Alejo Carpentier y la concepción de lo “real maravilloso americano”


Uno

En el prólogo a su novela El reino de este mundo, Alejo Carpentier realizó un singular ajuste de cuentas con la estética surrealista y su propio pasado intelectual. Su amigo, el poeta francés Robert Desnos, lo había presentado ante el gremio presidido por André Breton en el París de los años 30’, y fue invitado por éste a colaborar con el principal órgano del grupo: La revolución surrealista.

Ese prólogo fue una especie de manifiesto personal en el que el autor cubano expresó con énfasis su nuevo credo americano, erigido como contraposición al tratamiento que en el Viejo Continente estaba teniendo la creación artística y literaria, vinculada a las categorías estéticas de lo extraordinario, lo sobrenatural y lo maravilloso. La tesis que allí se emite, con motivo de la publicación de una novela contextualizada en un ámbito latinoamericano y caribeño, es altamente sui generis.

De lo que se trataba en esencia, era de justificar un salto geográfico de tal magnitud y lugar que, alejándonos de Europa, lograra un cambio fundamental de cosmovisión y circunstancia para el creador de formación u origen europeo, el cual lo fijara a otra tradición literaria e idiomática; a un folklore, a una tradición oral, a una naturaleza irredenta, a otra historia y otro tipo de sociedad. Carpentier esperaba que ese desplazamiento radical traería consigo inevitables consecuencias teóricas -a la hora de explicar y relacionarnos con la literatura y el arte, o al referirnos a la propia Europa-, al poner de manifiesto la crisis que rondaba allí a la creación, ya fuera en su vertiente realista, o subreal. Es decir, el escritor intentaba superar el viejo pensamiento cultural y literario, del cual, él mismo había sido parte, y en el que fuera rigurosamente formado, por medio de la relocalización definitiva de su obra y pensamiento en un nuevo contexto latinoamericano.

En América, un continente recién abierto a la investigación teórica y a la literatura, se nos entregaría la extraordinaria posibilidad de expresar un realismo de nueva hechura; un realismo ideado para ser contrafigura de la vieja y abstracta razón estética de la que pecaba Occidente. Europa, ante los ojos de Carpentier, era un continente lastrado por presupuestos estéticos excesivamente intelectuales, los cuales, debido a una larga tradición mental, distorsionaban y oscurecían los espontáneos vínculos del pensamiento con la vida. Europa sufría así de un metódico racionalismo de raíz cartesiana, que perdía cada vez más fuerza ante al vitalismo sin ribetes que portaban los mundos recién emergidos. América se convertía, de hecho, en una región donde el significado sociocultural del mito y el valor virtual que poseen lo sobrenatural y lo maravilloso, podría llegar a ser completamente reformulados por el artista.

Refiriéndose, en el citado prólogo, a su viaje a Haití, realizado en los años 40’ del siglo pasado, y a su estancia en la mítica ciudadela de La Ferrière, nos cuenta el escritor, devenido en emisor de una singular propuesta estética:

“Había respirado la atmósfera creada por Henri Christopher, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas”.

Para sentenciar a continuación: “A cada paso hallaba lo real maravilloso.”

Carpentier proponía, paradójicamente fiel a su formación intelectual y a su deuda personal con los surrealistas, resolver, en el Nuevo Mundo, el dilema que ese movimiento estético se había propuesto en Europa en el período de entreguerras: redefinir desde una realidad abierta a la imaginación, el marco fundamental de acción del hombre así como el significado objetivo de su creación. Su crítica al surrealismo no consistía necesariamente en una negación de sus postulados doctrinales básicos. Era, más bien, la crítica a una época desprovista, por la excesiva cotidianidad de sus eventos, de toda grandeza, de toda circunstancia maravillosa, y, sobre todo, carente de un tipo de ser humano que, en la plenitud de sus recursos, fuera capaz de percibir lo sobrenatural, lo inaudito, para convertirlo en sustancia de su creación y presencia en el mundo. El escritor nos vuelve a decir en su despiadada crítica a la imaginación europea:

“Lo maravilloso, obtenido como trucos de prestidigitación, reuniendo objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo. Pero, a fuerza  de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas”. 

Dos

Lo que a todas luces se puede apreciar en Europa es el predominio de la tradición cultural sobre la creación literaria. Los originales vínculos del pensamiento con la vida pasan allí a través del filtro de una civilización milenaria, y de una razón y una psicología educadas por siglos de formación filosófica. Incluso pretendiendo el artista o el intelectual, el realismo estético o el naturalismo filosófico, no puede el pensamiento abordar la realidad si no es mediante pautas y paradigmas teóricos previamente configurados. Sobre todo en Francia, el enorme peso de la tradición literaria, hace sentir sus imperativos efectos sobre el lenguaje. Por eso, a la hora en que el creador de lengua francesa pretende innovar, no puede dejar, en la práctica, de repetirse.

Esos fueron, en cierto grado, los problemas a los que se enfrentó el movimiento surrealista, entendidos como cuestiones correlativas a la cultura humana. Mas, el retorno a la imaginación libérrima y al fundamento gregario de la poesía, no fueron meras propuestas de intelectuales ociosos, concebidas para un domingo de esparcimiento. Eran, por el contrario, intentos de rehabilitación de formas fundamentales de actividad cultural desgraciadamente perdidas, donde al hombre le fuera permitido reencontrarse con sus semejantes en la dimensión sublime del amor y la virtud del arte. Un reencuentro con la naturaleza, concebido, además, como ingenuidad y como asombro. Un destino humano no ajeno a la grandeza que hay en la comprensión de lo maravilloso, y una intelección estética nacida del encontronazo con lo extraordinario. Para los surrealistas, la crisis de la imaginación fabulosa era la crisis del hombre, de su civilización.

El surrealismo fue un gran proyecto humanista surgido en los primeros años de la primera postguerra europea, a escaso tiempo del acceso del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania, tiranías que sí fueron padecidas por ellos, y donde más de un surrealista sufrió persecución y muerte en los nefastos tiempos de  “los  reyes crueles” y la ocupación militar de Francia. El fascismo engendró tortuosas pesadillas y legó a la humanidad todo el horror que puede haber en una memoria de cadáveres calcinados.

Aunque no siempre la actitud de Carpentier fue tan negativa frente al legado estético y moral de sus antiguos correligionarios, curiosamente, en otras ocasiones, fue apologético. Pero, llevado en el citado prólogo a expresar con énfasis su nuevo credo americano, como solución a los dilemas que, en Europa, los mismos surrealistas admitían difíciles de solventar, se dejó tentar por la debilidad que padecen todos los manifiestos, y fue en él demasiado humoral y categórico.

De algún modo, los surrealistas, por paradoja, en su manifiesto afán de querer “cambiar la vida”, deslindaron con más fuerza las diferencias sustantivas que separan al arte y al pensamiento de la vida. El arte, la poesía, conforman un nivel de las relaciones del hombre con su entorno, modos de una actividad, aunque existen otras. Y es verdad que el arte, concebido en estricto, no “cambia la vida”; sin embargo, puede cambiarnos la vida al dedicarnos a él en nuestra humana dimensión individual. Hay un realismo posible del mismo modo que hay un arte posible, que está llamado a capturar las esencias del mundo y ahondar en nuestras relaciones con él. El arte, aunque no puede crear lo absoluto, puede dar privilegiado testimonio de nuestra creencia en lo absoluto, como la esfera primada del espíritu; como concepción comunicada al resto de los hombres, de aquello que fue un día el sueño, la pesadilla, o la obsesión del artista.

