Red de Literatura y Cine
BENECIO (Cuento). Por: Esteban Herrera Iranzo
Una noche de Diciembre de 1966, poco antes de las ocho, yo me hallaba frente a la casa de los Balcázar, donde un grupo numeroso de vecinos esperaba la llegada de Damaris, única hija del hogar, que acababa de casarse con Augusto Del Risco, un joven que no hacía un año se había mudado al barrio.
Desde el lugar en que yo estaba, podía ver, a través del ventanal de hierro que había en el frente, gran parte de la sala sin un solo cuadro en las paredes, las butacas, el sofá y la mesa de centro con uno que otro adorno encima, en la misma posición de siempre, y, a un lado, muy cerca de la ventana lateral que daba la vista a un callejón del patio, la lámpara de pie, de báculo de madera y tulipa beige despidiendo una luz amarillosa muy tenue, y la vieja radiola, apagada. Todo como si aquella noche no significara para los Balcázar más que otra de las tantas que les había tocado vivir. No era de extrañar el que no hubiera un solo invitado, pues, don Jerónimo, el padre de Damaris, un cincuentón de algo más de un metro y medio de estatura, a quien apodaban el “Zanahoria” por el color rojizo de su cabello y las innumerables pecas que lo bañaban de la cara a los pies, era un hombre malgeniado y déspota que tenía las peores relaciones con cuantos conocía. Pareciera exagerado decir que desde su llegada al barrio, hacía unos cuatro años, no había hecho más que desafiar, con sus frases ofensivas y una voz tan gruesa que contrastaba con su estatura, a cuanto vecino encontraba al paso. No obstante, todos lo toleraban porque sabían que Damaris era diferente; ella, con su personalidad noble y bondadosa y la dulzura de su trato, que acompañaba siempre con una voz melodiosa, como el bello canto de una sirena, parecía haberles cautivado hasta el más impenetrable sentimiento. Por eso, no pocos se preguntaban si en realidad aquella jovencita delgaducha y de un aspecto frágil, que había quedado huérfana de madre desde muy niña, podría llevar la sangre de “semejante bestia”.
Dos señoras pasaron por mi lado y me miraron extrañadas, como si se negaran a aceptar que era yo realmente quien estaba allí. Lo cierto es que el desmesurado crecimiento de mi barba en los últimos tres meses y mis carnes pegadas a los huesos por los veinte kilos que en ese lapso había perdido, dificultaban a cualquiera el poder reconocerme. Echaba la cara hacia un lado para hacerme el desentendido, cuando sentí unos toquecitos en el hombro. Me viré y vi a Katia, la noble y abnegada tía de Damaris, a quien don Jerónimo había hecho su mujer una vez fallecida la madre de esta.
— ¿Qué hace aquí, Benecio? –, me preguntó con la cara aterrada, como si estuviera viendo a un fantasma.
– Vine a ver a Damaris –, le contesté.
— ¿Pero, se ha vuelto loco? ¡No es este el momento, Jerónimo podría verlo!
— ¡No me importa! -, le dije.
Katia me repasó de una mirada –. Bueno, allá usted. No vaya a decir después que no hubo quien se lo dijera -, me dijo al dar la espalda para enseguida retirarse con un paso corto y muy rápido, que mostraba el inmenso temor que le ocasionaba el que yo estuviera allí. Pero, qué tanto podía importarme nada si el motivo que me impulsaba a ver a Damaris era más poderoso que cualquier peligro, aun si de la muerte se tratara. Damaris y yo habíamos sido novios desde los primeros días en que ella llegó a vivir a aquella casa diagonal a la mía, mas nuestro amor contaba con un obstáculo muy grande, como era el que don Jerónimo no gustaba de mí. Él lo había demostrado desde el momento en que nos tratamos por primera vez. Ese día estábamos en la sala de su casa; yo había ido para hablarle de mi romance con Damaris. Le dije que ella y yo habíamos decidido no seguir viéndonos por las calles del barrio pues considerábamos que no estaba bien; que por lo mismo yo le pedía que nos permitiera vernos en su hogar. Jamás podré olvidar su reacción –. ¿O sea que usted quiere trasladar a esta casa el relajo que tienen en la calle? ¿Es eso lo que me está pidiendo?
