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BORGES, DESDE EL BANCO DE LA SOMBRA (EL ENCUENTRO CON ARTURO USLAR PIETRI)
Nunca lo había encontrado personalmente. Las veces anteriores en que había visitado la Argentina no estaba él en la ciudad. En los muchos viajes que he hecho durante tantos años a tantas partes del mundo, nunca pude coincidir con él. Pero para mí, como para todos los que leemos español, la de Jorge Luis Borges ha sido una presencia constante e inminente.
Pensaba que ahora, al fin, en este comienzo de primavera en Europa y de invierno en el Río de la Plata de 1973, podría al fin estrechar su mano, tenerlo delante y oír su voz.
Desde el alba de mi conciencia literaria lo he oído y seguido. Desde los días remotos de Fervor de Buenos Aires: «desde uno de tus patios haber mirado / las antiguas estrellas, / desde el banco de la sombra haber mirado / esas luces dispersas», donde ya estaba el tono, el color y el sentido que iba a darle a las palabras, desde los olvidados tiempos cuando llegaba a la pueblerina Caracas algún ejemplar arrugado y flaco de la revista Martín Fierro o de Proa o de la polémica del meridiano cultural entre madrileños y porteños, le he adivinado el tamaño. Desde la aparición misteriosa de esas iluminaciones adivinatorias y perturbadoras de sus ficciones. ¿Es él o somos nosotros los demás, los habitantes irrecuperables de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»? Y junto a ellas aquella resistente veta de criollidad, de eco de milonga, de lengua de compadrito, de gusto por el pasado gaucho y la remota Argentina, por «el galerón enfático, enorme, funerario», en que el general Quiroga «va al muere». Todo eso y mucho más, como en un juego de espejos mágicos, estaba en la obra y en la figura de este hombre elusivo y difícil, que nunca había podido topar en su carne y en su circunstancia.
El día antes de salir de París para el largo viaje que me llevaría en la noche, sobre el Mediterráneo, Senegal y el Atlántico, hasta su ciudad, recibí la escueta noticia de que sería el propio Borges quien haría mi presentación en el acto de entrega del Premio Alberdi-Sarmiento en el dorado salón de La Prensa.
Más que vanidad, que la tuve, lo que sentí fue una inmensa alegría quieta. Al fin iba a encarnar frente a mí aquella cambiante y fascinadora imagen.
Tampoco entonces fue fácil llegar a encontrarlo. Desde que estuve en Buenos Aires no oí otra cosa sino malas noticias sobre su salud y su estado emocional. Se decía que la nueva situación política lo había afectado negativamente. Los diarios de ese mismo día publicaban unas declaraciones temerarias dadas por él en Italia, en las que condenaba el peronismo en los términos más duros y valientes. Iba a encontrarlo al día siguiente en un almuerzo del director de La Prensa, pero me dijeron que se había excusado por sentirse mal. En la noche debíamos comer juntos en la Embajada Británica, gracias a la encantadora hospitalidad de Sir Donald y Lady Hopson, pero a última hora llegó una dama de su amistad que debía acompañarlo y nos dijo: «Georgie está desolado de no poder venir pero se siente muy mal. Ha tenido mareos y se ha caído dos veces hoy. Prefiere quedarse en la casa a reponerse para estar mañana en el acto en que lo va a presentar».
Pensé que tampoco esta vez lograría verlo. La señora, que mucho lo conocía y que como todos sus íntimos lo llamaba «Georgie», me describió minuciosamente su estado de salud como delicado, su situación emocional como muy afectada no sólo por los sucesos políticos de su país sino además por la enfermedad de su madre. Doña Leonor ya tiene 96 años y ha sido en los más de ellos los ojos y las manos de Borges. Es ella quien le ha leído desde que su escasa visión no se lo permite y es a ella a quien le ha dictado sus obras, en una especie de tenue y compenetrado diálogo creador.
Fue la misma dama quien me ofreció que ella me arreglaría una entrevista con el gran escritor y me avisaría. Era como perseguir un fantasma, como partir a la caza del unicornio.
La imagen que guardaba de él era la de aquellos impresionantes retratos de periódico, con inmensos ojos inertes de máscara trágica y expresión tensa y ausente. También había leído entrevistas en que los visitantes pintaban la dificultad de comunicarse con él y la parca y casi defensiva calidad de sus respuestas.