El arte, es una relación en específico con la naturaleza motivada por un propósito: encontrar un significado capital de la existencia, como respuesta a la finitud de la vida individual. El arte original se encuentra, por ende, muy ligado al problema universal de la salvación personal. En la Modernidad el arte opera desde el mismo lugar que fuera ocupado, en antiguas épocas, por el mito. El arte es una suerte de sacerdocio, condición desde la cual el artista comulga frente al mundo y reinstaura, sólo por un momento, al mito. Pero el arte no es Mise en scène, es la misa original, rediviva, plasmada en tiempos de la soledad original de los apóstoles. Por eso es que se entiende, que la crisis del mito en Occidente traiga aparejada consigo una crisis de la creación. Aunque la crisis del mito no deja de poseer un contenido histórico: el desarrollo de la propiedad privada, las divisiones sociales del trabajo, el trabajo y el pensamiento especializados, crearon un nuevo tipo de sociedad que hacía de la funcionalidad, la eficacia y el beneficio, el rasero de su sentido común y significado de la existencia.

El arte, hasta ahora, nunca ha procedido como organizador social ni como hacedor de la ley. Los poetas legisladores pertenecen al arcano sueño medieval. Un Alfonso X es irrepetible en el contexto de nuestras actuales instituciones. Mas, no es tampoco conveniente que la razón mitológica y la razón de Estado anden juntas. Cuando eso pasa -y de hecho pasó en el siglo XX- vemos el absurdo convertido en Filosofía de Estado, y el curioso dato de la rehabilitación de la antigua Orden de los Caballeros Teutones en Alemania, como parte del constructo ideológico del nazismo. Porque el mito, como la locura, amenaza desde adentro a la razón increíblemente menesterosa de Occidente. Y los modernos no han sabido comportarse adecuadamente frente a la locura -el mito- como lo hicieron los antiguos teólogos, que estudiaban con reverencia la razón divina y hablaban, a la vez, de la locura de Dios.

El surrealismo fue la última ola romántica que sacudió con fuerza a un Occidente dormido en su largo sueño tecnológico. Ellos, a la manera de los poetas supersticiosos, creyeron en el valor fundacional del azar, en los juegos de abalorios y en los golpes de dados. La conjunción de una máquina de coser y un paraguas, colocados sobre una mesa de disección, no era sólo una alegoría, una conjugación posible, construible, era un llamado al juego. En la vida corriente abundan esas composiciones extraordinarias, sobre las cuales los surrealistas quisieron atraer nuestra atención. Lo insólito puede también suceder mediante el acoplamiento de realidades distantes -heteróclitas- que un día el azar reúne, para que nos demos cuenta, que eran en realidad fragmentos de una poética en ciernes, hijos de la posible belleza que poseen los encuentros fortuitos, los acercamientos imprevistos; cualquier ejercicio casual que engendra, por contagio, una causalidad sin funcionalidad alguna, sin eficacia, porque se agota en el despliegue rememorativo de nuestro hermoso abanico hiperestésico.

Ni Breton, ni ninguno de sus más cercanos correligionarios, fueron embaucadores que pretendieron innovar, realizando en realidad funciones de aprendices de brujos. Fueron hombres de ética e ingenio, abocados a una situación extrema: restablecer, a través de la imaginación desbordante, la credibilidad en los antiguos valores de la civilización europea, y, a la vez, luchando contra un presente histórico seriamente problemático: el presente construido desde la razón tecnológica, como vehículo de confort, dominación y control sobre el ser humano; el presente de las fuerzas inciertas que amenazan al hombre con su exterminio, desde el border line de la locura patológica, evidenciada en el mito cultural de los más fuertes, los más aptos, los elegidos, la superioridad racial, el odio y la violencia.

Los surrealistas buscaron, desesperadamente, una poética de lo absoluto para, desde ella, rehabilitar la leyenda humana, políticamente siempre contestataria e irreverente. Aunque es cierto, la labor que, en gran medida, ellos emprendieron fue arqueológica, al ponerse a excavar en el subsuelo donde se encontraban depositados los antiguos valores de la Edad Media, y la visión que de éstos tenía el temperamento romántico de los siglos XVIII y XIX. Fue como un rondar entre las ruinas, un desenterramiento nocturno y apresurado de arcanos conceptos, invocando, con nostalgia, los oscuros fantasmas del pasado, aunque también -debo decirlo- a los demonios del porvenir, productos, estos últimos, de las calderas humeantes de la maquinización extensiva y de un capitalismo financiero multinacional, a ratos delirante. El desarrollo sin paralelos, como el sueño legendario de la industria, puede también engendrar monstruos, dijo hace casi doscientos años, Francisco de Goya y Lucientes.

El surrealismo nos hablaba de lo maravilloso como de una vasta región imaginaria donde conviven, en desarreglo, la bella durmiente con la malvada reina; el horrible sapo y el prístino príncipe; la dulzura de una virgen y los descuartizamientos caníbales. Sin duda, los cuentos para niños de Los Hermanos Grimm  tuvieron para ellos el valor consultor de una Biblia. André Breton escribió: “La belleza será convulsa o no será”. La belleza desgarrada; la belleza sufrida; la dignidad ofendida, dolorosamente trasgredida; el monstruo sublime; la virgen blasfema; la doncella humillada; la verdad encarnecida; la pasión que deforma a los sentidos; la última visión de Dios sobre la Tierra, según Tristan Tzara, en el orgasmo apetecible de una prostituta.

Mas, el surrealismo nos hizo entender también la belleza que abunda en lo cotidiano, en los lugares más comúnmente transitados de la vida, nos facilitó su acceso y, con ello, expandió los límites del pensamiento y la sensibilidad estética. Aunque es cierto que consideraba mucho más la belleza de una mujer descabezada, que la de una mujer rubia, despeinada, a la que se le ha embarrado el cabello con azul de metileno, y ese fue el error. Hay mucha más belleza en lo común, pero con aires de fábula, que en la pretensión constante e imperativa de hacer, a todo trance, de lo real la hipóstasis de lo fabuloso. Los surrealistas no fueron siempre capaces de evitar los énfasis, olvidando con ello que el arte es, muchas veces, el arte de no enfatizar, de no tener tan en cuenta los acentos:

La mirada apacible de una blanca anciana de cejas amplias, que además es rusa; una melodía que se escucha al doblar de una esquina, como una mazurca olvidada; el olor a malvavisco un domingo de junio; dos gardenias para ti; una caja de música sobre la que un anciano descansa su valor y su fe; la luz tenue de una biblioteca en la que en su interior alguien piensa; un farol que ilumina un charco de agua, en el que se dibuja un arcoíris que acaba de pisar un carromato; la superstición de los gatos negros; el olor a pan de las panaderías; el color gris en los ojos de mi padre; un niño judío que quiere a su perro pastor, y Dios lo ignora; un dálmata que acaba de orinarse sobre mi vaso de agua; una  mujer joven que camina trasportando un violín; el matasellos de una carta que nunca fue echada; una pequeña vitrina de una calle empedrada en la que en su interior no hay nada…

Tres

No toda Europa es culturalmente museal y arqueológica, a pesar de que el capitalismo avanzado propende tanto allí, como en Norteamérica, a desarrollarse sobre la base de la aculturación y la homogenización masiva. Pero lo que hay de museístico y académico en Occidente conspira contra la imaginación.

