(Picasso)

ABURRIMIENTO

Despiertas con dolor de cabeza, con recuerdos vagos de la noche que apenas ha terminado. Te parece que por la habitación cruzan trenes ruidosos, bullicio sólo en tu sensación.
Vas al espejo y está roto en fragmentos. Tu rostro tiene los rasgos en trozos: un ojo aquí, enrojecido; la boca abierta para que salga el asco. Te peinas con desgano y el espejo se ha multiplicado. Afuera se escucha el movimiento de la ciudad despierta.
Y eres esta mujer, acomodada en la vida.
Al lado en la cama duerme tu marido, y ronca como tú lo haces siempre. Ya no te interesa, quizás a él tampoco.
Los dos hijos han de estar ya en la escuela. No tuviste ánimo para despedirlos en la puerta. Te duele el cuerpo entero después de esta noche sin tregua en el restaurante adonde llegó la rubia desteñida, delgada. No como tú que has engordado de tantas buenas comidas en el rutinario lugar de la cena o el agasajo.
La mañana se ha vuelto una prolongación del tiempo igual, siempre amaneciendo inocente por la casa ordenada.
Te levantas de la cama y te mareas. Con esfuerzo logras el equilibrio. Allí están las cosas que parecen pintadas en las paredes: la silla no se mueve en muchos años, los cuadros con pinturas reproducidas al infinito tienen señales de moscas muertas.
Vienen algunas imágenes de la noche en la tasca, con el amigo de tu esposo, halagándote. Tenías un vestido nuevo y llamativo. Eso pensabas ayer antes de salir. Tu cuerpo parece tenso y abultado, como las ventanas y el armario tallado. Todo es grande y grasiento. Has querido ser artista, pintar las imágenes de los lugares del entretenimiento cotidiano, darles tu carácter personal.
Nunca puede abordar la creación.
La rubia desteñida que llegó al restaurante es delgada, y su traje le va bien a la figura larga en la fotografía de tus ojos de alcohol y cigarrillos. Esa mujer con el sombrero verde, cargada de adornos. Y su compañero parecía amarillo y la tomaba por la cintura y la besaba en el cuello. No es rolliza como tú. Quizás se crea bella. Dices que es vanidosa y estás satisfecha de no ser como ella. Tus labios se ensanchan y el vino te aturde.
Te sentiste humillada por no tener sombrero ni un vestido ceñido al cuerpo. Tu largo traje azul es envolvente y la figura no tiene contornos. Es un abrigo de invierno en pleno verano. En cambio, la rubia se da aires de dama y finge delicadeza.
La sagrada cólera.
Costó llegar a la casa. Lo sabes después cuando tu esposo te ayudó a desvestirte. Ahora estás en la realidad familiar y te vistes para dormir. ¡Cuánto sueño!
Crees haber visto alrededor de la cama los objetos en movimiento. Y eran de carne, rosada y abundante. Eras cada vez más grande y tus brazos parecían barcos.
Cuando regresó a su tamaño natural pudo ver el entorno. Todo está igual, familiar. Apenas recuerdos imprecisos: el amigo de tu esposo tocó con su pie el tuyo, y te miraba con fijeza. Nada dijiste y nada pasó.
Estás en el inicio de lo cotidiano. Cosas buenas que te dan asco. El sonido de la calle, los ronquidos de tu esposo a las ocho de la mañana, los hijos ausentes, gordos y satisfechos.
Te preguntas si has comido demasiado la noche pasada. Es un remolino de sensaciones y pensamientos arrugados en la garganta. Es la tristeza.
Alguien te había dicho que eras bella y se insinuó con el roce de su pie. Lo demás era la rubia delgada y con un sombrero verde.
Si hubiera visto la luna esa noche...

La alta luna solitaria y dueña. Redonda, sí.