Lo miré a los ojos preguntándome que con quién diablos estaría tratando yo -. Bueno – le dije -, en realidad quise decir que el seguir viéndonos en esa forma no es conveniente para la reputación de ella ni de nuestro futuro hogar -. Es sabido, por supuesto, que las cosas entonces eran muy diferentes a hoy.
Don Jerónimo hizo una expresión de antipatía en el rostro – No me venga con el cuentecito de que quiere proteger la reputación de mi hija. Si en verdad fuera esa su intensión lo primero que debería ver es que es usted quien se la está dañando. ¡Quiero que sepa que si lo acepto en mi casa es para probarle a ella lo equivocada que está!
Sentí unas ganas inmensas de exigirle que me aclarara el por qué decía eso, que en qué se basaba para hablarme así si apenas nos estábamos conociendo; mas, preferí callar para evitar un roce que pudiera perjudicar mi noviazgo con Damaris.
Comencé a visitarla dos noches por semana, pero sin poder acariciarla porque a don Jerónimo no le gustaba –. ¿Cuantas veces quiere que le diga que una visita no es un encuentro sexual? ¡Usted no es el amante de ella ni esta es una casa de citas! -, me gritaba cuando yo le echaba el brazo al hombro. Tampoco podíamos escuchar música porque él corría a apagar la radiola — ¡Usted solo piensa en diversiones y relajos! –, me decía — ¿Es que en su casa no le han enseñado otra cosa? Yo lo miraba a la cara sin contestarle una palabra, lo cual es una actitud propia de mi familia cuando vemos que alguien está atropellando la confianza que uno le ha brindado. – ¡Del buen hombre se enamora la familia de su pretendida antes que ella misma! ¡Con usted sucede lo contrario, Benecio; el solo verlo haría pensar a cualquiera lo peor! -, llegó a decirme una noche en un tono tan asqueroso que me levanté del sofá en que me hallaba con Damaris y, sin despedirme de ellos, di la espalda y me fui.
Al llegar a casa me eché a la cama a hacerme mil veces una pregunta: ¿Qué podía hacer yo para evitar un problema con don Jerónimo? Sabía que Damaris le tenía un pavor inmenso y eso me llevaba a pensar que si las cosas seguían empeorando, tal vez ella podría hacer lo que él le dijera, es decir apartarse de mí para siempre, pues era claro que su intención no podía ser otra.
Después de varias horas de insomnio, siendo quizás las tres de la mañana, llegué a una conclusión: ¡Nada! Sí, nada que yo hiciera iba a cambiar la posición de una persona tan descorazonada como don Jerónimo Balcázar; que por lo tanto mi noviazgo con Damaris se hallaba en un peligro inminente.
No sabría decir hasta donde aquella reflexión pudo influir en mí, que pensé que si don Jerónimo no podía cambiar, yo tampoco tenía el por qué seguir al lado de su hija con una compostura de santo, que a lo mejor a ella ni le gustaba, solo por demostrarle a él que yo era el hombre ideal. Reaccioné, no obstante, y me dije que tampoco podía mostrarme como aquel mezquino que centra su noviazgo en el mayor placer sexual que su pareja pudiere proporcionarle.
Esa misma mañana me dirigí a casa de Damaris. Quería verla, decirle que la amaba con todas las fuerzas de mi alma, que para mí no había existido ni existiría nunca otra mujer como ella; que de no ser porque las circunstancias me habían obligado, jamás me hubiera marchado de su lado en esa forma tan abrupta e indecente de la noche anterior. Que yo le prometía que no volvería a suceder.
La encontré sentada en el sofá, con el cuerpo inclinado hacia adelante y la mirada en el suelo. Así que llegué hasta ella y me senté a su lado -. Damaris, necesito hablar contigo -, le dije mientras le ponía la mano en el hombro. Ella, que seguía con el cuerpo y la mirada en la misma posición, no me contestó ni hizo el menor intento por mirarme siquiera.