Lo que determina el carácter unigénito de América Latina no es que sea solamente un continente socioculturalmente determinado por grandes entrecruzamientos civilizadores,  entrechoques de naciones, sobreimposición de culturas y de modelos económicos y sociales. El fenómeno social de la transculturación, enunciado por el maestro cubano Fernando Ortiz, aunque fundamental para cualquier intelección del proceso histórico vivido en América, no es privilegio exclusivo de ésta.

En Europa, en la enorme cuenca del Mediterráneo, se vivieron, en su momento, procesos de sincretismo cultural de gran intensidad. El fenómeno de la transculturación es un valor universal que se ha repetido cíclicamente en ciertas áreas del planeta y en determinados períodos de la historia. Entonces, ¿en qué radica lo insólito y lo extraordinario de América Latina, para que un importantísimo escritor lo convirtiera en lugar de promisión de su literatura, y de paso nos propusiera la peregrina idea de lo “real maravilloso”?

El continente americano es un Nuevo Mundo. Es decir, una realidad sociohistórica relativamente reciente, pues lleva pocos siglos de incorporada a la razón y al conocimiento histórico. Los procesos vividos en el Viejo Mundo, de alta intensidad simbiótica, acontecieron hace mucha mayor cantidad de años y forman parte de la historia integral, perfectamente asumida, del pensamiento, la razón y la cultura occidental. Lo novedoso en América es que nos permite ser los contemporáneos y privilegiados testigos de un proceso histórico en formación, de tal envergadura, que quizás no volverá a repetirse más en el planeta. Lo novedoso en América, es que fue, por mucho tiempo, una cultura paralela, totalmente ajena a la formación histórica y gnoseológica del mundo conocido. América, desde cierto punto de vista, sigue siendo la antesala de los que son hoy las civilizaciones completamente formadas, en las que se ha cumplido a cabalidad un destino histórico. América es un mundo todavía en vías de su mejor destino, pero que ha recibido enteramente el impacto galopante de la Modernidad imperativa, que en cierto sentido la refundó. No hay, en el universo, un territorio que reúna en la actualidad esas características tan extremadamente particulares, sobre todo en relación con la ilustrada Europa.

En Europa podemos, sin dudas, asistir a una disertación brillante, literaria o académica, realizada por un intelectual emérito, versado en el pasado helenístico y en los dioses, que, según la tradición griega, habitaron hace miles de años en la cima del monte Olimpo. En América, en la humilde población de Guanabacoa, situada en las inmediaciones de La Habana, un sacerdote negro, de la Regla de Ocha, puede invocar, en una tirada de caracoles, a los dioses palpitantes y trashumantes del panteón Yoruba, sincretizados con el santoral católico de tiempos de la Contrarreforma española. En América, nos dice en el citado prólogo, Alejo Carpentier, todavía no se ha hecho “un recuento final de cosmogonías”. Agregando que la danza, en Europa, había perdido todo carácter invocatorio, y que rara es la danza en América que no posea un hondo sentido ritual. Y en estas dos citas nos amplía:

“Y  es que por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, (…) por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de  haber agotado su caudal de mitologías”.

            “Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución”.

El escritor nos propone en ese prólogo en el que ha realizado la síntesis de su concepción de “lo real maravilloso americano”, una creencia en el milagro, una solución estética lograda por vía de la fe. Una mística de lo americano, en contraposición a los “mistificadores europeos…” Un elogio inclusive de la locura. Cito:

“Lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu  que lo conduce a un modo de “estado límite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe”.

Carpentier ha inferido que veamos, en su obra americana, un testimonio directo de esa realidad así concebida, mágicamente restaurada. O sea, la propuesta de un realismo estético “de corte maravilloso”, que tenga como base la representación fidedigna de una realidad tan singular como la del Nuevo Mundo, lo cual vendría a ser la solución realista americana frente al fallido construccionismo intelectual de lo maravilloso, llevado a cabo por los surrealistas, y por el resto de los escritores de literatura fantástica en Europa. Mas, un tipo de testimonio, un tipo de realismo, que abriera paso a una poética de los sentidos, que singularmente se insertara, quedara añadida, como porción irradiante de la realidad descrita, asumida como propia, por el escritor enfebrecido, por el testigo de excepción alucinado; quien, a la manera de los hiperbólicos cronistas de Indias y los creyentes en milagros, ampliara, con su visión, las coordenadas de esa realidad, merced a un “estado límite” de su espíritu contextualizado en América. Un arte concebido, por tanto, junto a la fragua de la tradición viva, la naturaleza irredenta y las creencias populares.

Existieron, en un momento de la historia humana, qué duda cabe, los hiperbólicos cronistas de Indias, los testigos alucinados, los insomnes poetas imagineros, incluso “los flagelantes y convulsionarios”. De estos últimos hizo notable mención don Miguel de Unamuno, como figuras psicológicas extremas de una medievalización de la Edad Moderna, en tiempos del cumplimiento del milenario español. Ellos son los únicos, que, en nombre de sus increíbles visiones, pueden atreverse a jugarse el alma en nombre de la “temible carta de una fe”.

Pero contradictoriamente a lo que él mismo ha expuesto, el afamado autor de El siglo de las luces, nunca dejó de ser un consumado racionalista; un hombre seriamente preocupado por el método como vía racional para la construcción de su literatura. Y sobre esto último abundó con bastante fortuna. Y es que, ¿cómo hacer de la literatura, convencionalmente establecida por siglos de tradición, una estricta crónica, un puro y formal reflejo de una realidad objetivamente dada como la de América, que sin cortapisas nos muestre todo lo que abunda en ella de milagroso y extraordinario?

El poeta Apollinaire, teórico del surrealismo, escribió que cuando el hombre quiso imitar al movimiento, no inventó un pie mecánico, inventó la rueda, que en nada se parece al pie. En toda creación humana -más aún si la pasamos por el prisma del desarrollo histórico- cualquiera que sea su objetivo, se necesita un determinado grado de abstracción con respecto al fundamento natural originalmente utilizado. Y es que aún pudiendo aceptar el factor reflejo de la realidad circundante sobre el pensamiento y las ideas, una obra humana es siempre el resultado de un proceso, de una técnica de elaboración que transforma -metaforma- el material usado. Lo paradójico resulta que, en el caso de Carpentier, esto se hace muy patente. Y esto que afirmo no va en detrimento de un autor como Carpentier, podría ir en detrimento del expositor de un planteamiento estético que propusiera obligadas simetrías, semejanzas muy directas, entre realidad y creación, naturaleza y literatura.

