1963, el año que reconcilió a las dos Italias en torno a Claudia Cardinale
Hace 60 años coincidieron '8 1/2' de Fellini y 'El Gatopardo' de Visconti', dos hitos de la historia del cine que, pese a sus evidentes diferencias, tienen puntos en común
Para un artista debe de ser muy complicado ser consciente de hallarse en pleno estado de gracia, un momento irrepetible en el que el genio aúna todos sus talentos para alcanzar la cima y ofrecer obras imperecederas.
En 1963 el mundo se preparaba, también sin saberlo, para la explosión de The Beatles mientras, en Italia, Federico Fellini y Luchino Visconti deslumbraban con dos filmes destinados a pasar a la Historia: 8 1/2 y El Gatopardo, tan distintos en fondo y forma y tan iguales por su contexto.
Ambos directores venían de tocar el cielo en 1960, cuando presentaron dos perlas inolvidables. Fellini asombró al mundo con La Dolce Vita, mitificada por la escena de la Fontana di Trevi y brutal en su diagnóstico de una sociedad enferma, la del milagro italiano de los 50, cuando La Bota abandonó con demasiada brusquedad su encanto antiguo para sumergirse de lleno en una acelerada modernidad, según el cineasta de Rímini propia de un estado febril.
Nada de eso hubiera sido posible sin el motor económico del norte y su inmigración sureña, simbolizada para la posteridad con Rocco y sus hermanos. Con ella Visconti, el noble milanés de ideología comunista, ponía el dedo en la llaga con un reparto estelar en el que brillaban un joven Alain Delon, Renato Salvatori y una jovencísima Claudia Cardinale.
La actriz de origen tunecino coparía los créditos de la pareja de filmes estrella de 1963, momento en que Italia era la segunda productora cinematográfica del mundo, brillante en una propuesta alejada del neorrealismo e impecable en dar al séptimo arte un lenguaje propio.
Ambas cintas se resumen para los cinéfilos en tramas muy básicas. 8 1/2 mostraría cómo la incapacidad para rodar una película se evita, precisamente, rodándola hasta dar con la tecla para poner la palabra Fin. Por su parte, El Gatopardo sería un fresco de tres horas para narrar la Unificación italiana y el sacrificio del Príncipe de Salina, interpretado magistralmente por Burt Lancaster, que cedió el poder a la burguesía para rubricar la célebre máxima de cambiar todo para que nada cambie.
En La bella confusione (Einaudi), el escritor Francesco Piccolo desmenuza las capas ocultas de estas joyas. Su conclusión las define como largometrajes cargados de autobiografía.
8 1/2, que se llamó así por el número de títulos rodados por Fellini hasta esa fecha, es la más evidente. El personaje de Guido Anselmi, interpretado por Marcello Mastroianni, es un artista a la deriva repleto de dudas. La vida lo ha tratado a las mil maravillas, pero a los 43 años no sabe qué rumbo tomar entre su esposa, la amante despampanante -Sandra Milo, tanto en el celuloide como en la vida-, y la línea a seguir en su trabajo cinematográfico. La situación de Guido es idéntica a la de Fellini, a punto de arrojar la toalla tras el éxito planetario de La Dolce Vita.
Visconti fue mucho más sutil en su autobiografía oculta, quizá por eso El Gatopardo, pese a cosechar la Palma de Oro en Cannes, queda en la memoria como una perla clásica, lineal y sin muchos quebraderos de cabeza. El milanés era el Príncipe de Salina, último héroe de un universo en vías de extinción a enterrar por los jóvenes, herederos sin la fuerza de los nobles de antaño. Los leones y los gatopardos serán reemplazados por hienas y chacales, encargados de forjar la nueva época y controlar el caos.
Visconti y Fellini no se hablaban desde el Festival de Venecia de 1954, cuando se enfrentaron con Senso y La Strada y del que salieron ambos sin el máximo galardó al contraponerse en lo ideológico y desencadenar una batalla cultural bastante más profunda que las de nuestro siglo. En 1963 la situación era idéntica y sólo pudieron entenderse, no sin antes negociar, gracias a Claudia Cardinale, rubia en El Gatopardo, morena en 8 1/2, moneda de cambio en la primera para el triunfo de la burguesía y paradigma de pureza en la segunda mediante el blanco y negro de Giuseppe Rotunno.
Fellini decidió no doblarla al enamorarse de su voz rauca, de fumadora empedernida, un contraste con toda la luz que emanaba. Visconti le otorgó un rol preponderante, pues si bien fue el trueque para el cambio de turno, asimismo devino el deseo entre lo viejo y lo nuevo, exhibido con un esplendor irrepetible en ese baile conclusivo de 45 minutos antes de la oscuridad en un callejón de Palermo.
Con los años, Luchino Visconti y Federico Fellini, quizá sabedores de haber sido dioses en ese breve suspiro cultural antes de la homologación global del 68, se reconciliaron y volvieron a ser buenos amigos en el otoño de sus carreras.
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