– Por favor, Damaris, tengo algo que decirte -, le insistí, acariciándole suavemente el hombro con mi mano, pero tampoco me contestó una palabra. Parecía como si no me hubiera escuchado o no le importara nada lo que yo quería decirle. Me levanté entonces del sofá y me le paré al frente. – ¿Dime, Damaris, acaso estás enojada conmigo? -, le pregunté, pero no recibí ninguna respuesta.
Fue tal mi desespero ante aquella situación tan incómoda, que me olvidé de la reflexión que había tenido en la madrugada y volví a sentarme a su lado, la abracé contra mí muy fuerte y, al ver que ella no hacía ninguna resistencia, la besé con ansias en la boca y acaricié con mis manos su cuerpo, más y más cada vez, hasta el punto de no darme cuenta en que momento caímos acostados al sofá. Ella me miró con los ojos entrecerrados, rodeó con sus brazos mi cuello y soltó una voz enronquecida que estremeció mi ser como nunca antes me había pasado: ¡Ayyyyyy, Benecio, te amo!
Me sentí el hombre más dichoso que pudiera existir. – Ella había estado guardando aquella frase para el momento preciso en que me la ganara. Cuan idiota había sido yo –, me decía mientras volvía a besar y a acariciar cada pedazo de su cuerpo con desmedida pasión. Pero de pronto una mano en mi hombro, que no era la de ella, me hizo virar la cara. Vi a don Jerónimo mirándome con unos ojos enrojecidos por la ira –. ¡Diez pesos! –, me dijo de un grito que hizo zumbar mis oídos.
Me retiré de Damaris, hasta quedar sentado, y lo miré. No sabía a qué se estaba refiriendo con aquellas palabras. — ¡Que le de diez pesos a mi hija, le estoy diciendo! ¡Eso cobra una prostituta a un miserable como usted! –, volvió a gritarme.
Fue tal mi rabia que me levanté y me le puse al frente -. ¡Vea, Zanahoria! -, le dije -, si usted vuelve a abrir la boca para decirme otra de sus sandeces, le aseguro que se la voy a cerrar de un pescozón.
Don Jerónimo, que no había dejado de mirarme, se me vino encima y clavó sus dientes en mi hombro con tal fuerza que cuando logré quitármelo de un empujón, dos de ellos rodaron por mi camisa y la prótesis cayó a mis pies. Yo, enceguecido por el ardor insoportable que el mordisco me había producido, di a esta una y otra pisada hasta volverla trizas.
– Perro asqueroso. Ahora verá – me gritó él, lanzándome una y otra patada. Pero yo, en un acto de desespero, lo tomé por un brazo y, mientras Damaris, pegando gritos de histeria, se arrojaba al cuerpo de Katia, que había llegado corriendo a la sala, se lo torcí con fuerza, metí uno de mis pies entre los de él y lo llevé de bocas contra el piso.
– Por Dios Benecio. ¿Se ha vuelto usted loco? -, gritó Katia cuando me eché sobre él, le puse la rodilla en la cintura y comencé a darle unos cocotazos muy fuertes – ¡Usted a mí me respeta, viejo bocón! Don Jerónimo, en tanto, gritaba con su voz de trueno – ¡Suélteme, maldito! ¡Le voy a matar!
— ¡Por favor Benecio, contrólese! –, seguía gritando Katia, con Damaris entre sus brazos. – ¡Mire que él va a ser su suegro!
Las palabras de Katia me hicieron reaccionar, don Jerónimo, era, al fin, el padre de la mujer a quien yo amaba; así que me dije que debía perdonarlo, pero en ese instante, dos vecinos que pasaban por la puerta, nos vieron y corrieron hasta nosotros.
— ¿Qué es lo que está pasando? – Preguntó uno.
— ¡Este desgraciado me quiere matar! – gritó don Jerónimo.