En la misma mañana del 1° de junio en la que debía celebrarse el acto público, me volvió a llamar la señora para anunciarme que Borges me esperaría a las 5 de la tarde en la Biblioteca Nacional y que de allí sería bueno que yo lo acompañara hasta el lugar de la conferencia en el edificio de La Prensa.
A la hora fijada, acompañado de Isabel, mi mujer, que tenía mucho deseo de conocerlo, llegué a la Biblioteca.
Es un viejo edificio maltratado por el tiempo, en una calle estrecha invadida por pequeños comercios y filas de automóviles estacionados. El empleado de guardia en el vestíbulo nos indicó subir la escalera al primer piso y entrar por una puerta grande que quedaba hacia el centro del pasadizo. Nadie nos ofreció el ascensor. Llegamos arriba y al asomarse a esa única puerta iluminada vi a Borges, sentado en una silla de frente a la puerta, como en espera.
-Borges, aquí estoy -y dije mi nombre. Alzó la cabeza, la volvió hacia la voz, se puso de pie apoyado en un fino cayado y me tendió los brazos.
Me puse a verlo como si fuera un raro objeto de arte. Menudo, frágil, pulcramente vestido de azul oscuro, con la mirada perdida de los ciegos, y un cierto temblor en la mano y en la voz, que es suave y dulce y a ratos vacilante. La ye argentina lo sitúa.
Le presenté a Isabel y nos invitó a pasar a una pequeña sala lateral. Iba apoyado en mi brazo y caminaba con lentitud tanteando el piso con el bastón.
Era un despacho viejo, pequeño y casi ruinoso. En el medio hay una especie de mesa de comedor rodeada de algunas sillas gastadas y maltrechas. Nos sentamos en una esquina de la mesa. Sobre ella había trastos de pintor, con paleta y tubos de colores y en la pared un retrato grande recién comenzado donde empezaban a formarse, sobre la tela blanca, los ojos claros y la fisonomía de Borges.
Me dijo que la otra mesa en forma de casquillo que servía de escritorio la había mandado a hacer Paul Groussac, cuando fue Director, para copiar una que tenía Clemenceau. Había escasos libros y pocos papeles. Me dijo que también Groussac había terminado ciego y que había otros Directores que lo habían sido igualmente.
Pude observarlo entonces a mi gusto. No es la suya la cara de un hombre viejo, bajo sus canas muy cuidadas luce una tez fresca y rosada y una expresión inocente, triste y casi candorosa de niño enfermo. Hablaba con las dos manos sobre el bastón. A ratos venían a llamarlo para el teléfono e Isabel o yo le ayudábamos a alcanzar la puerta.
Hablamos más de una hora de muchas cosas. Con la mayor sencillez, con un aire de modestia tímida, con una profunda dulzura que le brota del tono y del sentido de las palabras. Al llegar pareció palparme discretamente para darse cuenta de mi forma física, pero no preguntó nada. No voy a transcribir todo lo que hablamos, ni menos a intentar reproducir sus palabras textuales, sólo intento, para todos los que hubieran querido acompañarme, trasladarles algo de mi impresión.
Había llevado conmigo un ejemplar de su Obra poética para pedirle que se lo firmara a mi hijo Arturo, quien le profesa una ilimitada admiración. Lo hizo con evidente gusto. Tomó el libro en las manos. Buscó al tacto la primera página y con mi pluma, sin inclinar la cabeza, hizo un breve trazo irregular, que semeja la forma de tres protozoarios filiformes atrapados en una roca fósil. Están distribuidos en tres alturas, en tres islas, en tres distancias no relacionadas. Terminan con una especie de círculo roto o de jeroglífico de ave.
Comenzamos a hablar de su salud. Me refirió lo de los mareos y las caídas de los últimos días. Sentía temor de moverse. También sentía mucho temor de hablar en público. No podía leer y no veía al público. Le —186→ dije todo lo que le agradecía el esfuerzo que iba a hacer para acompañarme y presentarme esa tarde. Sonrió con gracia y me aseguró que quería hacerlo.
Luego vino la evocación de su madre. Me refirió todo lo que había sido para él. Cómo le leía cuidadosamente, cómo oía y recogía su dictado y lo releía para que él pudiera corregir y alterar. Decía que no le había sido difícil pasar de la escritura al dictado. Siempre había compuesto silenciosa e interiormente antes de ponerse a escribir. Después lo continuaba en alta voz ante la madre atenta. Pero ahora la anciana señora está muy enferma y achacosa. Ya no puede leerle ni escribirle. Otros lo hacen. «Todas las noches, me dice Borges, reza pidiendo morir y que esa noche sea la última. Ya no quiere vivir.»
