El alma no tiene sexo (Cuento) Por: Esteban Herrera Iranzo. Nadie podía imaginar lo que sucedería aquella noche cuando Enasio Del Villar entró a la iglesia de San Benito, un pueblo rivereño del Carib…

El alma no tiene sexo (Cuento)

Por: Esteban Herrera Iranzo.

Nadie podía imaginar lo que sucedería aquella noche cuando Enasio Del Villar entró a la iglesia de San Benito, un pueblo rivereño del Caribe colombiano al que había llegado un par de horas antes.
Su rostro fileño y de un semblante que reflejaba tristeza y la complexión de su cuerpo alto, delgado y de un vigor como el de alguien que no llega a los treinta abriles, no mostraban mayor diferencia con los de algunos campesinos que desde sus bancas escuchaban la misa.

Por eso cuando tomó por el corredor del centro virando la cara hacia uno y otro lado, como si estuviera buscando a alguien, nadie tuvo la intención de fijarse en él. Félix De Ossua y Melissa Ibáñez, que se encontraban en la primera fila, apenas lo miraron cuando se sentó en un espacio que había al lado de ellos. Y era lógico, no lo conocían. Él, en cambio, los había buscado durante años por muchos pueblos de la región que resultaban siempre no ser el que llevaba en su mente. Más, en Santa Anita, un corregimiento de uno de ellos, al que algunos pueblerinos le habían aconsejado visitar, el párroco, reverendo García Mazquita, le había enseñado un acta de hacía treinta y un años que daba fe de un matrimonio entre Félix De Ossua y Yolanda Montes. Esto dejaba claro que sus recuerdos no eran fantasías como solían decir cuántos lo conocían e incluso el reverendo García Mazquita cuando él, momentos antes, le había hablado del caso: “Yolanda Montes era hija única de Eustasio Montes De Cabral, un ganadero de prestancia en el pueblo que había fallecido de un infarto del miocardio dos años después de ella casarse con Félix de Ossua, un hombre presuntuoso y lleno de deudas del que él no gustaba”.

Ese día caminó el pueblo calle por calle y casa por casa en busca de Félix De Ossua con la certeza de que iba a encontrarlo con Melissa Ibáñez, la mujer a quien esté amaba a espaldas de Yolanda Montes, pero nadie pudo darle una razón. Algunos recordaban al matrimonio Ossua – Montes pero no tenían la menor idea de quién era Melissa Ibáñez, ni siquiera recordaban haber oído el nombre antes.

Fue tal su decepción por este incidente que había decidido abandonar la búsqueda y entregarse de lleno a unos estudios de espiritismo que desde hacía algún tiempo venía realizando en una que otra escuela de ciencias ocultas de su Barranquilla natal.

Pero aquella mañana el reverendo García Mazquita lo llamó a casa para decirle que desde hacía dos semanas se hallaba de párroco de San Benito y allí había conocido a Félix De Ossua. – Tenga cuidado, Enasio, no vaya a meterse en un problema; ese hombre es muy respetado aquí y ningún peso tendría su palabra contra la de él -, le dijo.
– Descuide, reverendo. ¿Y Melissa Ibáñez? ¿Vive con él?
– Pues sí. Con ella viene por las noches a la misa de siete.
– Bien, iré para allá hoy mismo.
– Bueno, eso es problema suyo. No vaya a olvidar cual fue nuestro acuerdo.
Mas él no estaba dispuesto a cumplir ningún acuerdo. – ¿Cómo podía el reverendo García Mazquita pedirle que callara algo que los dos sabían que era cierto solo porque a la Iglesia no le parece? Tampoco le importaba el que su palabra pudiera o no valer contra la de Félix De Ossua pues él no pensaba exponer el caso como prueba alguna ante nadie y menos cuando Yolanda Montes no había dejado herederos. A él solo le interesaba impedir que aquellos siguieran con las suyas. Así que fue a su alcoba, sacó del escaparate un revolver que tenía en él y se lo echó a la cintura.

Miró con el rabo del ojo la cara de Félix De Ossua, que lucía concentrado en la misa, y luego lo miró al cuerpo. Le pareció que aún conservaba aquel físico elegante y de apariencia sobria con el que hacía algo más de tres décadas había cautivado a Yolanda Montes hasta lo más profundo de su ser. Sintió que sus piernas desfallecía, que de no ser porque estaba sentado iría de bruces al suelo.