Los hombres me tomaron por los brazos y me halaron hasta separarnos. Don Jerónimo, lleno de un furor que lo hacía palidecer, se levantó muy rápido -. ¡Maldito bastardo! -, me gritó, lanzándome una patada que por poco alcanza mi rodilla. Uno de ellos se interpuso entonces entre los dos -. ¡Contrólese hombre! ¡No es así que se arreglan las cosas! –, le dijo.
Don Jerónimo me miró y miró a Damaris — ¡Sácame a este animal de la casa, que no quiero volver a verlo! – le gritó, señalándome con su mano.
Ella, con los ojos llenos de lágrimas, se salió de los brazos de Katia y caminó hacia mí. – Ya oíste a mi papá, Benecio. ¡Vete!
— Pero, Damaris, yo solo – – –
— ¡Calla y sal de la casa, que lo nuestro ha terminado! ¡Nunca imaginé que fueras tan patán! –, me dijo.
Fue tanto mi dolor que no supe en que momento me retiré de ellos.
Llegué a casa preguntándome si no estaría yo soñando. ¿Qué cómo podía ser que acababa de romper con la mujer que hacía solo unos minutos había asegurado amarme?
Esa noche no pude dormir pensando en la frase que ella había dejado escapar de su alma — ¡Ayyyy, Benecio, te amo! Abrigaba la esperanza, no obstante, de que un milagro pudiera volverla a mis brazos. Los milagros existen, desde luego, pero hasta en ellos tiene uno que poner de su parte -, me decía –. ¿Pues, qué milagro podía darse si yo insistía en verla y don Jerónimo me sorprendía? ¿No sería que volveríamos a agarrarnos y esto empeoraría las cosas?
Me dije que lo mejor que debía hacer era irme un tiempo de Barranquilla. Quizás Damaris, al sentir mi ausencia, podría cambiar de parecer y se saldría de las garras de su padre para luchar a mi lado por ese amor al que tanto nos habíamos entregado. Pensé en una tía que vivía en la capital, pero me pareció que estaría muy lejos. Yo quería encontrarme lo más cerca de Damaris por si se daba alguna noticia alentadora, como podía ser el que ella mandara a decirme con alguien que fuera a verle, que quería hablar conmigo. Pensé entonces en unos primos que no hacía mucho se habían radicado en Santa Marta, así el viaje me saldría menos costoso y no estaría tan lejos de mi amada. Mas, una idea llegó de repente a mi mente. ¿Qué necesidad tenía de irme de Barranquilla si bien podía esconderme en casa y así todos creerían que me había largado a otro lugar? De esta manera no gastaba ningún dinero y podría, al menos, verla por las mañanas cuando ella, muy temprano, salía con su escoba a barrer el andén y los escalones que desde él llevaban a la puerta de entrada.
Fue un encierro de tres meses que no se lo desearía ni al diablo. Yo me asomaba a la ventana hasta diez veces al día para mirar hacia la casa de Damaris y solo veía cuando don Jerónimo salía con un palo en la mano a espantar a los perros que se acercaban a necear la basura que Katia ponía en el frente por las mañanas. – ¡Dios maldiga mil veces a la mula que te parió, viejo mezquino que ni a la puerta dejas asomar a mi amada! – le gritaba mi mente con tanto coraje que mis ojos escupían lágrimas a montones. Para remate, cada mañana, cuando entraba al baño y me miraba al espejo, veía cómo mi falta de apetito iba convirtiendo aquel cuerpo atlético del que siempre me había jactado, en un mísero despojo de huesos y pellejos que daban asco y dolor a la vez.
Un día, sintiendo que mi cabeza iba a estallar en pedazos, me dije que no podía esperar más, así que fui a mi cuarto, vestí la ropa más estrecha que encontré en el escaparate y caminé hasta una de las tiendas del barrio con la esperanza de encontrar a alguien que supiera algo de ella.
Habían pasado dos largas y angustiosas horas sin que las vecinas, que llegaban a la tienda con sus canastos a comprar los víveres con que preparar los alimentos del día, y que me miraban como a un mendigo desconocido debido a mi estado lastimoso, hubieran querido escucharme una sola palabra. Pensé que tal vez era mejor volver a casa y seguir esperando hasta que Dios quisiera, pero cuando me disponía a irme vi que Katia se acercaba con una bolsa de manigueta en la mano.