Yo pienso en la terrible soledad de este hombre, tan solo, el día en que esa sombra silenciosa y constante desaparezca de su lado.
Lee poco de la nueva literatura. No le es fácil y no tiene tiempo. Conoce poco de los jóvenes. «Lo que hago es releer. Hay tanto que releer. Se descubre tanto releyendo los viejos grandes escritores.»
Me dice que cada vez está más convencido del valor de la simplicidad. Nada de rebuscamientos ni de palabras raras. Las palabras ordinarias son las que hay que utilizar para mostrar toda su nobleza. También en los nuevos cuentos busca esa sencillez extraordinaria y directa «que un hombre de genio como Kipling logró en sus cuentos de juventud. Es a eso que trato de llegar ahora». Es lo que intentó en algunas de las piezas del Informe de Brodie. Dice que acaso los jóvenes buscan el barroquismo del lenguaje para esconderse, para no enfrentar la terrible desnudez de las palabras, para escapar a la terrible dificultad de la expresión directa.
Está completando unos cuentos más para un libro. «Pero cada vez que me pongo a escribir un cuento me sale un poema.» Le advierto: «Debe ser el otro que no es Borges, quien lo hace». Sonríe. Los poemas que le salen ahora son muy cortos y concentrados. Casi sentenciosos. En La Nación acaba de aparecer uno de ellos que se llama reveladoramente «Yo», donde habla de «los caminos de sangre que no veo» y de «los túneles de sueño» y de «las extrañas cosas que rodean la vida», para concluir «más raro es ser el hombre que entrelaza / palabras en un cuarto de una casa.»
Hablamos largamente de Lugones. Mucho lo admira, pero dice que siempre ha habido resistencia para reconocerle su extraordinaria calidad. «Cuando yo era joven a veces salía a caminar con él. Era el más grande escritor argentino y sin embargo nadie se volvía en la calle para verlo o para saludarlo.»
Recuerda con emoción el suicidio de Lugones y las trágicas circunstancias de su vida. De la esposa, del hijo, de su religioso concepto de la mujer y de la relación carnal. Lo atacaban y no se defendía. Decían de él horribles cosas falsas y él no las rebatía ni negaba.
Surgió entonces, por contraste, el caso de su propia fama universal. No ha habido escritor hispanoamericano que haya alcanzado una resonancia mundial semejante a la suya. Parece extrañarle y no explicárselo. Revela recibir con asombro inagotable los homenajes y los elogios que le llegan de todos los grandes centros mundiales. «Es curioso. De repente la gente se ha puesto a leer mis cosas y a encontrarles valor».
Se acerca la hora del acto público. Se lo recuerdo. Salimos lentamente. Se apoya ligeramente en mi brazo y va tanteando con el bastón. Nos asomamos un momento, desde arriba, a la gran sala de lectura de la Biblioteca. Los lectores inclinados sobre sus libros no adivinan que desde lo alto en la sombra, como una quimera de Notre Dame, los ojos de piedra del gran poeta se pasean en lo oscuro.
Tomamos esta vez el ascensor, que ningún servidor atiende. Subimos al automóvil y llegamos al edificio de La Prensa. Entramos por en medio del gentío. Siento temblar la mano de Borges en mi brazo. La gente se abre para dejarnos pasar. El sigue hablando con su voz sutil casi inaudible. Lo miran con extrañada curiosidad y respeto.
Minutos después estamos en el estrado de la gran sala rococó, relumbrante de dorados y luces y llena de gente que se apretuja. Comienza el acto. Borges me susurra que él tendrá que hablar sentado, pues teme sentirse mal si se pone de pie. Se lo digo a la presidencia.
Llega el momento en que le dan la palabra y le colocan los micrófonos delante. Me pregunta entonces con sus ojos absortos: «¿Dónde está el público?». Le indico.
Comienza a oírse su voz transparente y asordinada, como un tambor a la funerala, como un eco de algo lejano y profundo. Lo entreoigo y lo entreveo a mi lado. Parece decir: «Presentar a Arturo Uslar-Pietri es presentar a muchos hombres, porque nuestro huésped puede decir, como Walt Whitman el escritor americano por antonomasia: Soy amplio y contengo muchedumbres...».
El que empezó ya a no ver bien fui yo.
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ARTURO USLAR PIETRI
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