El proceso de elaboración artística implica, obligatoriamente, la creación de metáforas que alteren cualquier simetría posible con la realidad, además que lo que se va a decir, literariamente hablando, tiene que ser estructurado no sólo sobre el podio de un lenguaje escogido, sino de unos presupuestos estéticos muy bien anudados y, en el caso de una novela, de un montaje del tiempo narrativo correctamente definido. Los problemas que expone el concepto del arte realista, entendido como puro reflejo, parecen ser, a estas alturas, completamente improcedentes. Mas, si el arte fuera concebido aún como imitación,  la función social y el valor ontológico de la copia, del calco artístico, literario, sería completamente distinta al original. Por eso, el arte que afirma aspirar a la pura y nuda representación de la realidad, se convierte en una falacia. Del convencimiento de este presupuesto se alimentó la fe restauradora de los surrealistas, y su crítica al convencional realismo estético.

Entre tanto, la pintura, la danza, la poesía y otras formas de expresión de los pueblos más primitivos, tienden a ser representaciones de la naturaleza y de los dioses que pueblan el gran imaginario popular. Los bailes folklóricos de América poseen ese carácter claramente imitativo, pues allí el arte no ha recurrido aún a la abstracción que conduce a la creación de un espacio estrictamente estético; es decir, al concepto, socialmente desarrollado, de un espacio concebido estrictamente para la ficción pura. El artista original no finge, no miente, ni concibe un espacio paralelo a la naturaleza llamado arte, simplemente imita, o mejor dicho, cree que imita, mientras expresa, con libre autenticidad, la condición más esencial de su propia naturaleza; “imitación” que en el canto, en el baile, en la pintura sobre la piedra, termina por cobrar forma, alcanzando el nivel de figura, de idea lograda y trasmitida.

El arte original fue una representación del mito, del mismo modo que la misa católica representa, cada domingo, el mito de la eucaristía; el “misterio” de la comunión de los hombres con el cuerpo y la sangre de Cristo; la encarnación en él de los misterios de la naturaleza… El sacerdote oficiante es un actor que viene representando, durante siglos, con la participación del público de feligreses, el papel de Jesús consagrador. De este modo el arte, la literatura, como la religión, han devenido en la actualidad en meros recreadores de mitos. No hay en el arte, como hoy lo conocemos, una representación fiel de los significados originales de la existencia y la leyenda de los dioses. Y es que el mito encierra, para el hombre moderno, algo muy difícil de explicar o conjugar. La misa es sólo la “representación” tautológica de una arcana representación: la cena pascual a la que acudiera Jesús para exponerles a sus apóstoles, mediante símbolos y alegorías, el sentido misional de su próximo e inevitable sacrificio. De esta manera ilustrativa podemos afirmar que el arte ha devenido en una mise en scène, mera representación formal del antiguo drama humano, en su esencia perdido, no sentido. El arte actual es muchas veces un proceso racional de elaboración, fundado en preceptos establecidos y sancionados por su propia historicidad: misa devaluada para la escena. Y esa misa es la representación de nada, como el arte, se exhibe simple y llanamente a sí misma y busca su eficacia allende de sí; el poder como fetiche, la posición social y el dinero.

La crítica al convencional realismo estético es la crítica al dogma secular que sostiene la superioridad del arte figurativo, frente a otras formas más abstractas, o libérrimas de creación. Y esa fue, en el fondo, la petición hecha a la literatura y a los escritores latinoamericanos en los años cuarenta del siglo XX, por Carpentier: que la naturaleza virginal de América, sus cosmogonías autóctonas o traídas al Continente, sus tradiciones populares y los modos más auténticos de ser y de sentir de sus habitantes, dieran paso a un realismo sin riberas, a un pensamiento profundamente creador, generador de una nueva belleza, un nuevo estremecimiento estético, un impulso cargado de nuevos significados, y otros modos de establecer las relaciones del hombre con el mundo y de la idea con la naturaleza.

La tesis de “lo real maravilloso americano” debería quedar, en la historia bibliográfica de América, como una estricta declaración de principios que partió del primado de la realidad, del fundamento de toda filosofía en la naturaleza, y de todo pensamiento estético en la creación más original. La enunciación de esa fórmula no fue otra cosa, que un punto de partida para una futura conceptualización de lo americano frente a Occidente y los enunciados que, desde allí, nos imponen definiciones y cursos pretendidamente universales.

En los años 60’ del siglo XX, el entonces pensador marxista Roger Garaudy escribió un documento político–estético llamado “Hacia un realismo sin fronteras”. Como ejemplos de pintura y literatura realista colocó a Pablo Picasso, a Franz Kafka, y al poeta Saint-John Perse, el  autor de Anabase. Garaudy adelantó para su tiempo la siguiente máxima: “Toda obra de arte es realista porque indica una forma de la presencia del hombre sobre la tierra”.

Es decir, todo cuanto el hombre expresa, la pasión, la pesadilla, sus creencias, sus mitos, sus creaciones, componen un registro, un modo de acotar sus pasos sobre la tierra, e implican, por tanto, una mayúscula realidad. Porque todo sueño genuinamente humano -¿qué sueño, qué tortuosa obsesión acaso no lo es?- participa de un modo impreciso en nuestra vida, pero participa. Al modo de una irruptora concepción de la realidad que, como una salvaje metonimia, se dirige hacia lo maravilloso, lo extraordinario, lo sublime, y a la cual, el pensamiento estrictamente empírico, convencionalmente apocado, no puede ni debe agotar.

La realidad será algún día una “jubilosa danza”, apuntó en otra ocasión, y con palabras más hermosas, Julio Cortázar.

Cuatro

Mas, Carpentier nos propuso además la siguiente fórmula: un lenguaje barroco para un continente barroco. Es decir, la tesis de un lenguaje reflejo debido a las transformaciones morfológicas que sufre el lenguaje sometido a la expresión barroca. El criterio estilístico de una lengua que contuviera en sí, en cada nivel de la expresión retórica, la morfología de una América Latina abigarrada, plagada de accidentes geográficos, demográficos e históricos; juego de luces y sombras, claroscuros que labran el desconcierto de la investigación teórica. Una América oscurantista, tenebrista, contenedora de una realidad cultural cargada de retruécanos, asimetrías, y poco afecta a las cronologías, que padece, por tanto, de una dislocación suma de órdenes culturales y de hechos históricos, poseedora de una naturaleza sobreabundante, pletórica, agotadora, letífera, y de realidades sociales donde abundan las repeticiones, las alteraciones de sentido, errores de interpretación y alusiones veladas -el zeugma, el anagrama, la hipérbole, la elipsis, el disloque- las tautologías políticas y los proyectos económicos unívocos y foráneas incursiones de capital extranjero, que le dan un aspecto esencialmente neológico a sus grandes ciudades. Un conjunto de sociedades que pueblan al continente, donde hay muchas cosas que las juntan y otras que completamente las disocian, como malos entendidos, circunstancias extrañas jamás esclarecidas, fundamentos herméticos, pasados nebulosos, situaciones presentes enigmáticas, y proyectos políticos absurdamente equívocos.