Sintiendo que mi alma comenzaba a tomar vida, le salí al paso antes de que entrara a la tienda – Hola, Katia -, le saludé. Ella se detuvo -. ¿Benecio? – me preguntó con el rostro incrédulo.
– Sí, soy yo -, le contesté -. Quisiera hablar con usted.
Katia torció la boca y movió la cara de un lado a otro, como si mis palabras le hubieran causado un fastidio enorme -. ¿A ver, qué quiere hablar conmigo? -, me preguntó, al tiempo que pasaba la bolsa de una mano a otra.
– Es sobre Damaris, necesito saber de ella -, le dije.
Katia hizo el mismo gesto –. Vea Benecio, es mejor que se olvide de ella -, me respondió en un tono que sonó de lo más amargo que pudiera yo haber oído.
– ¿Por qué? – le pregunté con un desespero que me era imposible controlar.
– Ella y Augusto Del Risco están de novios y van a casarse.
Sentí como si una descarga eléctrica hubiera pasado por mi cabeza. ¿Pero, cómo es posible? –, le pregunté –. Si ella ni a la ventana se asoma.
Katia volvió a mirarme –. ¿Ha olvidado acaso que ese muchacho vive en la cola del patio de nuestra casa?
— Oh, cierto. Pero – – –
— ¿Pero qué? No me va a decir que usted, en el caso de él, no burlaría cualquier obstáculo que lo separe de la mujer a quien pretende.
– Oh, ya -, me dije -. Augusto había saltado la pared y la había enamorado en el patio.
No quise oír más y eché a correr como un loco, maldiciendo a gritos a cuanta idea me venía a la cabeza.
Llegué a casa y, con un nudo en la garganta y el más agobiante dolor en mi alma, me eché a la cama a esperar que la muerte acabara de una vez por todas con mi desdichada existencia. Mas, aquella misma noche, estando acostado, oí una habladuría que venía de la casa de los Balcázar. Me levanté y fui hasta la ventana y, con el peor presagio en mi mente, me asomé por ella y vi a los vecinos reunidos en el frente.
– ¡Se casó la novia de Benecio! – gritó una mujer que se hallaba en el grupo a otras que se acercaban.
– ¿Con quién? -, preguntó una de ellas.
– ¡Con Augusto Del Risco! -, respondió la mujer.
Caí de rodillas. No sé cuánto tiempo pasó pero recuerdo que cuando recobré el sentido seguía oyendo la frase – ¡Se casó la novia de Benecio! ¡Se casó la novia de Benecio! -, Era mi corazón dolido que me hablaba, que me decía que me levantara, que Damaris se había casado y yo debía estar presente a su llegada. Me levanté de un brinco, recordando aquel viejo adagio: «El corazón conoce razones que la razón desconoce». Regresé muy rápido a mi cuarto y cambié de ropa, y fue así cómo llegué hasta ellos.
Volví a mirar la sala y me pareció verla en el sofá con aquella sonrisa tímida con que me recibía cuando yo llegaba a visitarla.
El pito de un carro se oyó de repente y la gente comenzó a correrse hacia el andén, por donde Damaris y Augusto habrían de pasar para ganar los escalones. Sentí que mi espinazo era desarmado por un golpe bestial y mis piernas comenzaron a temblar en tal forma que creí que no iba a poder sostenerme en pie. Me costaba creer que Damaris, la adoración de mi vida, mi único amor, se hubiera casado con otro hombre solo tres meses después de haber dejado de vernos. La reconciliación con que tanto soñaba yo se había disipado solo porque ella no había querido entender que mi pelea con su padre fue precisamente por hacer respetar nuestro noviazgo. ¿Qué otra explicación podía haber? Y es que cabía preguntarse: ¿Cuan perverso podría haber sido mi proceder ese día como para que ella me privara de su presencia, de la dulzura de su voz, el calor de sus besos…, en la forma que lo había hecho? ¿O era, acaso, que aquella frase “Ayyy, Benecio, te amo” -, había sido solo la manifestación de una excitación momentánea por mis caricias y no de aquel amor que yo tanto creía que sentía por mí?
