Red de Literatura y Cine
Está aquí a mi lado, desnuda. Lo sé. Me figuro su sonrisa beatífica, relajada, feliz, satisfecha… Puede que por el contrario, después de esta noche de sexo desmedido, tal vez demasiado tiempo ansiado para digerirlo cabalmente, solo el pudor reprima su renovada excitación y espere impaciente mi iniciativa.
¿Extraños? Sí, absolutamente desconocidos, por más que el débil vínculo de nuestros amores adolescentes se resista a romperse o, mejor, que ella se obstine en revitalizarlo o bien pretenda reanudarlo como si el tiempo se hubiese detenido en aquel momento para recomenzar hace tan solo unas horas.
Pero han transcurrido siete años… Y la vida, durante ese dilatado periodo, ni por un instante abandonó sus utensilios de esculpido. Antes de mi forzada partida había trabajado con lentitud y su moldeo apenas resultaba perceptible; sin embargo, durante ese intenso y frenético transcurso, condicionado por circunstancias extremas, se afanó en su labor de forja día y noche, sin descanso, sin tiempo para tomar conciencia que las ideas, las creencias, los sentimientos, todos los valores y afectos en los que se cree con absurda firmeza se desmoronan sin piedad y sin remedio. La mirada, tal vez, sea ahora más ecuánime.
La tarde anterior, una sola y vertiginosa pincelada transformó en mujer la imagen congelada de aquella adolescente. Sucedió en la parada del ómnibus que me devolvía a esta tierra, cuando exultante se abalanzaba sobre mí. Sí, es esta misma mujer sumisa y desnuda que yace mi lado.
“Tengo algo que contar”, fue la frase que pronuncié sin demasiada convicción y sin consciencia y que ahora martillea mi cerebro. “Tiempo habrá”, respondió mientras se apretujaba contra mí sellándome la boca con un beso ardiente y casi doloroso. No admitía negativa, creí. Ya tenía decidido que pasáramos la noche juntos.
Su cuerpecillo de adolescente ha cambiado, se ha convertido en una aceptable figura de mujer, perfilada, redondeada y sedienta de caricias. Sin duda ha sido su primera vez. Después de unos momentos de torpeza, se ha abandonado para dejarse hacer y gozar hasta la extenuación. Ahora presiento su pasión reavivada, esperando disfrutar de nuevo de esas sensaciones recién descubiertas. Pronto, quizá, el deseo la desborde, pero tal vez logre resistir sus acometidas porque no se atreva a dar el primer paso.
Qué distinto me siento a aquel muchacho lampiño, cuando fui reclutado por las fuerzas nacionales. Salí sin ideales políticos y sin ellos he vuelto. No consigo establecer diferencias y no quiero profundizar. Tampoco sé qué preguntas podría hacerme, ni siquiera si tendría sentido. Mejor dejarlo. Atrás quedaba aquella muchacha aún adolescente que he encontrado convertida en mujer. Recuerdo alguna aproximación física, una mano que deambula torpe por un cuerpo bien cubierto, un tímido y sonrojado rechazo y algún beso furtivo tan apasionado como fugaz. Eran otros tiempos.
Las primeras luces del alba se deslizan sinuosas y tímidas a través del ventanuco sembrando el escaso espacio de claros y sombras.
Estoy desnudo, boca arriba. Miro distraído al techo de la pequeña habitación, enteramente pintada de blanco y con escasos muebles; apenas este viejo y ruidoso camastro, un desvencijado armario, un palanganero y una silla sobre la que descansan desordenadas nuestras ropas abandonadas con urgencia.
Por mi cabeza desfilan sin orden sucesos aislados de esos años de ausencia. Tomo conciencia de este lugar del que antes no había salido. Trato de configurarlo como una realidad material, pero me resulta extraño, lejano, irreal, como producto de un sueño difuso o evocado de algún cuento casi olvidado, y que en estos momentos me empeñara en conformar realidad y ficción.
Las cartas espaciadas, llegadas a través de casuales intermediarios, han sido el único vínculo con ella, con mi familia, con este pueblo. Los frentes diversos a los que fui destinado entorpecieron aún más la comunicación. Las noticias llegaban obsoletas mediados dos, tres o cuatro meses. El contenido de las misivas era parco e impreciso, deslucido y soso, con caligrafía irregular, de difícil comprensión.
Su fotografía, tamaño carné, en blanco y negro, que el tiempo acabaría amarilleando, fue al principio el único refugio sentimental.
La primera vez que extraje su fotografía, no solo para contemplar su rostro, sino para reclamar su compasión, para decirle que estaba herido, que mi rodilla dolía y sangraba, que una bala perdida me encontró escondido en aquella trinchera, helado de frío, su expresión había permanecido inalterable y aquella media sonrisa, siempre tan gratificante, aquella noche la percibí como una burla. Aquella imagen congelada, ahora puedo razonarlo, era simplemente el instante que el fotógrafo inmortalizó. Ella, por tanto, era ajena a mi dolor, a la sensación de desamparo, al sentimiento de soledad que me embargó aquella noche y durante los dos meses siguientes que pasé inmovilizado en el hospital de campaña. Nunca volví a mirar su retrato. Temía recibir esa sonrisa mezcla de indiferencia e incomprensión que transmitía su semblante. Por ese temor y porque me faltó valor para destruirla acabé enterrándola en la cartera. Sin embargo, mi sensibilidad no era ajena a un extraño sentido de la injusticia que, de algún modo, intuía, aunque el remordimiento careció de la fortaleza necesaria para enfrentarme al temor que me infundía su mirada risueña, pero distante y fría.
Clarea. Los objetos comienzan a recortarse con nitidez en este cuarto de goces urgentes y sentimientos imprecisos. Noto su mano deslizándose cautelosa sobre mi vientre velloso y desnudo. No respondo al estímulo. Permanezco impasible a su tentativa y vuelvo a sumergirme en mis cavilaciones. Ella retira su mano.
Sonrío transportado al recuerdo de una de las habituales incursiones nocturnas. El objetivo, sorprender y capturar o abatir a los señalados como enemigos.
Un paisano se quejó al alférez acusando a la soldadesca del robo de una gallina. El oficial prometió consejo de guerra para el infractor. Una pena quizá excesiva, pero cumplía el objetivo de satisfacer verbalmente a aquel pobre diablo. Nos hizo formar y vaciar los macutos. La pita no apareció y el hombre se alejó refunfuñando, manteniendo la acusación y prometiendo venganza. Sin pronunciar palabra continuamos la marcha hasta el campamento. Fue entonces cuando nos mandó sentar en corro, y soltó: “¿Dónde coño escondisteis la gallina?” El más audaz, el cazador furtivo, se levantó, adoptó la posición de firmes y en tono solemne, dijo: “En el tambor, mi alférez.” La hilaridad hizo presa en él. Cuando tomó resuello, dijo: “¡Estos son mis soldados! Sabía que no aparecería. Vamos muchachos, preparad fuego que esta noche hay asado”.
*De libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino
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