Una América inestable y desequilibrada, que tiene como cercanos referentes a la Edad Media y la antigüedad clásica. Sociedades gobernadas, en ocasiones, por castas familiares; reglamentaciones patriarcales; imperativos códigos morales y venganzas de raíz ontogenéticas, como en los tiempos de Esquilo, el clásico griego. Un continente situado al otro lado del Océano, ubicado, por tanto, en sus orígenes históricos, al margen de la redención cristiana, y con una familia humana perseguida por la maldición constante del incesto -según el escritor Gabriel García Márquez. Un continente donde la literatura no ha producido, como dato elocuente, un Edipo justiciero que nos libere simbólicamente de la Esfinge y la maldición que pueden engendrar los lazos de la sangre, en aras de los lazos redentores de la espiritualidad comunal; la Fratría más original y abnegada. 

Un continente barroco envuelto en una crisis histórica que lleva ya 500 años de producida. Un territorio refundado a medias por la llamada “primera Modernidad romano–española”, que superpuso el ideal católico de la Contrarreforma sobre las ruinas de las antiguas civilizaciones aborígenes, para después quedar ella misma arruinada, y ser vencida, por la “segunda Modernidad”, la Modernidad Luterano–capitalista.

Alejo Carpentier enuncia, en su propio registro, ese mismo pesimismo histórico; ese acabar en la nada; ese sempiterno morderse la cola de la serpiente temporal de las civilizaciones, que, cíclicamente, están destinadas a regresar al mismo punto de partida para volver a empezar.

Cinco

Muy contradictoriamente a lo antes expuesto, Carpentier se dispuso a construir su obra como un acto riguroso de razón y de sentido, y partió para ello de dos correlatos formales: el musical y el de la arquitectura. Se puede todavía mencionar un tercer y cuarto correlato, esta vez de contenidos: el conocimiento directo del mundo afro caribeño -en especial el cubano- y el conocimiento privilegiado de la presencia francesa en el Caribe a lo largo de los siglos.

Se podría decir que al escritor nunca le interesó indagar con su literatura en el concepto del tiempo en un sentido filosófico -si se tiene como cierto lo dicho por él al respecto- sino en un sentido formal. Como ejemplos, la inversión del tiempo narrativo, que va en línea descendente, y de secuencia en secuencia, en su cuento Viaje a la semilla, como pieza maestra de su libro de narraciones La guerra del tiempo; o el tiempo circular de El camino de Santiago, otro cuento que posee la trilogía; o el tiempo que se presenta como una constante, como expresión de que hay algo en la historia “que siempre se repite”, en Semejante a la noche, el tercer cuento de la trilogía mencionada.

Se podría mencionar también el correlato musical, como forma que pauta al tiempo narrativo, metáfora de una respiración febril, de las primeras páginas de El siglo de las luces. O el sonido plateresco que toman las palabras en las primeras páginas de Concierto Barroco, al modo de un ensoñado renacimiento isabelino, aunque inspirado, en este caso, en la música barroca de Vivaldi. O la intensidad de la expresión narrativa en el inextricable relato El acoso, en el que las secuencias del tempo propio de una sinfonía -la música: arte temporal en estado puro- se desdoblan hacia una ironía: el revolucionario “políticamente acabado”, a quien persiguen los irónicos ecos de La Heroica, de Beethoven.

El filosofo Jean Paul Sartre le comentó en una ocasión a Carpentier sobre la importancia de  los contextos, no sólo a la hora de pensar filosóficamente, sino a la hora de construir literatura, y nuestro escritor mencionó, en uno de sus ensayos, varios de los contextos que deberían ser de importancia suma para el creador latinoamericano: los contextos arquitectónicos, los contextos de iluminación, el contexto de desajuste cronológico... 

La luz y la arquitectura pueden asumirse como cuestiones básicas de ambientación, en algunos casos imprescindibles para ampliar la cosmovisión del lector, que entonces conocerá, por medio de la abundante descripción literaria, de los espectros de luz y sombra que pueblan las casas y los portales a la hora en que amanece, a la hora en que se pone el sol… la eventual claridad de las noches en los trópicos, y cómo cambia la exposición del entorno a la luz según van pasando las estaciones del año. Cada ciudad, cada paralelo del mapamundi, posee así su propio contexto de iluminación.

Los desajustes cronológicos circunscriben, por su parte, una línea sucesiva de acontecimientos latinoamericanos, los cuales tienen su propio ritmo histórico, su propia ocasión para producirse, y no necesariamente coinciden con el ritmo de los acontecimientos en otras partes del mundo. Es que es muy notorio que al Continente arriben con frecuencia influencias artísticas y literarias, descubrimientos científicos foráneos -devenidos en actualidad- que hacía mucho eran consumadas noticias en otras partes del mundo, como en Europa, o Norteamérica.

Usando una expresión figurada, se pudiera decir que, los contextos, son como el conjunto de diversos mosaicos que componen, en específico, a la realidad. Cada pieza, cada mosaico, supone un fragmento, una circunstancia en particular de una realidad determinada; ya sea en su singularidad económica, ideológica, nacional… La suma de esos contextos “contextualizan” cualquier expresión artística que se produzca en su seno. Y una literatura se sitúa siempre encima de ese problemático “piso de mosaicos” que la condiciona o sobredetermina, más allá de los enunciados generales, puramente estéticos, o teóricos que la componen. Toda lectura, toda interpretación, debería tener siempre en cuenta el contexto específico en que se ha producido una literatura, verificado, una obra, porque ésta nunca se nos presenta en estado puro, cual la hija célibe de una tradición del espíritu; cual la hija fiel de una historia virginal de las ideas. Por el contrario: una verdadera obra es siempre el engendro expósito de una cultura; la hija bastarda de toda una época plagada de contextos que la condicionan y la rehacen, porque, de tantos padres, la obra se nos vuelve impura y se le olvidan los nombres, antes y después del parto.

Seis

Se ha hablado mucho de una pintura del “aduanero”, Henry Rousseau, la cual, debido a su composición, guarda una estrecha relación con la narración literaria: Un árabe apaciblemente dormido junto a una mandolina y un león que tranquilamente se le acerca. La mandolina es un instrumento musical italiano, probablemente posterior al Renacimiento. La pintura, aunque construida con figuras reales, representa una situación absurda que, al añadir la mandolina -el objeto anacrónico-, aumenta el nivel de disgregación conceptual que habita en la composición. Eso fue lo que ha devenido, alegóricamente, en llamarse “realismo mágico”. Un construccionismo formal fundado por la yuxtaposición de planos de diversos orígenes -el árabe que duerme despreocupado junto al león; la mandolina italiana colocada sobre la arena del desierto. Si se mira con atención, es la misma idea expresada, también de forma alegórica, con el acercamiento paradigmático de “una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”. Ambas figuraciones reflejan en su concepción  idéntica disgregación de la composición artística, ya sea de índole visual, o lingüista.

El arte, según Lautréamont, debía fundarse sobre la base de ese tipo de arriesgados acercamientos, el mayor número de veces creador de composiciones inverosímiles. Pues aunque las partes del dibujo, o de la descripción literaria, se mantengan por separado, fieles a la realidad, la obra, entendida en su conjunto, revela una realidad que ha sido alterada, que ha sido sacada del marco de lo usual, imponiéndole otro modo de que se presenten en ella los eventos. Porque se ha dado paso a una trasformación que implica a la totalidad de sus contenidos puestos en relación y reubicados en una configuración que se vuelve “mágica”. O sea, un corpus estéticamente logrado que termina por implicar lo extraordinario.