Un taxi se detuvo frente a la casa. El primero en descender fue don Jerónimo – ¡No me crea un idiota que le va a pagar tres pesos por una carrera que solo vale dos!-, gritó al conductor, arrojándole unas monedas que sacó del bolsillo del pantalón, para enseguida echar a correr por los escalones hasta entrar en la casa sin saludar a los vecinos. Augusto, vestido con un traje entero negro que le daba una elegancia que nunca antes yo le había visto, descendió por la puerta de atrás y estiró la mano hacia Damaris, que apareció con un traje de novia blanco y un velo de igual color y muy transparente, echado hacia atrás como señal indiscutible de que había sido desposada. La vi diferente, su rostro era el de una persona alegre y muy segura de sí, y había engrosado en tal forma que sus carnes parecían mucho más de hembra que cuando había sido mi novia.
Cuando tomaron por el andén miraron a los vecinos y se miraron entre sí con una sonrisa de felicidad que me llenó de un odio que jamás hubiera imaginado que podría sentir humano alguno. Y cuando pasaron frente a mí, justamente donde empezaban los escalones, me miraron sin la menor señal en sus rostros de haberme reconocido.
– ¡Que sean felices! ¡Que tengan muchos hijos! ¡Que Dios les conserve siempre el hogar! –, les gritaban los vecinos, mientras les arrojaban puñados de arroz crudo que sacaban de unas bolsas que tenían en la mano. Yo, en tanto, sentía cómo, mi alma agonizante, rodaba gota a gota por mis mejillas.
– ¡Te lo mereces, Damaris! -, gritó una mujer que se hallaba cerca de mí, en momentos que ellos entraban a la casa.
– Sí, porque con Benecio sí que iba a morirse esa muchacha -, dijo otra que estaba a su lado.
– Así es – dijo la primera -. Ese muchacho parece haber nacido para bruto. ¿Cómo es que se le haya ocurrido pegarle al padre de su novia? Mire que hasta los dientes le sacó de un puñetazo.
Sentí que mi sangre comenzó a hervir, pero callé para evitar una discusión que pudiera terminar de empañar mi imagen ante los vecinos. Era de suponer, desde luego, que si la mujer hablaba de esa manera, era porque en el barrio estaban corriendo rumores no muy favorables a mí.
– Augusto es un hombre diferente -, dijo la otra -. Soportó lo que ningún otro hubiera podido. Parece que el viejo descargó contra él el repertorio de ofensas más grande que pudiera haberse guardado: ¡Es usted un imbécil, Augusto!. Jamás llegué a pensar que mi hija iba a enamorarse de un hombre así. De haberlo sabido yo, lo hubiera corrido a patadas la primera vez que lo vi. ¡Con usted estoy hablando, Augusto; no se haga el pendejo!. Pero él sabía que lo que el viejo pretendía era apartarlo de su hija, así que ideó un plan: ¡Hacerla suya!, pues de esta manera don Jerónimo no podía oponerse a un matrimonio entre ellos.
– Ay, Dios, que hombre astuto -, dijo la primera con una sonrisa que mostraba picardía. Yo, en tanto, sentía que cada frase que ellas soltaban era un mortal taladro para mi destrozado corazón.
– Pero aún no ha oído lo más interesante -, dijo la otra.
– ¿Cómo así? –Preguntó la primera, como si hubiera adivinado mi pensamiento. ¿Qué podría ser eso tan interesante que aquella sabía?
La mujer sonrió – Katia me contó anoche que Damaris y Augusto se van de casa mañana muy temprano con el pretexto de una luna de miel pero que en realidad irán a vivir a un lugar muy lejos, donde don Jerónimo jamás podrá saber.
No pude más y eché a correr preguntándome a gritos que por qué la vida se había ensañado así contra mí.
FIN
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