaba a doblar aún más la cerviz en busca de enfoques mejores de sus planteamientos. Nunca aprobaba de entrada una bibliografía o un índice. A muchos los golpeaba con sus calmados insultos porque hablaban mucho. O porque hablaban poco. O porque mostraban su frivolidad al enamorarse, o peor aún, al casarse. Y si tenían hijos lo consideraba un insulto personal. Un intelectual verdadero jamás debía casarse ni mucho menos tener hijos. A sus superiores solía citarles una frase de Francis Bacon: “Quien tiene mujer e hijos ha entregado rehenes a la fortuna.” A sus inferiores simplemente los insultaba y los vejaba si se casaban o tenían hijos, y si uno de ellos presentaba un papel de trabajo, sin molestarse en leerlo lo despedazaba. Por eso en la Facultad de teología por lo general no había más de uno o dos casados: tarde o temprano se iban, aun a riesgo de quedar desempleados y sometidos a los azares de esa fortuna implacable y terrible a la que habían entregado sus rehenes, que consideraban hasta menos condescendiente que el Profesor. Tampoco había genios ni personas brillantes. El Profesor se encargaba de echarlos a anularlos, porque en el Sistema Solar solamente puede haber un Sol. Solo una verdadera estrella. Los demás son planetas o cometas o simples meteoritos. O piezas de vacío.
Con los estudiantes, los alumnos de la Facultad solía ser hasta peor que con el personal. Ni una sonrisa, ni una palabra amable. O los ignoraba por completo a los vejaba en público en cuanto se le presentaba la más mínima ocasión. Los llamaba enanos o pigmeos y no permitía que ninguno le hablara sin pedir permiso por escrito.
Pero eso cambió –o estuvo a punto de cambiar– de repente cuando entró a estudiar en la Facultad un joven griego de singular belleza. Moreno, de estatura media, de grandes ojos, expresivos, tiernos, de boca carnosa y cuerpo de atleta. Era un ser extraño, que a pesar de los prejuicios y tradiciones de su tierra prefería estar con turcos a fraternizar con sus compatriotas. El Profesor lo vio por vez primera una mañana, cuando apenas empezaba el verano. Y quedó fulminado. Trató de dominar la pasión que lo invadía. Pero no pudo. Por más que intentaba pensar en cualquier cosa, veía de nuevo el rostro, la figura, la quietud del joven griego. Lo veía en las ventanas, en las puertas, en los jarrones, en las cortinas, en los libros. Y toda la luz que lo envolvía era la luz de los ojos de aquel muchacho que parecía escapado de algún cuadro del mejor pintor del Renacimiento. Esa misma semana decidió que dejaría atrás lo que había sido algo inconmovible en su vida: su celibato. No descansaría hasta conquistar el corazón y el cuerpo de aquel bellísimo joven griego. Pero en su insomnio tempestuoso, poblado de ideas extrañas, se dio cuenta de que no podría revertir su vida de un plumazo. No podría dejar de ser el tirano odioso, ni conseguiría conquistar a un jovencito de veinte años cuando él le triplicaba la edad. Se miró en el espejo y lo que vio lo asustó otra vez. Era una cabeza demasiado grande, de la que colgaba un rostro desteñido, surcado de arrugas, coronado por una desteñida calva en la que las venas y las arterias jugaban a ser autopistas alemanas. Y todo el conjunto tenía algo de balón de “rugby”, a cuyos lados salían mechas grises que recordaban un desierto africano y que nada tenía que ver con la cabellera de rojo encendido que tanto llamaba la atención de los demás en los tiempos de su ya olvidada juventud. Sus sienes, eran también dos feas autopistas de venas y arterias que parecían a punto de reventar. Sus ojos, casi siempre ocultos tras grandes lentes con monturas de carey, eran menudos y secos, de un gris desteñido, y casi escondidos por párpados caídos que denotaban varias décadas de odio hacia la humanidad. Su boca, sin labios, no era otra cosa que una curva descendente en la que era demasiado evidente que sus dientes se habían perdido mucho tiempo atrás y habían dejado su espacio a una prótesis no muy bien lograda. Sus orejas eran demasiado grandes y peludas, y su nariz tenía una verruga que hacía resaltar demasiado aquella forma ganchuda que hizo que un profesor de español de la Facultad de Estudios Románicos lo comparara al que inspiró a Quevedo en aquello de
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
Era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.
Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.
Érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.
Que fue la razón por la que el Profesor movió cielo y tierra para que echaran de la Universidad al tal profesor de español, cosa que logró en una semana.