En gran medida, el surrealismo se alimentó de presupuestos como estos, de ahí en parte el culto que los miembros del grupo le brindaron siempre al poeta Lautréamont. Sin embargo, en América el creador iba a ser el asombrado testigo de una realidad que era en sí misma “mágica”, por la presencia en ella de arriesgados acercamientos culturales que labran profundamente su fisonomía, y que constantemente se yuxtaponen generando circunstancias objetivamente maravillosas. Por eso, cuando el surrealismo se trasladó a América Latina de la mano de escritores como García Márquez, o el propio Carpentier, tuvo que tomar claramente otros derroteros, porque en el Nuevo Mundo operaban distintos contextos históricos, geográficos y socioculturales, que hacian variar, imperativamente, los significados y los contenidos de las antiguas propuestas europeas. Es bajo esas precisas circunstancias que se pueden entender el sentido de la crítica carpenteriana a los surrealistas: “a fuerza  de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas”. Ya que lo que fue en el Viejo Continente una definida preelaboración teórica de la realidad, llevada a cabo por las estéticas de paso, en América parecía ser a todas luces lo opuesto. Es decir, lo que había en el arte y la literatura de construccionismo formal desde la época del “aduanero” -incluso desde mucho antes-, debía ceder lugar a un realismo que implicara en su propia esencia la condición irrecusable de lo extraordinario, y que terminara entregándole cartas de legitimidad a nuestro Continente como tierra de promisión para una nueva sensibilidad.

Curiosamente, la ingenuidad, el primitivismo formal, que llena la obra pictórica de alguien como él aduanero Rousseau, contrasta con el constructo teórico que se quiso deducir como consecuencia directa de su pintura, y que llamativamente influyó en las formas de composición literaria de Carpentier y otros escritores americanos. El Caribe francés, configurado por la presencia colonial que, históricamente mantuvo la antigua metrópolis en la región, constituye uno de los principalísimos contextos socioculturales que tuviera en cuenta el autor cubano para producir su obra. Importante porción de su literatura se contextualiza, o en la antigua colonia francesa de Haití, o en las islas de Martinica y Guadalupe, o en la Guyana francesa. La influencia de la Revolución Francesa y del imperio napoleónico en el Caribe, serán así tópicos muy significativos: El francés Víctor Hugues, uno de los personajes claves de la novela El siglo de las luces, funge como el representante de esas ideas emancipadoras en Las Antillas, antes y después de Temidor -la llegada a París, en 1794, del gobierno de la reacción. Es lo que podríamos llamar, un marcado contexto de interrelación cultural e histórica, entre Francia, Cuba y los pueblos que habitan el Caribe. Entre Francia, Europa y América Latina.

No nos debería caber duda, que el aporte que hiciera Francia a nuestras culturas nacionales, fue aspecto básico de las preocupaciones e investigaciones históricas de nuestro autor. Es el péndulo civilizador que oscila en América Latina -desde los tiempos de Rubén Darío y más allá- de lo autóctono a lo cosmopolita; de las miserias económicas y las culturas populares del Continente, a la desarrollada e ilustrada Europa; de un pensamiento europeo, con pretensiones de universalidad, a una literatura nacional de las costumbres. Diapasón sociocultural que se puede vivir como un gozo o como una tragedia, aunque, en definitiva, sirve para expresar las circunstancias de tensión y atracción que vive la pobre Hispanoamérica frente a una sociedad opulenta como la francesa que, desde principios del siglo XVIII, con la llegada de la dinastía borbónica a España, ha devenido en severo paradigma cultural para los escritores y artistas de nuestras tierras.

O sea, América Latina y el Caribe aparecen históricamente concebidos como el plano general de una configuración sociocultural. España, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, representan otros planos que se han ido yuxtaponiendo encima de la configuración previa. Lo mismo puede decirse de África, que también ha superpuesto diversas de sus regiones dotadas de religiones animistas y material humano, al muy heterogéneo mapa latinoamericano. Donde mejor se ilustran estos acoplamientos, no exentos de grandes contradicciones internas, es en el Caribe, donde la presencia francesa revela uno de los acercamientos más heteróclitos, por lo hondamente disimilar de las partes encontradas y puestas en relación, por lo “raro” e inusual que se produce de esos encuentros ya permanentes, y por lo extraordinario que allí se ha manifestado.

Paulina y su esclavo Solimán, personajes históricos y literarios tratados en la novelística de Carpentier, exponen ante el lector una visión gráfica, casi pictórica, en la que las manos negras del criado se yuxtaponen, al modo de un divertimento intelectual, sobre el cuerpo delicado, blanco y desnudo de la hermana menor de Napoleón Bonaparte; gozosa impudicia de la Francia imperial, avasalladora de Europa, que se solaza en los baños de los trópicos. Lo maravilloso es ahí la bella Paulina residiendo en las tierras mitológicas del vudú, recurriendo constantemente a los baños que le daba el negro esclavo para aplacar el fogaje de su cuerpo.

De estos raros acercamientos, contradictoriamente hermosos, se compone, en múltiples ocasiones, la literatura del novelista latinoamericano. La mandolina, el árabe dormido y el león que en calma lo contempla, proponen, desde Europa, este tipo de construcción. Lo radicalmente novedoso es que, en este caso, es un hecho en cierto sentido real, que si no ocurrió exactamente así, al menos es parte de una cronología fabulatoria, de una seudo historiografía americana alimentada mucho más por el deseo y la hipérbole que por la razón.        Como hemos apuntado, América Latina se caracteriza por este tipo de acoplamientos múltiples, ya que en ella ocurren hechos que provocan circunstancias insólitas; hechos que, por su dudosa veracidad, carecen no sólo de una cronología apropiada, sino incluso de una razón histórica que los fundamente. Y, ante el cúmulo de problemas tan disímiles que refleja el Nuevo Mundo en su realidad, aún no enteramente formada, es muchas veces a los creadores a quienes les corresponde el lugar que no han podido ocupar satisfactoriamente los historiadores, por el caos que presenta la materia con la que se debe trabajar.

No obstante, estas graves contraposiciones culturales, encuentros y desencuentros de naciones y razas, a la manera de un entre juego constante entre lo inverosímil y lo realmente dado, no sólo ocurren mediante sorprendentes aproximaciones geoculturales,  sino que ocurren además en el tiempo. Estos singulares acercamientos y transposiciones obedecen también al proceso real, dialéctico y continuado de la historia. Es en la historia donde se logra explicar el difícil proceso de las aproximaciones disímiles, las morfologías curiosas y las convergencias de entidades previamente extrañas. Ya que los procesos de transculturación no se producen de forma inmediata, sólo a largo plazo. Por tanto, la integración sociocultural en la que se deben finalmente alojar los fragmentos dispersos que le darán forma a una nación obliga a un tiempo fundamental de “cocción”. Es decir, a un largo proceso de “calor histórico”, que es lo que permite cuajar “al gran caldo sincrético”, para ser fiel a la alegoría del “ajiaco criollo” propuesta por el maestro Fernando Ortiz, para ejemplificar de fusión de lo nacional en América Latina y en especial en el Caribe. Mientras tanto conforman un tejido muy variado de significados, alteraciones sociales y malformaciones económicas. Y es que si no se introduce el concepto de historia y la teoría socioeconómica que la acompaña, “la tesis de la transculturación” de Ortiz estaría incompleta.

