Red de Literatura y Cine
("Cuento del pleistoceno" es el título no oficial de un cuento que no tiene título, pero que con esa pista espero dar algunos vislumbres del periodo en que se desarrolla. Esta es la primera entrega.)
Abrió los ojos. Descubrió a su alrededor la penumbra y movió su cuerpo con inquietud. Poco a poco recobró la conciencia de sus miembros y logró percibir que una de sus manos se aferraba a un mechón de pelo que sobresalía de la piel del animal con que se cubría. Lentamente soltó el mechón, áspero y húmedo, y estiró el brazo hasta que la trayectoria de sus dedos fue interrumpida bruscamente por la aspereza de la piedra. Unas gotas de agua que brotaban del muro se quedaron suspendidas en las yemas de sus dedos. Se los llevó a la boca y los lamió. Estiró el brazo de nuevo y esta vez dejó que toda la palma de su mano se humedeciera con esas gotas de agua fría. La lamió con avidez y se incorporó. Al fondo de donde se hallaba, descubrió una luz clara y azulada, como la que siempre había visto despuntar cuando en esa región de páramos y cuevas se anunciaban las lluvias. Apartó de sí la piel que le cubría, se incorporó y caminó torpemente hacia la luz. Sus pies removieron a su paso las cenizas del fuego del día anterior. Los demás dormían todavía: cuerpos semidesnudos apretados unos contra otros, bajo esas pieles gruesas de animal, en pequeños grupos al fondo de la cueva unos, mientras otros preferían el fresco que anunciaba la boca de la cueva.
Salió. La luz lastimó sus ojos y se llevó las manos a la cara, como si le hubiera sorprendido una visión inquietante. No parecía haberse evanecido del ambiente el horror que los había turbado hasta hacía tan poco. Despacio, se descubrió nuevamente y miró el páramo, apenas salpicado de arbustos, perturbado en su desolación por un riachuelo silencioso y las lejanas cimas de las montañas entre la bruma. Parecía como si después de un cataclismo una insondable fuerza hubiera cincelado de la piedra bruta las siluetas que tenía frente a sí. Era ésta una tierra balbuciente, nueva, borrada de su conciencia toda memoria convulsa, asombrada de su propio nacimiento. Todo estaba en silencio, como en el momento previo a arrojarse al abismo.
Un ruido le distrajo. Movió su cabeza como había visto hacer a los animales cuando los sorprendían entre los arbustos, y descubrió que uno de los suyos estaba en cuclillas, no muy lejos de ahí, bebiendo agua del riachuelo, haciendo un cuenco con sus manos. Era aquel a quien todos obedecían. Caminó con torpeza hacia él, pero éste, en cuanto descubrió su presencia, con un alarido le indicó que se fuera (aún tenía presente en su memoria confusa el horror que había desembocado en el entierro reciente. Sorbió agua de nuevo y buscó la mirada de quien había intentado acercarse a beber del riachuelo: por un motivo que no se atrevía a confesarse a sí mismo, la desazón y la ira que había sentido durante el horror aquél la depositaba ahora en quien permanecía entre ellos). Sus ojos se encontraron. Una vez más intentó acercarse a beber agua, pero el otro fruncía las cejas y agitaba los brazos, arrojándole algunos guijarros (después de aquello le temía: su lugar había estado siempre en la cueva, después de que sólo demostrara su absoluta incompetencia en la ciénaga, y por eso entre todos le habían conferido ese otro poder, del que dependía la subsistencia del grupo. Pero ahora era distinto: el miedo soterrado a que con aquella muerte hubiera adquirido mayor poder, incluso superior al suyo. Y ahora le arrojaba guijarros: temía la proximidad de esa fuerza desconcertante que no sabría cómo enfrentar, y que sin embargo odiaba).
Al ver que se le rechazaba, se alejó. Le dolían las rodillas cuando caminaba y arrastraba los pies. Con dificultad, subió una ligera pendiente del terreno, no muy alejada de la cueva donde los demás aún dormían, y sintió que de sus ojos brotaban lágrimas. Palpó con movimientos burdos su propio rostro y al sentir húmedas sus manos, las lamió. Había querido tomar agua del riachuelo, pero se lo había impedido aquel ante quien los demás se mostraban sumisos y seguían obedientes a la ciénaga. Aquel que cierta vez le había obstruido el paso con una lanza cuando intentó acompañar a los hombres a ese pantano, porque sólo había logrado atascarse en el fango y entorpecer a los demás; su lugar no estaba en la ciénaga sino en la cueva, con las imágenes animales que emergían cabalgando de sus manos a la piedra; era ése su sitio indisputable donde todos le tenían respeto y miedo. Pero fracasó la vez que intentó sumarse a los demás; desestimó la precariedad de sus limitaciones físicas. No podía correr con la fuerza que exigía esa serie de difíciles proezas, no pudo empuñar la lanza, menos aún arrojarla al tiempo que aquella colosal bestia blandía su trompa entre sus colmillos ensangrentados. Pero a ella sí le permitían asistir, hasta antes de encontrarla inerte cerca del desfiladero, cubierta de sangre. Ella guiaba los fuegos fatuos en la cueva antes de que el grupo partiera a la ciénaga; su poder era temido por los demás.
Llegó hasta la cima de la pendiente y encontró la sepultura. Las lágrimas brotaron de sus ojos con mayor violencia y no lograba comprender por qué al tiempo que las lamía y deseaba tomar más, experimentaba también un intenso dolor en el pecho. Ante la sepultura, se sentó en cuclillas y empezó a balancear su cuerpo a la vez que gemía. Ella parecía dormitar. La cubría la sombra de los omóplatos del animal que habían matado y que los mayores del grupo habían colocado a poca distancia sobre su cuerpo, como una techumbre de huesos. Parte del polvo rojo que habían espolvoreado en su espalda se hallaba disperso por el viento. Gimiendo, acercó una de sus manos al cabello de ella y, con brusquedad, agitó su cabeza. Ella no se movió. Conservaba intactos la punta de lanza que le habían colocado en el mentón, los tendones de animal con que habían amarrado sus antebrazos, y el puñal de piedra entre sus pantorrillas. Porque habían temido que volviera, que se incorporara y andara de nuevo.
Continúa....
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