Era evidente que no tendría la misma fortuna para conquistar al griego. Ni en una semana ni en un mes ni en un año, se dijo, y sólo el amor que sentía por el muchacho logró contener la tormenta de depresión que lo amenazaba. Trató en vano de concentrarse en su trabajo de decano, y fue justamente eso lo que le señaló un camino posible: un “paper”, un trabajo lleno de ideas originales y de erudición, presentado a su consideración por uno de sus nuevos subalternos, en el que se estudiaba la personalidad de Johann Fust, nacido en torno a 1400 y muerto en 1466, y que fue socio de Gutenberg, para demostrar que era falsa la asunción de que Fust había sido en Fausto original, papel que él atribuía al Doctor Johann Georg Faust, nacido en 1480 y muerto en 1540, mago y alquimista muy posiblemente originario de Knittlingen, Württemberg y graduado en “divinidad” en la Universidad de Heidelberg, etcétera. El trabajo, que era de unas cien cuartillas a doble espacio, narraba someramente la vida del Dr. Faust y, lo más importante, presentaba varios conjuros para invocar a Mefistófeles, que el autor había localizado en viejos archivos hasta entonces ignorados en los sótanos de una vieja biblioteca. El Profesor autorizó a que el trabajo se publicara con el nombre de su verdadero autor, y se quedó con una copia para su uso personal.
Esa misma noche invocó en seis formas distintas a Mefistófeles, y en el sexto intento, ante sus desconcertados ojos grises se presentó el propio diablo. No era nada parecido a lo que siempre se había imaginado. Era más bien un hombre joven, ataviado con un pantalón de cuero negro muy ajustado al cuerpo, botas rojas puntiagudas, sin camisa y con un chaleco brillante, de lentejuelas plateadas, que dejaba ver los hombros tatuados y el pecho velludo; tenía el pelo pintado de amarillo pollito con mechas rojas y moradas; su rostro era lampiño y tenía unos ojos azules que parecían atravesar todo lo que veían. Su voz, sin ser muy aguda, era de tenor, y su sonrisa no tenía nada de mefistofélica. Pero se había aparecido en la habitación del Profesor sin entrar por la puerta ni por la ventana. Tenía que ser Mefistófeles.
Y lo era.
El diálogo fue muy corto. Mefistófeles sabía muy bien lo que el Profesor quería a cambio de su alma. Y se lo concedió de inmediato.
Sin rayos ni centellas ni truenos ni música ni nubes aceleradas Mefistófeles cumplió su trabajo en un santiamén. En un click de computadora. Son milenios, millones de años de experiencia. Y desapareció en la misma forma incolora, insípida e indolora en que se había aparecido. El Profesor quedó maravillado al verse en el espejo. Siempre se había admirado, a pesar de su fealdad siempre se había adorado, pero ahora con más razones. Desde hacía varios años se autoadmiraba más de memoria que ante un espejo. Verse en espejos se le había convertido en un martirio intolerable. Pero ahora fue distinto: veía a un joven turco de pelo muy negro, con barba pero sin bigote, de tez bronceada, musculoso. Y sin embrago su amor hacia el joven griego no menguó. Simplemente pasó a compartir en su alma el amor que se tenía. No pudo evitar quedarse frente al espejo, viéndose, contemplándose, admirándose, hasta que el sol veraniego empezó a apartar del espacio a las sombras.
Vestido con sus mejores galas salió dispuesto a buscar al joven griego en la Facultad. Los vecinos, al ver a un joven extraño, con facciones de mesoriental, salir a esa hora de la casa del Profesor, llamaron de inmediato a la policía, que en cosa de minutos lo detuvo en plena calle. De inmediato se confirmó lo que habían sospechado al recibir la llamada: la descripción coincidía con la de un peligroso terrorista árabe de quien se sospechaba que había entrado subrepticiamente al país. Le dieron la voz de alto, y el Profesor no entendió lo que le decían. Se dio cuenta de que el trabajo de Mefistófeles había sido hasta chapucero: solamente hablaba turco. Trató de regresar a su casa. Pero uno de los policías, el más inexperto, lo tumbó de un certero balazo en la nuca.
Por varios días la prensa local registró dos noticias importantes: la desaparición del Profesor, de quien se decía que fue secuestrado por una banda de terroristas, y la muerte de uno de los terroristas, de quien nunca se pudo averiguar la identidad a pesar de todas las gestiones de Interpol y de varias agencias policiales internacionales de Europa y América. Pero en un par de semanas la opinión pública local de olvidó de ambos temas. La muerte del terrorista era apenas una más. Y casi todo el mundo en la Facultad estaba, si no feliz, por lo menos aliviado con la desaparición del Profesor. Hasta sus superiores. Era demasiado obsecuente, decían, y en los últimos años, por su notable narcisismo, había perjudicado a la Universidad.
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Minucioso análisis de la escuela de La Bauhaus. Alemania nos da un ejemplo de desarrollo intelectual en un país que todo lo tuvo y lo perdió para rescatarlo de nuevo.
También allá Mefistófeles estuvo presente. Es comprensible dado que después de haber tenido a un Wagner el demonio despertó.
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