La labor de la reinterpretación de las cronologías americanas, asumirlas desde la construcción de un orden propio -temporal y espacial- y ver cuál posición ocupan en él las leyendas y los mitos, es tarea principal del escritor de estas tierras que pueda cumplir los tres niveles del discurso novelístico: el de la fábula; el de la interpretación histórica; y el de una plasmación literaria que disponga de un concepto general de lo bello. Sin pretenderlo, Alejo Carpentier fue un poco “nuestro Herodoto”. De ser cierto esto, lo acercaría más al pensamiento clásico que a un barroco de la concepción, que es mucho más proclive a la alteración de datos y formas, que al valor prominentemente ordenacentista que posee lo clásico. Creo que Carpentier no tuvo clara conciencia práctica de este dilema. Su creación literaria se movió entre los dos polos formados indistintamente por la expresión y la concepción: por un lado, quiso hacer de su lenguaje la crónica refleja de lo americano -por eso el barroco- por el otro, pretendió entregarle al Continente la síntesis y el orden que le faltaban; el ideal clásico.

En un párrafo introductorio a su novela El reino de este mundo, Carpentier nos afirma: “Porque es menester advertir que el relato que se va a leer ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa (…)” No obstante, en ella ocurren eventos completamente inverosímiles, como si el marco histórico se confundiera con la leyenda, en un juego mutuo de complementaciones que va de la verdad y el tiempo cronológico establecidos, al espacio mixto de la fábula, el mito y la superstición. Es un expediente literario que la narración clásica europea utilizó bastante, sobre todo en los tiempos del clásico griego antes mencionado. De este modo, la historia se realza con la leyenda y termina adquiriendo su más completo significado, lírico, épico, o dramático.

Siete

Ateniéndonos a lo una vez expuesto por el propio Alejo Carpentier, habíamos dicho que el concepto del tiempo solamente le atraía de un punto de vista formal. Pero vale la pena discrepar aquí de nuestras propias referencias. El tiempo puede llegar a tener para él una dimensión agudamente conceptual, incluso filosófica, que se puede convertir en método de indagación cultural. A tono con esto, la inversión del tiempo en la novela Los pasos perdidos, carece de carácter formal, en contraposición con lo que ocurre en el cuento Viaje a la semilla, donde el lenguaje está dispuesto convenientemente para que leamos invertido el decursar del tiempo lógico de las secuencias, o pasajes allí descritos. En Los pasos… el tiempo se invierte –es decir, sabemos que se invierte- porque los personajes especulan sobre ello o porque, de algún modo, el narrador no pierde ocasión adecuada para advertírnoslos.

En esta novela los personajes progresan lentamente adentrándose en la Amazonía, yendo, de escaño en escaño, y entrando en relación con comunidades indígenas cada vez más primitivas, y una naturaleza selvática cada vez más virginal. Es como un viaje gnoseológico a lo arcano, al pasado neolítico y tribal de las civilizaciones actuales, progresando linealmente hasta detenerse, metafóricamente, en el cuarto día de la Creación, según el Génesis bíblico: el día en que ya existían los ríos, los peces y los pájaros. De haberse propuesto continuar viaje -apunta el escritor-, la gran aventura habría traspasado el primer día de la Creación y se habría asomado, temeraria, al borde abisal donde reside el Caos primigenio; el ojo del huracán originario, donde cohabitan, en dispersión, las más primitivas cosmogonías americanas. El viaje que emprenden los personajes de la novela es una suerte de Voyage au centre de la Terre”, al nudo central del Tiempo, como origen perdido y caótico de América Latina, cuando el espíritu de Dios “aleteaba sobre la faz de las aguas”. La enorme grieta abisal, dominada por el Caos, que debe de engendrar, en la enorme furia de sus vientos ciclónicos, a los portentos de la Creación.

Quien realiza el viaje es un músico cubano educado en Europa, acompañado por una mujer, francesa y bisexual, que responde al nombre francés de “Mosca”. Con estos datos se hace evidente el juego irónico, metanoico, que acompañará a los personajes a lo largo de la travesía y que alcanzará, inevitable, al propio narrador. El viaje termina finalmente en frustración -se pierden, se extravían los pasos-, y el músico regresa a Europa acompañado por la mujer. Detrás queda el enorme periplo recorrido, el Voyage au centre…”; la gran empresa culminada a medias.

El músico buscaba, en su aventura, las claves perdidas de la música más original y primitiva; “la “clave de sol” de una “harmonía fundamental”, propia de los pueblos en estado de formación, o colocados en situación larvaria, como las comunidades indígenas que habitan en la cuenca selvática de la Amazonía… Friedrich Nietzsche, cuando era un joven profesor en la Universidad de Basilea, escribió el ensayo El origen de la tragedia, e indagó en la poesía lírica del más antiguo pasado griego, anterior incluso a la Edad Clásica, y especuló sobre las formas más originarias de expresarse en ese tiempo la música, argumentando que no sólo era el elemento substancial de la primeras composiciones poéticas, sino que la música y la danza fueron las primeras formas que asumió el pensamiento y la cultura antes de devenir en palabras e imágenes. Ya que los orígenes culturales del hombre, su primera visión de las cosas, la primera huella de su presencia sobre la tierra, fue mediante la Música, la Danza, pero no la melodía sino el ritmo, el “ditirambo”, los sonidos que nos entrega, en cada pauta, la percusión. 

Quién sabe si en la noche anterior a la Creación, cuando las tinieblas aún colmaban el Caos, lo que se cernía sobre el mundo era el enorme espíritu de Dios interpretando solo  para sí una extraña sinfonía. El personaje del músico de Carpentier fue una especie de Fizcarraldo invertido: no llevaba una sinfonía consigo, ni pretendió instalar en la Amazonía un retablo operístico, por el contrario, marchó a la Amazonía prácticamente solo para que la selva y los sonidos más originales -jamás escuchados por un oído civilizado- interpretaran para él la música, el tiempo y la letra de la Ópera perdida u olvidada; la mágica e inédita orquestación hasta ese momento imposible.

Tal pareciera que Carpentier se hubiera propuesto encontrar un tempo puramente americano, un auténtico compás que fuera remarcando, tenaz, las pautas de la narración, desde el ritmo más original hasta llegar a la composición más abierta posible, capaz de apresar  todo lo que hay de insólito y unigénito en América, estructurado según el discurso, según la composición de la pieza musical, literaria. Un proyecto de tal envergadura, que nos hiciera reconocer, como propia, la hasta ahora latente historicidad americana, e hiciera resurgir de las tinieblas del Caos originario, el diapasón sublime y cronogramático de nuestra singular epopeya civilizadora.