Llevó la cara a un lado, secó con disimulo dos lágrimas que corrían por sus mejillas y se mordió los labios con una rabia que no podía contener.

Aprovechó que aquel inclinó el cuerpo ligeramente hacia adelante para clavar la mirada en Melissa Ibáñez. Vio que no había perdido aquella belleza de niña ingenua de cuando Félix De Ossua la llevó a casa de Yolanda Montes con la mentira de que era una prima que acababa de llegar de la capital y no tenía donde quedarse. Le provocó agarrarla por el cuello y hacerla pedazos. ¿Qué otra cosa podía merecerse una mujer que se había prestado para una farsa que llevaba en el vientre la intención más perversa contra una dama cuyo único pecado era amar a Félix De Ossua por encima de todo, aun de la memoria de su padre que tanto aseguraba que no era más que un interesado que pretendía vivir de unos bienes que no había trabajado?

El reverendo García Mazquita, que acababa de verlo, terminó la misa y se retiró del púlpito con el rostro temeroso, como si presintiera que algo malo podía suceder.

Los feligreses se levantaron y echaron a caminar hacia la puerta. Félix De Ossua y Melissa Ibáñez se levantaron también e iban a dar la espalda cuando él, que ya estaba de pies, puso una mano en el hombro de aquel. – No tan de prisa, Félix. Tú y yo tenemos algo de qué hablar -, dijo mirándolo con unos ojos plagados de odio.
Félix De Ossua lo miró sorprendido. Cómo era posible que un joven a quien jamás había visto se atreviera a hablarle en una forma tan confianzuda y grosera -, se dijo mientras estiraba su chaqueta con ambas manos para enseguida abrocharse uno que otro botón. – ¿Qué quiere? -, le preguntó en un ademán de desprecio.

– Recordarte algo que seguramente has olvidado -, respondió él – Tal vez no estés muy interesado en ello, hoy lo tienes todo, por supuesto, entonces para qué perder el tiempo en cosas que ya quedaron atrás ¿Cierto?
Félix De Ossua y Melissa Ibáñez se miraron las caras preguntándose qué sería lo que él había querido decir con esas palabras.

– No sé de qué habla, amigo. Usted debe estar confundiéndome con otra persona –, dijo Félix De Ossua con una sonrisa mientras tomaba por el brazo a Melissa Ibáñez. – Me excusa pero debo irme –, agregó.
Pero él volvió a ponerle la mano en el hombro. – Me refiero a “tus bienes”, a esos que le robaste a Yolanda Montes cuando estando en cama, desahuciada por el cáncer de colon de que padecía, cargaste en tus viles brazos hasta el baño y allí, sin ningún escrúpulo, golpeaste su cabeza contra la bañera y la dejaste abandonada para que todos creyeran que había sido un accidente.
Señaló con la mano a Melissa Ibáñez – Y todo con la complicidad de esta maldita que lo presenció todo sin la menor intención de detenerte.

Miró a uno y otro con un movimiento de ojos muy rápido. – No pudieron dejarla morir en paz sino que tenían que matarla para iniciar cuanto antes la gran vida que hoy llevan.
Félix De Ossua y Melissa Ibáñez se miraron con los rostros empalidecidos por un interrogante ¿Cómo podía ser que alguien tan joven supiera con todo detalle algo que había sucedido hace 28 años, cuando ese día solo estaban en la casa ellos y Yolanda Montes y las puertas estaban cerradas con llave para que nadie pudiera enterarse del plan?
– ¿Quién es usted? -, preguntó Félix De Ossua.
– ¿Qué puede importar quién soy? ¡Fui Yolanda Montes!
Félix De Ossua y Melissa Ibáñez lo miraron de pies a cabeza y luego se miraron entre sí con una sonrisa incrédula.
Pero él, muy seguro de cuanto había dicho, llevó la mano a la cintura y sacó el revólver.
-¡El alma no tiene sexo! –, dijo antes de disparar dos balas que segaron sus vidas.

FIN.

 

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