Red de Literatura y Cine
50 años sin Bruce Lee: coreógrafo de la patada en las costillas
Fue actor antes que luchador y bailarín antes que actor, protagonizó los éxitos más inesperados de la historia del cine y cambió para siempre la manera en que el cine representa el combate.
La pregunta, en realidad, no es "¿Quién fue Bruce Lee?" sino, mejor, ¿quién es? En el imaginario de cualquier babyboomer en pie, la respuesta es fácil: se trata del responsable de la cicatriz que aún perdura en la frente por culpa de un nunchaku casero no debidamente testado. Para el cine en general, estamos ante el mayor mito que ha dado jamás el cine de artes marciales.
Lee fue el responsable de que el más improbable de los géneros cinematográficos abandonase el gueto de las extravagancias, las poluciones de adolescencia y los placeres quinquis de extrarradio para convertirse en uno de los pilares del cine de acción.
Y ahí sigue, incorrupto. El 20 de julio se cumple medio siglo de la muerte a los 32 años del hombre nacido como Lee Jun Fan Yuen Kam el año del dragón a la hora exacta del dragón (una jugada del destino, sin duda).
Moría por culpa de un edema cerebral supuestamente producido por una alergia a un analgésico (eso o la conspiración que más guste) y lo hacía seis días antes de que se estrenara Operación Dragón (Enter the Dragon, 1973), la más célebre y rentable de cuantas películas ha dado jamás la serie B en cualesquiera de sus formas.
Bruce Lee solo completó cuatro películas y la frase "Quién ganaría si se enfrentaran Bruce Lee y..." sigue siendo el principio de una conversación por fuerza interminable.
Como suele ser habitual cada vez que alguien pronuncia la palabra Grindhouse o cine de explotación, el primero en volver a recordarnos que es imposible olvidar a Lee es Tarantino. Aunque de forma algo incomprensible, lo obvia en sus Meditaciones de cine (solo lo cita en el capítulo dedicado a La Fuga de Alcatraz para señalar que su muerte prematura evitó que usurpara a Bronson y Eastwood el trono de la época de las vengazamáticas), el director de Pulp Fiction hizo de él un personaje para la polémica en Érase una vez en... Hollywood tras exprimir la leyenda del mono amarillo en Kill Bill.
El retrato que hace de Lee como un tipo arrogante y algo ridículo en la primera de las películas citadas, en la que aparecen como personaje interpretado por Mike Moh, enfadó a la viuda de la estrella en la misma medida que puso de los nervios a todos aquellos que aún lucen la cicatriz en la frente como una insignia al valor, al valor de la estupidez.
Pero más allá de la citas y homenajes tarantinianos como pruebas de que tanto el mito como la pregunta sobre quién vencería en un supuesto enfrentamiento entre cualquiera y Bruce Lee no envejecen, lo relevante es lo que su forma de entender y coreografiar las escenas de lucha han significado para el cine comercial actual.
En efecto, el arte marcial de su invención, el jeet kune do, que él mismo definía como "una expresión suave y rítmica de aplastar al tipo antes de que te golpee con cualquier método disponible" y que básicamente consiste en no renunciar a nada si resultaba fotogénico, dio a las escenas de acción una plasticidad, un poder y una armonía que se ha convertido en la regla. Bruce Lee consiguió que la elasticidad -trámite la célebre transubstanciación en agua ("Be water")-, que el sentido del ritmo en el intercambio de golpes con el enemigo y que la identificación del público con el personaje protagonista alejara al género de la brutalidad más tosca o de la simple irrealidad.
Cuando todas las películas de acción hoy buscan la sensación física del golpe como prueba de certidumbre, como bálsamo contra la artificiosidad de lo digital, Lee renacido es el patrón oro. Las artes marciales dejaron de ser de su mano un misterio sólo al alcance de iniciados para convertirse en un misterio exactamente igual pero de consumo masivo. "No temo al hombre que puede dar 10.000 patadas diferentes, sino al hombre que ha dado una patada 10.000 veces", es una de sus frases mesméricas que, en su extraña rotundidad, acierta a describir el secreto y sentido del más gozoso entretenimiento.
Repasar la biografía de Bruce Lee ofrece bastantes claves para entender la universalidad sobrevenida de un hombre con tan solo cuatro películas en su haber (sin contar las 18 que hiciera previamente en chino). Nacido en San Francisco durante un viaje de trabajo de sus padres (su progenitor era cantante de ópera cantonesa), la nacionalidad estadounidense le facilitó posteriormente todos sus quehaceres cinematográficos. En Hong Kong, empezó a trabajar como actor desde muy niño y su relación con la lucha y las artes marciales vendría muy posteriormente y, todo sea dicho, de manera irregular y poco ortodoxa.
Era intérprete y genio antes que solo luchador. Su biografía sólo reconoce unas lecciones del arte marcial conocido como wing chun con 13 años cumplidos como única formación de base. Cabría añadir que si en algo fue experto el joven Lee antes que en la lucha fue en el baile y, más concretamente, en el chachachá.
Llegó a ser campeón de Hong Kong en el ritmo cubano y buena parte de su viaje en barco de vuelta a Estados Unidos con 19 años se sufragó con las clases de danza ofrecidas a sus compañeros de viaje. Acto seguido, estudió filosofía en Seatle, se casó en 1963 con Linda Emery y abrió su primera escuela de jun fan kung fu.
Primero rodó Kárate a muerte en Bangkok (The Big Boss, 1971) de la mano de los estudios Golden Harvest. Costó poco, fue rodada en Tailandia y consiguió una fortuna en los cines de Hong Kong. Le siguió Puños de furia (Fist of Fury, 1972) donde Lee lideró una auténtica revolución kung fu que, de nuevo, batió todos los récords de taquilla. Dos de dos.
Fue entonces, cuando, el siempre inquieto aprendiz de estrella fundó sus propios estudios y él mismo escribió, dirigió e interpretó El furor del dragón (Way of the Dragon, 1972) una inabordable y perfecta pieza de cine de barrio con olor a ozonopino con su clímax en mitad del Coliseo romano. Ahí se las veía con nada más y nada menos que Chuck Norris y... ya se imaginan quién ganó.
Sólo faltaba su definitivo salto al gran Hollywood y, de paso, a la posteridad. Y ahí es donde apareció la Warner y la algo más que solo mítica Operación dragón (Enter the Dragon, 1973).
Enter the Dragon, pese a no ser la mejor película de su estrella, se convirtió en un éxito mundial, hizo que Golden Harvest, coproductora con Warner, inundara las pantallas del universo con el nuevo género de moda y convirtió a Lee en un James Dean incorrupto. Más de 20.000 personas acudieron a la capilla ardiente a rendir honores y Game of Death, el gran proyecto inconcluso de Lee y en el que él mismo dejó rodadas las escenas de lucha, se terminó con dobles y máscaras ad hoc para solaz de los que aún lucen cicatriz en la frente. Y para los que no.
Pero más allá del memoralibilia, el mito y sus revoluciones, lo que dejó Lee es un modo de entender la acción rastreable hoy mismo en los momentos más turbulentos de la saga Bourne en igual medida que en cada una de las entregas de Misión Imposible sin olvidar lo mejor de todas y cada una de las peleas de todas y cada una de las películas de superhéroes.
Recientemente, Netflix estrenaba la segunda entrega de Tyler Rake protagonizada por Chris Hemsworth y en los gestos de una lucha que intenta convencer al público de su fisicidad, de su certeza y de su músculo se adivina transparente el legado del primer hombre que entendió que la verdadera pelea empieza en la mente
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