Pero si la novela Los pasos perdidos narra la infinita nostalgia por “un tiempo perdido” latinoamericano, y el afán de encontrarlo para intentar una nueva posibilidad civilizadora como asombroso devenir rescatado del “ojo del huracán”, la novela El siglo de las luces aborda, entre otras cosas, aunque de un modo que estimo capital, el tema del compromiso del intelectual ante la historia; ante los nuevos problemas que le plantean al hombre, de sensibilidad artística e intelecto, las revoluciones sociales.

No es posible hacer, de los personajes de esta novela, esquemas y conceptos congelados que definan, desde el primer momento, sus condiciones psicológicas y humanas. Deben ser, por el contrario, comprendidos en el tiempo, en su evolución continua junto los eventos y pasajes que pueblan la narración. Lo que se puede notar, a partir de haber superado la lectura de los primeros capítulos, es la entronización gradual de la historia de la época en la lógica del discurso novelístico, en la psicología y en los motivos ulteriores de los tres personajes principales. Porque lo que impera en los primeros capítulos de El siglo… es una constante vocación de juego, la composición de un retablo eminentemente lúdico, construido como espacio de recreación cultural en estado puro, en la que los más jóvenes personajes del libro se divierten y se entregan, homeopáticamente, a la anemia de la historia, en una actitud enfáticamente descentrada frente a la antigua ley rigurosa de los padres, ambos ausentes por la temprana muerte.

La llegada de improviso de Víctor Hugues a la antigua casona habanera -un personaje que representará en las colonias francesas de las Antillas Menores a la Revolución que en ese momento está ocurriendo en Francia-, interrumpe el curso de unos eventos concebidos originalmente sólo para el principio desbordante del placer. A partir de ahí se altera totalmente el curso de los acontecimientos y se impone, con el nuevo decursar, otra solución dramática: aquella que provee la historia, la cual contiene en sí misma otro ritmo, otro tiempo existencial y trágico, aunque concebido como vía para la solución del problema, que, en la narración, Esteban, el personaje más joven, sempiternamente se propone. El dilema que su arritmia respiratoria -la fiebre asmática- el neuma alterado de su existencia, la música asincrónica de sus pulmones enfermos, le impide ver con claridad: ¿Qué hacer con el tiempo? ¿Cuál es su contenido? ¿Cuál su naturaleza? ¿Cómo puedo servirme de él?

La respuesta que puede dar el artista ya la hemos mencionado: la música, la poesía, la escritura; la indagación sensible y mental por un uso mejor de un tiempo americano; el descenso valiente y arriesgado al hueco abisal -el ojo del cíclope- donde duermen las claves de una olvidada sinfonía; “la clave de sol” que ha de entregarnos un nuevo ritmo; un nuevo impulso; un nuevo estremecimiento para la cultura, la expresión y la aprehensión, en singular, de la epopeya del hombre americano.

Epílogo

“La doctrina de lo real maravilloso” 

La doctrina de lo real maravilloso no es una teoría estética en su sentido estricto, es claramente una designación. Lo que pasa es que sobre la base de esa designación uno de los escritores latinoamericanos más reconocidos se propuso hacer literatura americana. De ahí toda una larga historia de malos entendidos.

Lo real maravilloso es la designación que, sobre América, ha hecho el artista y que la ha convertido en principio primado de su Obra. América Latina es así la materia designada para la elaboración del arte que realiza el sujeto actuante. Lo real maravilloso, conceptualmente hablando, representa el acoplamiento de dos adjetivos que tienden a resignificar a una realidad substantiva, poseedora de cualidades extraordinarias. América Latina, como objeto designado, deviene entonces en una postulación que habla, por extensión, de una reunificación concreta de la imaginación, la sensibilidad y la creencia en poder dar testimonio directo de una realidad así concebida, poéticamente restaurada. Todo cuanto de ella se dice, según este principio, deviene en parte de lo que ella es. Como si lo signado y lo designado se consignaran -lo real maravilloso- mediante el ideal sublime de lo bello, lo extraordinario y lo épico. La interpretación que realiza el arte -plasmado en su testimonio, en su crónica- se configura además como materia de los sueños y pasión del artista, que busca expresar una singular visión historiográfica, en la que no desdeña la fábula, la recreación simbólica, alegórica, esencias originarias pertenecientes al territorio supuestamente desbrozado de lo real.

Lo que Carpentier hacía en la literatura no puede ser nombrado en específico como lo real maravilloso -sería confundir designado con designante- por la simple razón que no se construye una realidad, sino se le reconoce en cuanto tal para excitar así nuestra sensibilidad e intelecto. Porque lo real maravilloso americano no es otra cosa que un paradigma que guarda no sólo severas implicaciones artísticas y literarias, sino, además, prominentemente gnoseológicas, que amplían el marco de su concepción hasta la ciencia social y la filosofía. Lo real maravilloso americano es, de este modo, la designación que se le hace al Continente devenido en paradigma objetivo de lo en él conceptualizado, de lo en él visto, que conduce a una reinterpretación de sus fuentes más originales, de los hechos más esenciales que lo componen.

 “El realismo mágico” sí es una teoría literaria en específico y, sobre todo, un modo determinado de construir u ordenar los elementos dispersos -heteróclitos- que hacen a la configuración estética. Lo real maravilloso americano, es, por su parte, la concepción ideal de una realidad. Son, por tanto, disciplinas distintas. El primero es un evidente construccionismo -intelectual, pictórico, literario- en estricto; el segundo es una designación que se hace sobre una realidad objetivamente dada, y que se sustenta en su voluntad de aprehensión. Lo real maravilloso no es una teoría más de un esteta teórico, es la intuición de un artista. Luego es que se produce el proceso de creación. No se construye literatura siguiendo los indicativos de lo real maravilloso; se sueña, se exorciza a los demonios del realismo crudo e impositivo, del mismo modo que se apartan con fuerza los fantasmas de la ensoñación ajena a lo que realmente sucede, a lo que esencialmente ocurre, en el campo abierto y sin límites de lo real.

Casi para finalizar, ¿cómo salvar el criterio de verdad enfrentado al dilema que ronda desde adentro a la ficción, la cual es capaz de crear un mundo propio al margen de la naturaleza objetiva de todas las cosas? ¿Cómo resolver, con honestidad, la contradicción que habita entre la verdad que afirma pasionalmente la poesía y el criterio de verdad social e histórica? Quizás con las palabras que nuestro José Martí puso en labios de su personaje, el  sabichoso Meñique, que rezan más o menos así: “Mentiré con la palabra pero habré dicho la verdad con el corazón”.

Pero todo esto adquiere pleno significado como arte sólo cuando se comprende dentro de las circunstancias en específico que labran la historia personal del creador y que dan fe de su literatura, establecida, esta última, sobre un suelo mayor de contextos sociales, culturales e históricos, que la implican, la constituyen y le entregan su forma de ser más natural y acabada. Haciendo entonces posible el documento literario de alcance histórico, como belleza salvada de la realidad; como fuego vuelto a robar a los dioses y entregado de nuevo a los hombres; como arcano contenido hermético felizmente desentrañado; como vieja pieza sacrificial que finalmente ha vuelto a verter, ante los testigos asombrados que la miran, la sangre prodigiosa de una historia archiconocida y legendaria; cual pautada y distinta entonación de una antigua metáfora.

 


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